(El año pasado puse esta entrega aquí, el año que viene también la pondré... si llego hasta el 25 de diciembre. Como el sentimiento es el mismo, les deseo a todos una Navidad llena de dicha: lo demás, como dice el último párrafo, viene en consecuencia. Felicidades y les mando un abrazo con cariño, para quienes habitan la sección cariño de mi alma, y con amor, para quienes están instalados en el multifamiliar de mi corazón).
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Recuerdo que cuando yo era niño, allá en Navojoa, el 24 de diciembre mi mamá se la llevaba todo el santo día metida en la cocina mientras mi papá salía yo pienso que a ponerse de acuerdo con Santo Clos en alguna cantina de alrededor, por eso creo que yo crecí con la convicción de que Santa era un gordo borrachón y cigarriento, porque mi papá regresaba ya entrada la tarde en calidad de Homero Simpson: Bien jala'o y apestando a cigarro. Claro que esto es sólo un decir...
El caso es que durante todo el 24, de la cocina de la casa salía un olor a tamales o pierna de puerco o pozole o pavo o lo que fuera que cocinara aquella santa mujer, siempre mezclado con esas hierbas maravillosas que sólo las mamás saben cómo se llaman, una pizca de felicidad y cucharadas enormes de ternura que a la hora de la cena —casi todos callados y con la mirada de asombro ante tanta magia dispuesta a alimentarnos el cuerpo y el alma, en medio de las campanadas del templo y de los ruiditos de colores que salían de todas partes como si el mundo se estuviera incendiando de cariño— brotaban como abrazos y besos que siempre alcanzaban para todos y que cuando pequeños nos arropaban cálidamente, pero que con el paso del tiempo no pudieron retenernos en esa cocina, en esa mesa, en esa casa donde siempre estuvo y ha estado aquella ahora viejita y aquel hombre callado y taciturno, al menos en el recuerdo imborrable que a muchos se nos ha quedado grabado como marca de un hierro tatuado en el ventrículo izquierdo de nuestro colesteroso corazón.
Para nosotros, mis hermanos y yo, el 24 de diciembre era un día que no debería existir en el calendario, no tenía razón de ser, nomás la noche, porque ...esta noche es Noche Buena y mañana Navidad, según dice la tonadilla, pero de haber hecho realidad nuestros deseos nos hubiéramos perdido la esencia del día: Los recuerdos de las mamás en la cocina y la ausencia de los papás donde quiera que se metieran para negociar con Santa, siempre en abonos chiquititos, lo que nosotros, revoloteando como cuervos metidos en camisas de franela, esperábamos que nos amaneciera, ya bajo la almohada, ya bajo la cama, ya bajo el árbol.
No recuerdo cuál fue mi primer regalo navideño, pero me acuerdo bien clarito que el año en que ya no me regalaron juguetes sentí un como quejido adentro de mí porque en vez de carritos y pistolas de vaqueros me amaneció un cinto y ropa… ¡ropa!; a mí, que andaba siempre descalzo, en pantalones cortos y remendados, camiseta suelta y la greña más suelta que Gloria Trevi —porque han de saber ustedes que en aquellos años de la infancia yo tuve cabello y un chingo de pelo… mucho, eh… no por nada mis tíos Chemo y el canijo del Raúl, alias El Camisetas, me decían Mico o Simio… y ya cuando andaban bien inspirados por el alcohol y las botanas me decían Micosimio, en una redundancia propia de los sonorenses francotes y echados pa’lante oriundos de Santa Rosalía de Ures—. Eni, wey.
Ya se sabe que la Navidad no son los regalos, pero qué gacho se siente cuando a uno dejan de darle juguetes y se los cambian por implementos de cocina, por mandiles —mi caso particular, ciertamente—, por rasuradoras, lociones, corbatas, botellas, chamarras, yates, aviones, países y/o continentes, que son bienvenidos, claro, pero eso hace que el niño que uno lleva por dentro se quede sentado en un rincón de la nostalgia, mirando cómo nuestros menores hijos (como les dicen los abogados a esos pequeños monstruos que se nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción, dice Serrat para eliminar sospechas del barrio y sus alrededores) abren desesperadamente los paquetes —como alguna vez, hace cuarenta años y más, lo hicimos nosotros con la luz de la estrella de Belem brotando de nuestros ojos ansiosos para descubrir aquello que más temprano que tarde terminaba rodando en el patio, con la pintura descascarada y las ruedas incompletas—, sacan los regalos de su caja como supongo que hace el médico que atiende a la parturienta a la hora precisa, que tiene más de humana que de divina, en que un nuevo ser sale al mundo bañado en esos ectoplasmas asquerositos y amnióticos que fueron el algodón de la habitación perfecta en la que flotamos durante nueve meses sin querer salir al mundo a ser parte de las estadísticas siempre odiosas de los organismos que rigen la economía mundial: Uno más… y otro… y otro…
Con los años, las hormonas navideñas nos hicieron ampliar el territorio de caza corazonezca, y así, juntos y revueltos, como debe ser en toda tribu silvestre que se precie de serlo, la Noche Buena fue la fecha propicia para calentarnos el alma en desamparo al abrazo de la chica o el chico (dependiendo de la lucha de género) en la casa de la Lorena Sánchez, o con la familia Bacaricia o en los platos del menudo michoacano del clan del Roberto Ramos, o dando serenata a la luna como sapos cancioneros, abrazados con ese cariño festivo de la adolescencia, el Güero Araiza, el Rolando Martínez, el Beto Brochas y muchos otros, además de este lento animal que soy, que siempre he sido (para parodiar como se debe a Jaime Sabines), pensando en la Charito Díaz, soñando con la Imelda Rojo, enamorados una y otra vez de las hermanas de la Buena... mientras íbamos dejando un terregal de risas por toda la calle Obregón rumbo a la Plaza 5 de Mayo en las primeras luces del alba, rodeados de los ladridos de los perros del amanecer y de bajo la mirada ladeada y socarrona de aquellos otros cánidos que nos evocaban la figura piramidal de esa leyenda llamada Gordo Zavala...
Y todos guardamos historias parecidas de la Noche Buena, acaso enamorados o enamoradas de otros nombres y otros rostros, quizá, pero con la misma esencia, bajo la misma luna, en medio de los mismos ladridos que nos alegraban el alma en un caldo de cultivo llamado vida misma: encuentros y desencuentros de seres que se buscan, que se dejan señales que el otro no quiere o no puede interpretar y que al final no siempre tuvieron ese final feliz de telenovela, ése que todos quisiéramos vivir un día para no quedar en deuda con el corazón.
“El tiempo da vueltas en redondo”, dijo García Márquez en boca de unos de los personajes de Cien años de Soledad. “La vida es cíclica —digo yo—, y todo se repite quiera uno o no quiera, incluso aquellas intrascendencias que hacen las grandes diferencias o esas que no nos dejan destacar”. Y como todo se repite, nosotros también repetimos con nuestros hijos lo que nuestros padres repitieron a su vez con nosotros: Dejamos de regalarles juguetes a cierta edad —“Porque ya son grandes… o para que maduren”, piensa uno equivocadamente—, como si los años tuvieran necesariamente que esconder o matar al niño que fuimos y que seguimos siendo toda la vida.
Y es que de otra manera no se podría explicar ese temblor que uno siente cuando escucha las canciones navideñas, cuando se esmera en colocar el árbol, llenarlo de adornos y luces, poner tarjetas entre las hojas y dejar los regalos a su sombra luminosa.
No se podrían explicar esas ganas calladas de recibir a todos los amigos en la sala, junto al árbol y la musiquita navideña, a beberse un chocolate o algún brebaje de mayor octanaje, charlar sobre la noche del 24, los regalos del 25, las esperanzas de un nuevo año que se abre cada enero como se abre el cofre de la espera y seguir acariciando los mejores deseos para quienes nos rodean cerca o lejos y que nos desgaja el alma su solo recuerdo en esa distancia incomprensible, odiosa y amarga, que nos hace suspirar a solas y llorar en silencio porque es tan difícil tener el corazón partido de a de veras —y no sólo como letra de una canción— y tratar de demostrar esa fortaleza que se derrumba como castillo de naipes ante una silla vacía y un plato sin tocar en la cena navideña y el ponche que se enfría sin ser saboreado por quien tal vez a la misma hora nos extraña igual que nosotros: Sin poder estirar los brazos y abarcarlo desde siempre y apretarlo con todas las fuerzas de la ternura, junto a todos los demás...
No se explicaría esa nostalgia por todos los seres queridos que se han quedado solos bajo una lápida, en un cementerio acaso lejano, pero siempre presentes en la casa del corazón con sus risas, sus gritos, sus abrazos, sus besos, sus palabras de consuelo, su café oloroso, su cigarrillo humeante, su aroma a lavanda y a Old Spice, su mirada serena o su ceño fruncido, su pasión por las cosas simples de la vida, su cariño por la lluvia, sus ganas de heredarlo todo, hasta la Cheyenne, apá... y luego el corazón, ¡chingado!, justo cuando debe demostrar su señorío, se desborda por los ojos como para humedecer y desempolvar un camino que ya no volveremos a desandar juntos en esta vida que se va desmoronando poco a poco en la nostalgia...
No, nunca dejamos de ser los niños que fuimos, los que esperan para Navidad un modelo armable, tal vez un carrito de latón, una barbie, un juego de mesa, una casita de muñecas, un trompo de madera, un juego de te, el tren eléctrico que se extravió en los laberintos del tiempo, un avioncito de plástico para volarlo con la chiquillada del barrio, un paquete de piezas lego para construir la casa de nuestros sueños, mientras en la cocina las mamás sazonan el recuerdo de aquellos tiempos en que andábamos como conejos inquietos, destapando ollas y olfateando las maravillas que durante la Noche Buena preparaban el ambiente para que nos amaneciera más temprano y empezar a construir nuevos conceptos de felicidad transitoria que duraba lo que duraba el juguete…
Con todo, desde aquí les envío un abrazo y les deseo una armoniosa Navidad y un año nuevo lleno de buenaventura, salud y trabajo, que lo demás llega en consecuencia. Cuídense. Cuídense siempre, aunque ese siempre sea más corto cada vez...
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