Trova y algo más...

sábado, 25 de julio de 2009

La literatura está hecha de esfuerzo y resultados...

“Yo dejé de leer el Quijote el día que descubrí que la literatura era una verdadera patraña que no sirve más que para decir mentiras...”
Así me lo dijo, palabra por palabra, con esa frescura que sólo tienen los cínicos, mi primo el Chato Peralta, y después se fue por donde vino, dejándome con un montón de sueños quebrados, desparramados por la infancia, la adolescencia, y parte de mi juventud.
Pa’ mí que el Chato nunca había leído el Quijote, y ni modo de ponerle un examen en ese momento. No, señor. Pero ahora, a casi veinte años de aquello, no estoy muy seguro de poder defender mi teoría de la literatura, las disciplinas artísticas en general, y su necesaria función social, sobre todo cuando veo y leo a escritores que nada más no aportan nada a la vida y se han vuelto un estorbo hasta a la hora de respirar.
Esos escritores que no titubean en la aspiración de posicionarse en esa tierra de nadie que han llamado literatura Macondo, como si fuera una hamburguesa, y que considera que el software latinoamericano está agotado, deben plantearse que si aspiran a ser irreverentes y menos solemnes, deben dejar de servir, antes que nada, a los que les exigen reverencias y solemnidades a cambio de la efímera gloria de figurar en titulares y subtítulos que seducen a los espíritus inconsistentes, que no se han animado a figurar en la lista de los que se han declarado prófugos y proscritos de tales promesas. Los domingos dan fe de ello.
Es cierto que ser hijo de la cultura del esfuerzo, como dijera en un momento de fugaz inspiración Luis Donaldo, tiene sus bemoles, porque los grupos de poder económico asumen que dirigir una empresa trasnacional o una franquicia supone un gran esfuerzo, no así escribir una novela de 500 páginas o un libro de poemas de similar envergadura.
El ejercicio de la literatura en estas tierras, pues, sigue estando en el renglón de egresos, cuando no directamente en la columna de perdidas presupuestadas. Y la mayoría de nosotros, los directamente interesados en que la obra literaria, el arte y la cultura en general, se difunda para que cumpla cabalmente con su función social, nos mantenemos al margen, consintiendo que los recursos y el esfuerzo institucional no salgan de recintos cerrados: no se nos vaya a caer la peineta.
Yo sé porque me lo dijeron el Sapién, el Daríoh, el Pancho y otros viejos y queridos maestros en Altos Estudios, que la literatura está hecha de eso: de esfuerzo y mucho producto de gallina (o sea, pollitos). Y está salpicada de maravillas, de ese fanatismo solitario que implica la terquedad de escribir historias una y otra vez hasta que los fantasmas de las palabras dejan de serlo y se convierten en las cadenas que arrastramos con cierta timidez esperando el momento en el que alguien más, acaso un lector y otro y otro, nos ayuda a cargar con la cadena de las historias que nos dicta la realidad, porque a fin de cuentas todos nos convertimos en personajes de los libros imaginarios de nuestros semejantes.
¡Y qué sabe de esto el Chato Peralta, que anda por la vida como Sancho Panza detrás de los camiones de la Bimbo y la Cocacola por razones que no contaré ahora pero que tienen que ver con su ex mujer y su inclinación por los choferes de carros con anuncios grandotes en los costados! En fin...
Tengo por ahí una amiga que sabe tanto de literatura porque, dice ella, buenamente no es lo que estudió. Es escritora, ciertamente, y menciona que conoce los vericuetos de esta disciplina artística porque la practica no porque la aprendió en el aula. (Pues ella sabrá si posee o no la verdad absoluta, dígome myself a mí mismo, aunque debo reconocer que sus ensayos tienen un piscolabis de certidumbre, aunque son tangenciales hacia el psicoanálisis, que es su fuerte, según entiendo).
Ella subraya que si la literatura sólo critica, si sólo se ocupa de desvelar, ya sea directa o irónicamente, si renuncia a la afirmación y a proponer alternativas, no es lucha sino lamento.
Y así, el otro día nos enfrascamos en una discusión bizantina sobre el Quijote, precisamente, y sus efectos en la literatura posmodernista. No quiso entrar en detalles sobre estilo y cosas peores porque, mencionó: “la buena literatura siempre está más allá o más acá de cualquier moda o estilo literario. Cuando se habla de una producción artística o literaria, ningún aspecto estilístico o formal puede constituirse en el principal motivo de discusión. El estilo es nada más que el envoltorio, el estuche, o la venda en la que suele ocultarse o develarse el sentido de la existencia.”
Después de otras subjetividades propias del trabajo literario, mi amiga subrayó que las grandes obras lo son en tanto y en cuanto se aproximan a las coordenadas que nos acercan a la condición humana, a los valores que son la única grandeza y verdad, que trasciende al conjunto de debilidades y mezquindades que cual un pantano o un lodazal, rodean a los seres humanos. Y pues ante eso, yo nomás agaché la cornamenta y le di otro sorbo al café negro con dos de azúcar y sin crema y sin galletas porque se acabó lo que se daba. ¡Pelotero la bola!
¿Pero el Quijote —expresé desesperado— en qué parte queda extraviado debajo de tanta palabrería?
El Quijote, mi buen, es obra de un escritor sumido en el espíritu renacentista, que dentro de su formato peculiar logró hablar de lo innombrable, en un momento en que los imperios pregoneros y sembradores de la muerte estaban en franca decadencia en su continente, mientras que en el nuestro apenas empezaban la masacre. El habló a su manera de la libertad del ser humano. Y curiosamente lo hizo con una mirada que germinó en la prisión. ¡Qué ironía, no!
Como sea, y creo que el Chato podría haberse referido a estas patrañosidades, el Quijote me ofrece gran regocijo porque en él encuentro a un tipo malhablado que filosofa con gran tranquilidad desde su aparente locura. Bien menciona Gabriel Zaid que para quien lee y le gusta el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha el mundo jamás volverá a ser el mismo.
Aunque yo prefiero creer lo que dicen los cronistas sobre el asunto ese de que cada vez que alguien reconvenía al enorme Renato Leduc por su habla picante y pícara, él respondía que todos los exabruptos los había aprendido de El Quijote. Veamos si no:
“Y diciendo esto, se la puso en las manos a Sancho [la bota de vino, hay que aclarar]; el cual, empinándola, puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora, y en acabando de beber, dejó caer la cabeza a un lado, y dado un gran suspiro, dijo:
— ¡Oh, hi de puta, bellaco, y cómo es católico!
— ¿Veis ahí –dijo el Caballero del Bosque en oyendo el “hi de puta” de Sancho– cómo habéis alabado este vino llamándole hi de puta?
—Digo –respondió Sancho– que confieso que conozco que no es deshonra llamar hijo de puta a nadie, cuando cae debajo del entendimiento de alabarle.”
Tamaña claridad deslumbra. Nadie, luego de esta lección de Cervantes, negará que por eso muchas de las que llaman “malas palabras” las deslizan al oído los enamorados para tender los puentes necesarios entre las palabras y los labios y las manos para tordularse los hurgalios, amalar el noema, hasta llegar morosamente a la embocapluvia del orgumio en una sobrehumítica agopausa (como dijera Cortázar con una luminosidad que dejaría ciego al mismo sol, si al astro rey le diera por leer al Julio argentino, por supuesto).
Y hasta aquí me quedó, como si estuviera en la confluencia de la Colima con Yáñez, con algunos hi de furcia que me esperan para libar hasta que se pierda el sentido o la dignidad. Lo que ocurra primero.
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