Trova y algo más...

miércoles, 15 de julio de 2009

La leche llegó siempre...

En la maravillosa década del setenta, allá en Navojoa, cuando nuestra vida (¿nuestra, Kimosabi?) era indirectamente proporcional (menos kilos y más cabello) a la que vivimos ahora como los individuos espantados que somos (con más kilos y menos cabello) y que navegamos como si fuéramos el quórum máximo (50 más uno, pues), las películas catastrofistas apenas iban poniéndose de moda para bien del cine comercial, pero para mal del cine de arte, dicen los que saben de estos asuntos.
De cualquier manera, ¿quién no recuerda películas como Infierno en la Torre, Tiburón, El exorcista y una larga zaga de cintas que nomás con sentarnos en la oscuridad, en el breve espacio que nos deparaba la butaca, ya estábamos comiéndonos las uñas con todo y mugre, aunque no todos: los muchachos verdaderamente vaquetones (no como yo, que siempre fui muy bien portado, eh) se apretaban a la chica que tenían a su izquierda (o a la derecha, ¿qué importaban las tendencias políticas y sociales entonces?), como para darle a entender que no había temor que ellos no pudieran vencer, como si fueran Maximus (o Russell Crowe) en Gladiador, aunque por dentro estaban más espantados que un guajolote en vísperas de Navidad (moco incluido).
Así era por entonces el sur del estado, de Fundación para allá: una era geológica que evolucionaba lenta muy lentamente hacia la Liga Mexicana del Pacífico; un lugar sin límites acabado de hacer, limpiecito y luminoso, como recién creado por el Todopoderoso: los viejos del barrio decían que hasta podían escucharse las voces de Eva gritándole a Adán que no se le olvidara la leche y el pan cuando regresara del trabajo.
Y nosotros les creíamos. En serio. La leche llegó siempre, dicen los muchachos ahora, pero el pan no ha podido... o al menos mientras dure la impuganción... ¿Quién les entiende?
Y ahí andábamos todos muertos de la risa, un poquito antes de entrar a la prepa, escuchando a los greñudos de La Mente quejarse de que tenían que hacer como sapotoro porque no tenían dinero para pagar sus deudas (por cierto, algunos años antes de que Juanga también se declarara en quiebra y cantara no tengo dinero ni nada que dar, lo único que tengo es amor y etcétera), soñando con armar un paraíso alterno, con enormes árboles de mango, guamúchiles y yoyomos por aquello de la escasez, y apedreando a los perros nomás para hacerle saber al mundo entero (que se nos reducía a tres cuadras a la redonda) que perro que ladra quién sabe, porque nunca nos quedamos a saber cómo terminaba el refrán.
Cada sábado, con nuestros 17 años a cuestas, íbamos todos en bola al Cine Río Mayo, al Rex, al Obregón, allá en Navojoa; y después al Sonora y al Nacional, aquí en Hermosillo, a ver y espantarnos con películas en las que monstruos salidos de no sé dónde acababan con todo el elenco, menos con el galán y la galana, o seres del espacio mordisqueaban a unos enclenques y pecosos astronautas gringos que todo esperaban menos ser devorados de dos bocados por entes nebulosos que se escabullían silenciosamente en las naves como colado sin invitación en una quinceañera.
Ahí estábamos nosotros, con el alma en un hilo: pandos por el terror y sin respirar, como conscriptos sabatinos al rayo del sol veraniego. Nadie nos obligaba a ir al cine más que el gusanillo misterioso de la curiosidad y el deseo de sentir mariposas en el bajo vientre al ver surgir del pantano del celuloide a los malosos y a los demonios que se metían en el cuerpo y el alma de chamacas que requerían rigurosos exorcismos, como algunos políticos de hoy, que no dan una contra los diablos de sus mismos partidos. Cosas de la modernidad.
Pero no todo entonces eran monstruos del espacio, incendios y diablos: dentro de aquella larga hilera de películas terroríficas hubo una que viene a mi memoria no por su aportación al anecdotario del terror cinematográfico, sino porque fue el inicio de una larga serie de cintas que tenían más que ver con las catástrofes tecnológicas que con los derrumbes humanos: me refiero a Aeropuerto, filmada en 1970, de cuyo elenco, aunque quisiera, no puedo acordarme.
Pues sí, como Cervantes en el Quijote.
Una de aquellas películas que se derivó de Aeropuerto nos relata la historia de una travesía aérea en la que los pilotos quedan imposibilitados para conducir la nave a buen aeropuerto, pero por ellos lo hace con relativo éxito una azafata, que recibe las instrucciones desde la torre de control (historia que después se ha repetido como recurso de la imaginación floja y fácil).
En la vida real, la que se vive fuera de las salas de cine, la que no está inmersa en cuadros de película, es prácticamente imposible repetir la anécdota de esa azafata que recibe señas, órdenes e instrucciones para que vuele un aparato inmenso en medio de una crisis, con todo en contra, y además llegue a buen destino para un final cinematográficamente perfecto.
El solo pensarlo nos hace tocar el cielo de un romanticismo absurdo, tomando en cuenta que un piloto pasa al menos cinco años de estudios profesionales en una escuela del aire, generalmente militar, a la que para ingresar deberá someterse a rigurosos exámenes. Al egresar, está obligado a prestar su servicio por el doble del tiempo que ocupó en sus estudios, además habrá de cumplir cierta cantidad de cientos de horas de vuelo antes de tomar los controles de una nave y hacerse responsable de la seguridad de todo: pasajeros, tripulación, carga y aparato mismo... y el prestigio de la aerolínea, por supuesto.
Hay casos de excepción, por supuesto, que de alguna manera reivindican a los románticos con el hielo de la realidad, pero son contados. De hecho, quienes condujeron los aeroplanos aquel 11 de septiembre del año 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono, con una certeza macabra, no habían cumplido formalmente con su instrucción aeronáutica, así que bien pudieran caber en estos casos.
Pero ya sabemos que difícilmente un mortal común y corriente, alguien de a pie, volará de buenas a primeras un jumbo jet, así le pase las instrucciones para hacerlo el constructor mismo del avión, y sea la azafata quien reciba las clases súper intensivas de vuelo.
Y es que el problema no está en el instructor sino en los potenciales pilotos, pues requieren conocimiento previo del tema, un mínimo de práctica además del carácter que se necesita para enfrentarse a decenas de palancas, cientos de foquitos e interruptores y toda la magia que encierra una cabina de control.
Decía que en la vida real abordar asuntos de los que no se tiene un conocimiento, práctica, interés y reflexión elemental, es casi seguridad de fracaso. Y es que no se puede ir navegando por los días como si se fuera una azafata (o azafato, pues, para que no se molesten las defensoras del género) a quien se le dice desde la torre de control, cada vez que enfrente una tarea, qué botón oprimir, cuál palanca jalar, de qué color es el foquito que se encendió debajo de la figurita de las alas y demás movimientos que debería dominar, se supone, desde el momento mismo que se enfrenta al problema; es decir, el “Síndrome de la Azafata” en pleno.
Lo curioso del asunto es que uno encuentra sin mucha dificultad, y con más frecuencia de la que se pudiera esperar, individuos que padecen el dicho síndrome y que creen que con unas cuantas horas de instrucción podrán volar hasta un transbordador espacial; personas que sin saber exactamente de qué trata el asunto que van a emprender, se sienten capaces hasta de criticar a quien le está pasando las instrucciones desde una metafórica torre de control.
Y, según los estudiosos del fenómeno, lo que más sobresale en estos casos es el dato infame de que “las azafatas” son individuos mediocres a quienes se les ofreció una pésima inducción en los diversos temas de la vida.
Y aunque hablábamos de películas, en la realidad también abundan los émulos de los protagonistas de aquella versión de Aeropuerto, que a cada rato están tocando puertas ajenas para que les digan en tres palabras lo que les da flojera estudiar en extenso.
Ahí están de prueba la mayoría de los diputados electos por los distritos de Hermosillo, tanto en lo local como en lo federal: puras "azafatas" que desde hace mucho les han dicho qué botón apretar a la hora de declarar lo que por desgracia para ellos y para la humanidad han declarado... y de propuestas sensatas mejor ni hablamos...
En fin...
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