Trova y algo más...

viernes, 30 de abril de 2010

Calladito me veo más bonito…

En serio: hoy no tengo nada qué decir. Me siento como el personaje aquel de la canción de Oscar Athié: flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones, que no sé qué decir.

Ya sé que habiendo tantas cosas que flotan en el mundo y sus alrededores, resulta un tanto extraño que alguien tan locuaz como el suscrito que firma allá abajo, venga a decir que no tiene nada qué decir. Suena como a tzingaderas. Y de eso ya estamos llenos en este país. Se los juro. Recuerdo ahora, por ejemplo, que si pudiera, les diría que Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen. Pero no se los voy a decir porque no tengo nada que decir.

Hay un como contrasentido en esto. Traigo sentimientos encontrados, pues. La Araceli cumplió ayer como 26 años de casada, según me dijeron, y don Salvador cumplió como 26 horas internado en urgencias. Para dónde me inclino. No sé. No puedo decirlo sin traicionar uno de las dos partes. Lo único que me salva, creo, si es que soy salvable, si soy rescatable, es el amor que siento por esa S y todas mis A, que desfilan en mis sueños como conejos salidos de la chistera de dios.

Tampoco diré que aquella crónica breve y fascinante, en la cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Mejor dicho: nos sigue persiguiendo como funesto destino a cambio de espejos y baratijas hechas en Taiwan.

No diré eso tampoco; no, señor, porque la crónica al final no se me da. Aunque pienso, como dicen algunos autores, que al escribir no hay género literario menor: hay escritores menores. Sólo hay dos tipos de escritores: los buenos y los malos. A un escritor no lo hace un género, lo hace la escritura. Es muy simple. Sería absurdo negar la presencia de la crónica en todos los géneros: incluso en la poesía; hay una poesía contemporánea donde se percibe una cierta ironía urbana que se toca con la actitud del cronista, que casi siempre es irónica. Pero no nos confundamos: hay muchas ironías; la verdadera es aquella que no se hace sentir, la que mantiene por encima de todo su buena educación, porque de lo contrario caería en el sarcasmo.

Yo no entiendo la ironía sin lirismo; sin refinamiento, quiero decir. Cualquier persona puede dar respuestas sarcásticas, salidas bruscas surgidas de su tosquedad. El sarcasmo es la ironía de gente muy desplazada en la vida, es la malevolencia que no conoce la dulzura de la vida. La ironía conoce la dulzura de la vida y la añora; la ironía aparece cuando alguien se conduele de que falten las dulzuras de la vida. El sarcasmo no añora las cosas bellas porque las desconoce; el sarcasmo generalmente es la expresión de gente que ha tenido que hacer trabajos muy duros para sobrevivir. El sarcasmo está movido por la urgencia mientras que la ironía existe por el terror de que la exquisitez, los placeres, el encanto, puedan desaparecer; de allí que a veces el ánimo registre una ligera crispación irónica. La ironía y el lirismo se complementan como el hombre y la mujer en el amor: en la escritura deben convivir ironía y poesía como macho y hembra. En fin, que espero no haber sido sarcástica nunca y si lo he sido esto se explica por una inmadurez juvenil y quizá por un gran dolor en mi vida.

Antes de sentarme a escribir doy muchas vueltas. Antes, la escritura me producía muchos temores y no me acostumbraba al acto de escribir. Siempre lo hacía en medio de una gran zozobra. Ya en el momento en que me instalaba con la escritura experimentaba un gran deleite con la palabra y una felicidad con el pensar. Y aunque ahora no tengo esos sentimientos de temor y zozobra, la verdad es que cualquier contratiempo exterior se me interpone en mis horas de escribir.

Pero uno nunca está completamente seguro con la escritura. Lo más que puede estar es seguro de la felicidad que proporciona el acto de escribir. Y sí, ahora, hoy, en este breve instante en que no estás, me siento más a gusto que antes al escribir. Yo soy una persona de un solo talento: la escritura. Hay personas encantadoras y la gente comenta qué maravilla son: ella hace unas tortas fabulosas, cómo recibe, qué bien se viste, qué hijos tan perfectos tiene, siempre se ve estupenda... Pero yo, debo confesar, tengo un mínimo e inservible talento que me ha salvado de ser un diputado más: aprendí, no sé porqué, a crear literatura. Así nomás.

Me han dado premios de literatura, así que no tengo otra opción que escribir, y hacerlo medianamente bien. Para ser alguien de sociedad se necesita mucho talento y dedicación. Y, además, no es bueno excluirse dentro de una minoría. Insisto: yo tengo un mínimo e innecesario talento para la escritura. Si eso no hace mi felicidad, por lo menos hace mi certidumbre. Y no lo cambio por un destino más próspero. Tampoco me quejo: tengo lo que Virginia Woolf llamaba una habitación propia, ¿qué más puedo desear?

Y es que el escritor acá es una figura social; a lo más que puede aspirar es al éxito social, en el sentido de que lo conozcan éste o el otro grupo como escritor... es un hecho físico, un asunto de celebración social físico: este es un escritor. Pero no conocen lo que uno escribe. «Este es un escritor», dicen en las reuniones, «qué bien». Pero jamás llegan a los libros del escritor. Para la sociedad el libro no existe, es como una piedrita perdida en el camino y no hay forma de que llame la atención de alguien. Los escritores somos los fantasmas de la casa hermosillense, sonorense, mexicana, qué sé yo; nuestras cadenas chirrían un poco cuando hay un premio y luego, de vuelta al silencio. Pero en realidad no existimos. Aquí sólo cuentan los libros de cocina y esa cierta frivolidad que consideran muy elegante los ricos recientes porque les permite fingir una especie de irresponsabilidad frente a sus fortunas.

Sí, yo tengo un truco para escribir: soy una atleta de la soledad. Para mi escritura lo más importante es el lujo de pensar, que sólo se adquiere en el silencio. Tengo amigos muy queridos a quienes no suelo frecuentar porque los pensamientos pueden rivalizar con los afectos. ¿Cómo se miman los pensamientos?... en medio de la hosca soledad. Es como la persona cuya vida es mediocre porque está a régimen y deben alimentarse de comidas poco deslumbrantes. Así mismo, para pensar debe observar una vida muy poco deslumbrante. He terminado siendo el anfitrión de los personajes de mi ficción.

Por eso recurro a la soledad y al silencio. Por eso no tengo nada que decir hoy. Por eso me quedo callado, porque, según me han dicho unas amigas perversas que tengo por vecinas: “Calladito me veo más bonito…”, pero no es cierto, porque calladito nomás me veo calladito. Se los vuelvo a jurar...

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