Trova y algo más...

viernes, 31 de diciembre de 2010

Un año más, un año menos…

Esta entrega cierra para este servidor la puerta del año 2010 y significa, de igual manera, la promesa —que no la amenaza— de regresar el 2011 con ánimos renovados.

Si hacemos un ejercicio de reflexión, al que habríamos de obligarnos por terapia personal, encontraremos que a lo largo del presente año se ha ido parte de nuestras vidas hacia la nada del pasado, y son esas minúsculas maravillas de la existencia, más las que generosamente se han quedado con nosotros, las que nos dan sentido y eso que algunos llaman cuestión de fe por continuar en la lucha cotidiana contra los invisibles fantasmas de la incertidumbre que la realidad nos impone para vencer obstáculos y alcanzar nuestras metas.

Un año más, un año menos, reza la sentencia oriental.

Y en medio del bullicio luminoso de los días, de estos días, estamos todos tratando de armar nuestra propia explicación existencial, nuestro propio, modesto e íntimo concepto de vida que nos lleve a comprender qué somos, dónde estamos y hacia dónde vamos.

No resulte extraño entonces que, en medio de la confusión maravillosa de fin de año, al volver el rostro hacia el pasado volvamos a encontrarnos con el reloj de la infancia marcando las cuatro de la tarde, la hora en que el olor del café colado inundaba la casa para convocar a todos los muertos de la familia a que se reunieran en torno de la mesa de la cocina a charlar todas extrañas aventuras sorteadas en los insondables caminos de la muerte.

A mí me pasó el domingo anterior, en Navojoa, en una reunión generacional de secundarianos de hace 40 años: fue como sentir que ese pasado sigue vivo, tan vivo como las calles que un día recorrimos en la búsqueda de un futuro incierto que hace mucho dejamos atrás.

Fue un volver a mirarnos a los ojos buscando la chispa infantil que algún día nos marcó ante los demás, y hacer esa comparación interna entre lo que fuimos hace 40 años y lo mucho o lo poco que somos ahora, con kilos de más, arrugas de más, canas de más... o mucho menos cabello y menos agilidad, muchísima menos agilidad...

Fue un tratar de adivinar —entre el puñado de seres anhelantes que nos reunimos— quién era esa mujer o ese hombre ya de mediana edad que tiene los rasgos lejanos de alguien que sé quien es pero que no recuerdo su nombre...

En fin… fue una playa de recuerdos que flotaban entre el oleaje de la felicidad…

Como decía, estos días son propicios para que algún resorte del alma nos haga recordar que bajo el azahar de los naranjos agrios éramos apenas unos chiquillos indefensos que jugaban a recorrer las horas en las bicicletas de la felicidad: el sol cruzaba el papel del cielo dejando garabatos de calor que nos obligaban a pedirle prestado al día los rumbos de las acequias rebosantes donde nos bañábamos desnudos en medio de los ruidos jubilosos de aquella parvada sin nombre que se zambullía despreocupada en la fresca ebullición del tiempo.

En la memoria, los hombres se sientan en la oscuridad sobre enormes piedras en las esquinas del barrio, y entre trago y cigarro platican de cuando sus padres y sus abuelos despertaron un día en el frescor del alba (sofocados por la visión maravillosa de una enorme ciudad donde todo vendría mejor para los hijos y los nietos), subieron a sus familias en viejos carretones tirados por mulas empolvadas y, sin mirar una sola vez hacia atrás, temiendo convertirse en grotescas estatuas de sal, abandonaron los rincones sinuosos de la sierra, el verdor húmedo de los valles y el reflejo rumoroso del mar para venirse a despachar detrás del mostrador de tiendas amodorradas al calor de las dos de la tarde, o trajinar entre las ruedas hambrientas de molinos de trigo y esperanzas, o recorrer aturdidos los pasillos de frías fábricas de ruido donde fueron dejando pasar los sueños recurrentes de sierras olorosas a pinos y venados, de campos sembrados de alfalfa y algodón y de mares generosos de peces fosforescentes, para darle paso al insomnio de la muerte.

Y podemos seguir reflexionando que bajo el azahar de aquellos naranjos agrios de la memoria nos fuimos convirtiendo en mayores: las charlas de las esquinas terminaron en borracheras y en pleitos entre pandillas por el puro afán de conquistar las calles.

Así, un día, sin avisar, nos fuimos del hogar de siempre y en algún rincón oscuro del olvido se oxidaron las viejas bicicletas de la felicidad.

Y ahora estamos aquí, en el sepia de la memoria, en medio de los festejos navideños con un puñado de recuerdos que nos desarman el rompecabezas del corazón con su aliento de otros tiempos, de otras risas, de otro río, de otros amores que fertilizaron el ambiente con su olor maravilloso del origen de la felicidad.

En el bullicio quebradizo de estos días, que se repite como eco en el alma, volvemos a ser aquellos chiquillos que un día nadaron en las acequias rebosantes, que corrieron detrás de los sueños hasta fatigarse de contento, que se durmieron a la lumbre trémula de la lámpara como faro incierto que nos marcaría las diversas rutas hacia el futuro que nos tomó de la mano, nos llevó por los infinitos caminos de la vida y nos salvó de los mil peligros de la muerte hasta traernos aquí, a la luz melancólica de estas letras que desgajan su ternura para desearles a todos ustedes, lectores amigos, un maravilloso año 2011.

Que la paz esté en todos sus hogares.

Y que ese hogar y esa paz perduren durante todo el año que se asoma por entre los resquicios de la ventana de la medianoche…

Un abrazo enorme a todos: para los que están y los que ya no están con nosotros pero que viven en el corazón…

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