Trova y algo más...

martes, 22 de junio de 2010

Cómo sobrevivir a una balacera…

El otro día se presentó en Monterrey el manual para estudiantes de escuelas primarias “Cómo sobrevivir a una balacera”, en el que se indica puntualmente algunas acciones que deben seguir los pequeños para que las balas de la delincuencia y de las autoridades, que también lesionan, no les hagan daño: entre las recomendaciones, se señala que los niños no deben asomarse cuando escuchen que se desata una balacera frente al plantel, porque es bien sabido —como lo subrayara de manera más que científica El Piporro en una de sus más celebradas rolitas, el Corrido de Gumaro Sotero—: “las balas disparadas de aquí para allá, dan allá, y las balas disparadas de allá para acá, dan acá”, así que es mejor hacerle caso al manual para que los múltiples tiroteos de la realidad mexicana no nos hagan daño, porque por más manuales que se escriban sobre el tema, las balaceras siempre estarán presentes, considerando el Estado fallido en el que la demagogia nos trata de convencer que somos bicentenariamente felices y futboleros: “¡Uuuuuuuuuuuutttoooooo…!”

Y qué curioso, pues, justamente ayer, que apenas dio inicio el verano —época en el que la violencia se dispara porque la sangre se calienta muy caliente en esta región del planeta—, le decía a mi amá una de mis más arrebatadas teorías sobre el asunto ese de las balaceras que Los Pinos nos tienen prometidas, sucesos que están en boca de todos y que los diarios e informativos han tomado y retomado para hacer negocio y meter zancadillas políticas, que es una manera sucia y macabra de hacer negocios, pues en el pedir está el dar, dijo Juanga aquella vez que cantó a favor de Labastida, y así le fue al mochiteco en el 2000. Bueno, ese es un asunto del pasado que regresa cada vez que los medios necesitan lana.

El caso es que dije mi teoría y mi amá, que es harto respetuosa de lo que piensan los demás, nomás me señaló: “Tenías que salir con otra de tus babosadas, ya estás igual que tu tío Israel”, después siguió batiendo con esa energía de viejita casi ochentera los frijoles de fiesta que le salen verdaderamente sabrosos: “Como si los vendiera”, dice mi prima Oyuki con un platón en una mano y tres tortillas de harina sobaqueras en la otra. Y gracias a dios que nomás tiene dos manos, que si tuviera más, en la escena participarían otros personajes: un trozo de queso, un vaso de Coca con hielo, una lata de chiles jalapeños, más lo que se acumule en la semana.

Bueno. Mi tío Israel era un hombre mentiroso y malhablado de a madre. Cuando decía algo, todo mundo se le quedaba viendo a los ojos para tratar de reconocer alguna luz que le señalara si lo que acababa de decir era cierto o mentira. Casi siempre era lo segundo, pero ocasionalmente decía algo verdadero con ese tono campirano que lo hacía ver como el individuo simpático que en verdad fue durante toda su vida.

Pero, como en la tontería aquella de Pedrito y el lobo, cuando mi tío decía algo cierto, por ejemplo que las vacas dan leche, que las aves vuelan o que los peces nadan, nadie le creía porque todos suponían que debajo del manto de esa verdad irrefutable, lácteo y vacuno a la vez, por ejemplo, había una mentira perversa que le torcería la cola al cochi de la verdad para convertirla, a fuer de costumbre, en un mentirón fangoso en el que todos quedaban atrapados como moscas. Pero moscas felices, hay que admitirlo.

Mi teoría sobre las balaceras es demasiado sencilla para ser verdad: yo digo que cuando los sicarios planean algo, es muy difícil equivocarse. No es imposible, pero sí es sumamente difícil. Ni siquiera se salva el Cardenal Posadas Ocampo —¿se acuerdan? —, quien presuntamente cayó abatido por una docena de balas que llevaban un destino muy diferente a su corpulenta humanidad XL casi divina. Sobre todo después de que se supo que el santo varón era el confesor de ciertos narcos que le dejaban limosnas que eliminaría de tajo la necesidad de intentar un récord Guinness para realizar una obra de caridad, como una carne asada gigantesca o una regalona para alimentar el ego. De ese pelo el asunto.

Como que gastar cientos de miles de pesos en armamento, parque, preparar el operativo y llevarlo a cabo sin tener el cuidado de verificar el objetivo utilizando el método científico, es como querer ir a la luna en una bicicleta ponchada. Así que llegar a la cinco de la mañana a tirar balazos como si se estuviera en un puesto de feria de pueblo, tirándole con rifles de municiones a los patitos, y todo nomás porque sí, como que no encaja en la lógica. Ni siquiera en la lógica del absurdo, que tanto nos gusta a los mexicanos. O ponerse fuera de una escuela primaria a dispararse entre los bandos azul y rojo nomás porque es martes y hace mucho calor, tampoco entra en el cuadro de las explicaciones que a todos nos dejen tranquilos, en paz y en posición fetal.

Imaginemos la escena: un puñado de matones poniéndose de acuerdo en la ruta a seguir, el objetivo cierto, la posición a adoptar, la meta que se persigue, cuántos muertos quieren en el operativo, cuántos balazos disparará cada uno, qué vehículo utilizará, cuál será la ruta de escape, cuánto ganará cada cual, qué dirá si son atrapados (nunca falta que la policía le atine a algo, así que…), cuánto tiempo pasará en la cárcel, cuánto le pasarán mensualmente a su familia, si será en dólares o en moneda nacional, cuál será la posibilidad de ser rescatados en el futuro inmediato. Y encima de todo esto, ¿equivocarse? Ver para creer.

Aunque a los medios esa fácil versión de la equivocación les da mayor margen de maniobra para presionar a las autoridades, doblegarlas si es preciso a fuerza de “opinión pública” (que no es otra cosa que encuestas amañadas y opiniones manipuladas, como si se tratara de reubicar el Hermosillo Falsh, verbi gratia) y negociar con ellas patrocinios malhabidos y demás contubernios que son fácil de detectar hasta en las mejores familias. En fin.

No recuerdo bien qué es lo que tratábamos en aquella cordial mesa redonda que sostuvimos casi a finales de la década del 70, pero en un momento de extraviada inspiración, mi buen amigo Conrado salió con el conocido dicho árabe: “Cuando llegues a tu casa, golpea a tu mujer. Si tú no sabes la causa no importa, porque ella si la va a saber”. Cabe decir que el ala femenil de la mesa casi linchaba a mi amigo, mientras que el macherío, que por cierto era mayoría aquella noche, festejó con gritos, porras y vivas las palabras del Conrado. Casi lo sacábamos en hombros del recinto cual matador en una tarde de cinco orejas cinco. Aún hoy, escucho de vez en cuando aquellas viejas palabras que se quedaron grabadas en la memoria de los machos como sentencia bíblica, que no es asunto menor, por cierto.

El caso es que el refrán árabe viene al cuento por las balaceras cotidianas, haya o no manuales de sobrevivencia. Me parece que si te tiran más de 100 balazos y no sabes porqué, algo está fallando en tu memoria. De hecho, si uno va y le pregunta a cualquier hijo de vecino quién pudiera tirarle ya no cien balazos sino uno o dos a su casa, seguro que dirán dos o tres nombres y por diferentes causas, desde las más sencillas que son deberle 500 pesos al señor de la tiendita hasta palabras mayores que son ponerle los cuernos al jefe con su mujer —o a la mujer del jefe con el jefe: ya ven que ahora con eso de la diversidad todo es posible—, pasando por las comunes y corrientes que son el hecho de que le caiga gordo a fulanito porque a uno le duele la cara de ser tan guapo o por el porte distinguido que nos piloteamos y que nos hace parecer más galanes que Arturo de Córdova: “Eso no tiene la menor importancia...”

Así que si viene un comando armado a tu casa y te deja la fachada hogareña como paisaje lunar, algo sabe el comando que tú no quieres recordar. Es decir, si tú no sabes por qué, el comando sí lo sabe. Y dentro de todo, esa es la peor opción. Por otro lado, ¿cómo detecta alguien a un individuo que va a atentar contra otro? Ya ven que ni los estadunidenses, con toda su tecnología inimaginable y los millones que le invierten a la guerra contra el terrorismo, alcanzan a imaginar siquiera quién será el próximo loco que se meta a una escuela secundaria y acribille a docenas de estudiantes, o al próximo desquiciado que estrelle un avión contra un edificio. Así que ¿vale la pena que los medios gasten sus pocas neuronas en encuestas imbéciles de si vivimos en un medio inseguro? Porque de una vez le podemos contestar que si. Y punto.

Definamos inseguridad y después hablamos, porque la violencia es sólo un rasgo de la inseguridad: también lo son, entre tantos y tantos más, el desempleo, la falta de educación, el tandeo, la manipulación mediática, la incultura, la ignorancia, hasta la forma en la que hoy se realizan las campañas políticas hacia el 2012. Y contra eso no hay manuales posibles para sobrevivir a esas balaceras: lo único válido es agacharse, proteger la credencial de elector con toda el alma (si es 03, renueva, eh) y gozar el verano, que acaba de decir presente con una temperatura ambiente de 44.5 grados nomás para abrir boca: ¡A la bestia…!

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