Dice Eduardo Galeano en Palabras perdidas (Bocas del tiempo, pág. 8): "Por las noches, Avel de Alencar cumplía su misión prohibida. Escondido en una oficina de Brasilia, el fotocopiaba, noche tras noche, los papeles secretos de los servicio militares de seguridad. Informes, fichas y expedientes que llamaban interrogatorios a las torturas y enfrentamientos a los asesinatos. En tres años de trabajo clandestino, Avel fotocopió un millón de páginas. Un confesionario bastante completo de la dictadura que estaba viviendo sus últimos tiempos de poder absoluto sobre las vidas y milagros de todo Brasil. Una noche, entre las páginas de la documentación militar, Avel descubrió una carta. La carta había sido escrita quince años antes, pero el beso que la firmaba, con labios de mujer, estaba intacto. A partir de entonces, descubrió muchas cartas. Cada una estaba acompañada por el sobre que no había llegado a destino. Él no sabía que hacer. Largo tiempo había pasado. Ya nadie esperaba esos mensajes, palabras enviadas desde los olvidados y los idos hacia lugares que ya no eran y personas que ya no estaban. Eran letra muerta. Y sin embargo, cuando los leía, Avel sentía que estaba cometiendo una violación. El no podía devolver esas palabras a la cárcel de los archivos, ni podía asesinarlas rompiéndolas. Al fin de cada noche, Avel metía en sus sobres las cartas que había encontrado, les pegaba sellos nuevos y las echaba al buzón del correo…" -.-.-.-.-
Ésa, creo, es la magia que encierran las cartas, por eso yo, como todas las tardes desde hace años, me asomo con cierta desesperanza al buzón de bronce que le da la bienvenida en silencio a nuestros invitados, y observo que sólo la publicidad ha sentado su reino en ese breve espacio en que no están todos los nombres y direcciones que el corazón quisiera gritar de vez en vez y que se han quedado prendidos en el clavo de la nostalgia, bajo una capa de polvo en el sedimento simple de los sueños.
No hay misterios: hemos dejado de lado la hermosa práctica de escribir cartas a destinatarios con rostro conocido y acaso manos y cuerpo que llevábamos grabados en el alma como tesoro pirata de las noches, para dar paso al rápido ejercicio de los correos electrónicos que después de ser leídos casi siempre se pierden en fragmentos invisibles dentro de la papelera electrónica del vacío cibernético.
Nada de guardar los mensajes en cajas de zapatos, atados con ligas rojas y amarillas para que mañana o pasado, en la orilla de la lluvia, al borde de una taza de café, exactamente a las cuatro y media de la tarde, nos salven de la desesperanza con sus mensajes del alma, sueños compartidos, besos mariposeados en el filo de los cuerpos con palabras borrosas pasadas tal vez por el llanto inconsolable de otro aniversario olvidado, dejado al pairo en las aguas del tiempo.
La rapidez se nos impone lentamente, las urgencias por decir lo que todavía no pensamos bien a bien nos llevan a escribir mensajes crípticos que toman forma en un monitor y se desplazan en milisegundos al lugar donde unos ojos tal vez desconocidos leen de un tirón, y de un tirón los desechan sin sentir el mínimo aleteo del remordimiento en el corazón.
La rapidez se nos impone con golpes de calor en las mejillas: nos toma de la mano para llevarnos al frío campo del subject y del attachment; nos cuenta los caracteres con una exactitud propia del lenguaje binario; nos absorbe las palabras y las convierte en emoticons que nos dicen todo sin decirnos nada, como el bolero aquel que en la adolescencia nos abrió de un tajo el sentimiento para dejarnos heridos para siempre por el navajazo fragante a jazmines de una muchacha que cada tarde nos respondió nuestros holas con un palomeante adiós.
Ah, pero si no fuera por esa rapidez tecnológica y deshumanizada que nos arropa con sus cables, ¿qué sería de todos aquellos que nunca sintieron la textura mágica de la hoja de papel y el fino rasgar de la pluma al correr por la tersa superficie de aquella blanca piel de mujer que nos permitía acariciarla con ternura al escribir cada letra, cada coma, cada punto, cada palabra que encerraba en su misterio todas las respuestas a las incógnitas del amor? ¿qué sería de todos aquellos que nunca probaron a inventar fantasías mientras llegaba la respuesta dentro de un sobre con el rumor del mar y el romper de las olas en los peñascos de la playa? ¿qué sería de aquellos que nunca se atrevieron a escribirle una carta a la fortuna para contarle que a la vuelta de la esquina vivía la muchacha de sus sueños? ¿qué sería de ellos sin el correo electrónico de hoy, porque todavía aquella chica sigue habitando sus sueños como ayer, como siempre...?
Yo escribiré un e-mail esta noche, y mañana saldré a revisar el buzón para que mi alma siga prendida a la nostalgia... al menos a la nostalgia...
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