Trova y algo más...

martes, 28 de julio de 2009

Por si acaso…

Debo confesar que en el campo de la archivonomía y de la historia soy un intruso. Mi procedencia deviene principalmente de dos disciplinas humanísticas: la filosofía, y en mayor medida, la literatura. De ésta última tomaré el recurso de la metáfora para ejemplificar algunos aspectos sobre la materia que nos reúne aquí y ahora.
Hace acaso poco más de 40 años, los estudiosos del lenguaje mencionaban que la primera manifestación escrita en español se dio hacia el año de 1120: un rústico río de versos llamado Cantar del Mío Cid, garrapateado por un juglar anónimo tal vez en papeles recogidos a escondidas de algún anaquel prohibido.
Ahí, en ese canto, aquel oráculo de la maravilla, probablemente mozárabe y quizá parido en Medinacelli, dejó fluir un caudal prodigioso de versos apegados a la tierra, descubridores de llanuras, nombres de capitanes y gritos exangües en las batallas, en los que narraba las luchas de Rodrigo Díaz de Vivar, «El Cid», quien —como refiere la mitología popular— combatió aún después de muerto, a lomos de su caballo Babieca, contra moros y cristianos en su batallar por la reconquista de aquella España aún no bien dibujada en el mapa pero quinientos años habitada por los esfuerzos de la morería.
La vox populi, que ya sabemos que es la voz de los dioses cotidianos, le otorgó al Cid Campeador esa aureola de héroe y ese carácter de inmortal: un héroe inmortal que no descansó aún en la muerte física. Un personaje de la historia y de la literatura que va y viene cíclicamente cada vez que algún interesado en la España antigua o en los primeros rasgos de la literatura española quiere mirar a través de la ventana de los documentos hacia principios del siglo XI y desentrañar los misterios de ese tiempo.
Y es que los documentos históricos sirven para descubrirnos una y otra vez los esfuerzos cotidianos de mujeres y hombres que dejaron plasmada su huella en los libros del pasado. Y recordemos que ese pasado alguna vez fue presente vivo, con todos sus misterios y todas sus maravillas.
Por ello, la historia como disciplina científica está muy lejos de ser un simple pasatiempo propio de la memoria, sino que va más allá: es el rescate del pasado humano que modificó, alteró o impulsó un proceso social, con todo y que no cualquier pasado humano es historia, sino la materia que los historiadores que llegan de los diversos rumbos del conocimiento nos desgranan con paciencia para redescubrirnos las voces, los rostros, las calles del tiempo donde alguna vez los individuos del ayer dejaron sus huellas.
Los hechos del hombre enterrado bajo cientos de años serían hechos muertos si fueran separados del historiador y de los testimonios de los que se vale. Por ello, la historia viene a convertirse en la herramienta para sacar a la luz el conocimiento del pasado humano.
Y de nada serviría conocer página por página todo el pasado de la humanidad si esto no nos ayuda a encontrar las respuestas a los acertijos que el presente nos plantea, muchas veces de manera descarnada.
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Entre el ayer lejano, el hoy perpetuo y el futuro remoto e incierto hay un hilo invisible que enhebra nuestras vidas en la presencia interminable de toda la humanidad. No basta con conocer las aventuras de nuestros predecesores, héroes de carne y hueso que pusieron sus esfuerzos en la balanza acaso injusta del tiempo; no basta con delinear nuestro ser y estar en la memoria colectiva de un presente que se derrumba a cada anochecer, es necesario trazar líneas infinitesimales para vernos en el mundo que nos espera en los últimos recodos del tiempo, dentro de diez, veinte, cincuenta o cien años.
Si el tiempo en verdad es cíclico, como sentenciaban los viejos historiadores de la antigüedad clásica, o redondo, como aseguraba José Arcadio Buendía, todo volverá a representarse sobre el escenario de la vida, y serán los historiadores los que escriban, palabra a palabra, el viejo guión de lo nuevo, de lo que se repite cada día, como el río que fluye y que es siempre el mismo y es siempre diferente.
Los historiadores vendrán cada día a nosotros, los que tenemos la interminable responsabilidad de resguardar con celo los documentos que dan testimonio del devenir de nuestras regiones, y despertarán las voces que duermen en anaqueles modernos o en viejas estanterías polvorientas para que les susurren en el oído todos los detalles que vieron pasar ante sus ojos de papel.
Y es que en el escarceo amoroso entre el ayer y el hoy, se requiere de la intervención de los miles de héroes que habitan el silencio de los archivos; personajes que como el Cid Campeador vuelven después de muertos a librar las batallas contra el olvido una y otra vez, y en todas salen victoriosos.
Pero los héroes también necesitan buenas condiciones para habitar la eternidad: Requieren del confort de un buen espacio y de instalaciones adecuadas que no siempre podemos ofrecerles.
Seguramente los héroes nuestros de cada día, los documentos que estaban ahí cuando llegamos, y que seguirán de pie cuando nos hayamos marchado, tendrán motivos suficientes para relatar con voz clara lo que alguien, en la soledad del pasado, les contó palabra por palabra, imagen por imagen, trazo por trazo, en un romance manuscrito que se ha impuesto a las adversidades del tiempo y a las inclemencias de la incomprensión y la ignorancia.
Nuestros inmortales de papel merecen las mejores condiciones para que sigan iluminándonos con su mirada humanista y su visión de futuro todos los caminos posibles del género humano, tan enigmático y simple como todo lo que encierra maravillas.
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Hemos aprendido muy poco de la humanidad. Desde las seculares apreciaciones clásicas hasta este momento justo en que estamos preparando los argumentos de una nueva guerra cada día.
Las piedras de la historia nos han dicho una y otra vez, con esa necedad que se convierte en sobrevivencia, que el ser humano no está condenado a vivir en forma errante en un futuro controlado por personas que se imaginan el caos como el orden imperante; por el contrario, la humanidad tiene un rico pasado, un pasado que le sirve para no cometer los mismos vicios de ayer, las mismas angustias vividas, las mismas desdichas de antaño.
En parte, también por eso que estamos aquí, a la sombra de todas las teorías y descubrimientos que los historiadores vienen a develarnos, proyectándonos un mañana con menos incertidumbre y más razones para vivirlo.
Y no son afanes mesiánicos los que empujan a las instituciones que resguardan acervos históricos a congregar a las instituciones hermanas a celebrar y mantener mesas de trabajo para exponer sus propias experiencias: es el reconocimiento a un trabajo aglutinador, luminoso, festivo, en el que los historiadores han contribuido totalmente, y seguirán aportando porque la humanidad sí tiene esperanzas en no repetir los éxodos y las persecuciones, sino en revalorar la felicidad y rescatar al individuo de ayer para forjar el hombre de mañana.
Recordemos que los cientos de miles de Rodrigos Díaz de Vivar que duermen en los anaqueles de los archivos siguen siendo el puente entre el olvido y la memoria colectiva que nos posibilita la necesaria reconstrucción histórica para reactivar los procesos sociales de las diversas regiones del planeta; en particular, la nuestra.
Vivimos inmersos en una dinámica en la que ya casi nada nos resulta lejano: la tecnología nos ha permitido participar y ser protagonistas de los cambios vertiginosos que se suceden a diario en el mundo, pero también nos ha impulsado a estar atentos a la transformación del ser humano.
Hoy, como en ningún otro instante, la historia tiene las más amplias posibilidades de traducir, explicar, rescatar el pasado para plantear los escenarios posibles de la humanidad en la desafiante sencillez del alba, de ese cada nuevo día del que hablaban Heródoto y Polibio, en el que la luz de la inteligencia parece recién creada, y junto con ella todos los objetos que ilumina.
Si este asombro es legítimo lo será también el individuo que nace al calor de su emoción llevado de la mano por los historiadores.
Hay que decir que no ha sido fácil reconstruir esa emoción primigenia, renacentista, y que lo más común, en nuestros días, es una luz más bien crepuscular, apagada en los matices de la relatividad porque, como en el principio, todos los caminos se bifurcan y parecen alejarse, pero a veces es sólo para encontrarse más allá de las breves anécdotas de la casualidad: En ese punto exacto estará siempre un historiador con su voz que todo lo descifre.
Y junto a él, la sombra de un héroe inmortal, montado en su Babieca hecho de tiempo, que le dirá al oído todas las hazañas que hubieron de transcurrir para configurar la historia de tal manera.
Un Cid Campeador que bajará de los estantes de nuestras instituciones para vencer a los moros del olvido con su mirada extensa y su palabra garrapateada en caracteres preciosistas que nos atrapan desde el primer instante.
Así ha sido desde tiempo antiguo, y acaso así seguirá siendo para siempre.
Es cuestión de cuidemos con generosidad a nuestros héroes inmortales.
Salud por ellos.
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