Trova y algo más...

miércoles, 21 de abril de 2010

La tarde de un sábado cualquiera…

¿Se acuerdan de mi primo el Chato Peralta, aquél ca’ón que fue abandonado por su mujer, quien se fue detrás de un repartidor de las Sabritas, al que después dejó por un repartidor de la Cocacola, y según me he enterado recientemente, ha dejado tirado por un repartidor del Súper del Norte, ahora que ha ganado tanto vuelo con el programa Despierta Sonora (que por cierto es un vocativo y que necesariamente, aún en contra de toda ignorancia telemaxera, tendría que llevar una coma entre despierta y Sonora porque de que es un vocativo, es un vocativo)? Eso si es amor a los logos de carros, diría un diseñador de El Imparcial con un mohín de desprecio barriobajero. O sea, hay niveles… hellooo…

Pues resulta que el otro día, estando en la casa, se me ocurrió regalarle un libro (“Invención de Arena”, autoría de quien esto escribe, un poemario taaaaaan bonito y taaaaaan precioso, que díjeme: “A este canijo le va a gustar y quien quite y hasta se le quite un poquito lo bruto, lo salvaje y lo silvestrón”), pero hete ahí que el susodicho primo me respondió con una lógica fincada en lo más profundo del jardín central de nuestro regionalismo equino: “No, gracias, wey, ya tengo un libro en la casa, y el otro sí tiene monitos”, señaló con desdén después de hojear groseramente la obra, limpiarse con el dorso de la mano derecha la comisura de los labios y empinarse de nuevo la caguama. (Ah, ¿no les había dicho que estábamos celebrando que era sábado ese día? Sorry: estábamos, como dicen en la expogan, pistiando para capotear la mucho calor). Así fue.

“Pero, Chato —le dije al indiciado, no seas pendejo, puedes tener más de un libro en tu casa. Los libros son maravillos porque en el mundo del libro y de la lectura cabemos todos: gigantes y enanos, feos y guapos, gordos y flacos, solteros y casados. Porque a todos, azules y colorados, nos marca la imaginación con su carga de seres mitológicos, personajes bíblicos o fantasmas trasnochados. Y es que la imaginación es la piedra fundamental de todas nuestras fantasías. Y en ella habita ese otro yo que todo lo puede, como un Dios menor que nunca descansa porque está construyendo siempre mundos alternos con la música, la pintura, la escultura, la danza, el teatro, la literatura…” (Luego le eché un trago largo largo a la caguama… a mi caguama, se entiende, no a la de él, que ya estaba toda babeada).

Luego seguí con mi rollo filosófico barato y en abonos pequeñitos de que todos llevamos a ese Dios menor con nosotros: lo alimentamos a veces sin saberlo y aparece cuando el amor nos toca con su fragancia primaveral, aún en la mitad más congelante y salvaje del invierno. “A ver —le pregunté, tratando de pescarlo en tira y tira—: ¿a poco nunca le has escrito un poema a una dama o a una vaca o a una gallinita, o leído al menos una línea apasionada por esos ojos que nos miran desde el otro lado del salón y que nos prometen curar nuestras heridas del corazón con los besos más tiernos que hayan existido en la historia? (Trago a la caguama, pero no me respondió nada: nomás se me quedó viendo como si yo fuera el chupacabras).

Y yo seguí raspando los muebles con eso de que todos estamos habitados por el Dios de las maravillas, el que nos convierte en individuos sensibles y sociables, susceptibles al dolor y a la felicidad, pues somos por vocación seres perfectibles que se echan a andar por la cuerda floja de los días sin más red de protección que esa sensibilidad silvestre a flor de piel, y en esos momentos es cuando los libros adquieren una relevante presencia, pues nos ayudan a afinar no sólo la vocación literaria, sino que nos ayudan a ser mejores ciudadanos del mundo porque nos permiten encausar y elevar la voluntad y talento, nutrir el intelecto y el espíritu con letras ya que el carácter es vital para seguir andando la vida. Y nos permiten discernir entre lo poco bueno que hay en el mundo y lo mucho malo que zumba a nuestro alrededor como abejas en la miel. La decisión sobre cuál camino tomar será siempre tuya, Chato, porque nadie debe decidir por uno, ni para bien ni para mal. (Trago a la caguama, mirada chueca, silencio a punto de perder el equilibrio: el Chato en toda su regional expresión, ni más ni menos).

Luego —después de echarme una botana de bolsita, porque la Araceli está en contra de que andemos de borrachos ahí en el patio, pervirtiendo al Alvin y las ladillas— seguí con que en los libros están en juego las vocaciones y el futuro inmediato de todos. “Puede uno equivocarse —le dije como si fuera cierto— y regresar a intentar un nuevo camino, porque de eso está hecha la vida: de la corrección constante. Es perfectamente válido. Pero quedarse para siempre en la ignorancia es como no haber vivido, es como venir a Hermosillo y no ir al Xochimilco, como dice el viejo anuncio”, y el Chato creyó que lo estaba invitando a comer carne asada: Ja, ni que fuera dios. Ni siquiera me invitan a mí, mmmm…

Luego seguí con que las vocaciones no se cultivan por decreto: es necesario que haya un mínimo interés por aprender, escuchar y aplicar los consejos. De otra manera, las semillas que los libros siembran generosamente tendrán como fin preguntas como ¿Para qué leer en un mundo amenazado por la guerra? ¿En una época en la que el desencanto por la vida echa raíces en los noticieros de televisión? ¿Cuál es la capital de Timbuctú? ¿Cuántos caracteres se necesitan para hacer una semblanza que valga la pena? y cosas como ésas: tan pequeñas que si no las respondemos no nos cambian el mundo cualquier tarde de sábado, pero que en algunos países de África Central pueden provocar golpes de Estado.

Y no contento con abrumarlo con mis rollos etéreos, como los que Aquiles expresaba para incendiar la voluntad de los mirmidones, abrazado de su fiel y gay Patroclo, seguí con que a fin de cuentas se trata de llegar un poquito más allá cada vez, de brincar la raya de la desesperanza y asumirnos como seres vivos, con una propuesta personal, acaso solitaria, pero única e irrepetible (trago a la cagua), porque decir lo que pensamos y escribir lo que sentimos, o leer lo que otros nos dejaron como herencia para hacer nuestra su propuesta, es como dejar impresa la huella digital del alma en todo lo que hacemos y haremos hasta el último minuto de la última hora del último día de nuestra existencia.

Y como vi que el Chato no me entendía a esas horas ya casi nocturnas, díjele que los libros están por dondequiera, nos rodean como comandos armados, nos tirotean con sus múltiples verdades, nos cobran facturas, nos pagan deudas, nos hacen crecer de adentro hacia afuera, que es una forma mágica de crecer, de imaginarnos la vida.

“Ira, ca’ón —le dije—: si tuviésemos el don de regresar el tiempo e instalarnos en algún peñasco de la Grecia de hace unos 3,000 años, por ahí veríamos vagar a un anciano barbado, corpulento y ciego que responde al nombre de Homero. No Homero Simpson, no seas mamón, sino Homero Homero. Si nos fijamos bien, notaremos su andar pausado y su mascullar de palabras griegas, jónicas y eólicas, que nos describen batallas sucedidas doscientos años atrás: la Guerra de Troya…

“Homero, por si no lo recuerdas, es reconocido como el más antiguo poeta épico de Occidente, y nos dejó para deleite de filósofos, letrados, comunicadores, historiadores y repartidores de lo que sea, entre otras muchas inclinaciones profesionales, y lectores en general, sus dos más grandes obras: La Iliada y La Odisea, textos fundamentales para deshilar la historia de la antigüedad. La Iliada nos narra episodios relativos a un período inferior a dos meses, entre los héroes aqueos Menelao, Aquiles, Agamenón y Ulises, y los troyanos Héctor, Paris, Polidano y Eneas, entre otros tantos personajes…

“La Odisea, por su parte, relata las aventuras de Ulises (u Odiseo), superviviente de las guerras helénicas, en su largo y fortuito camino de retorno a Ítaca, donde lo espera su hermosa Penélope, quien no lo reconoce después de 20 años de ausencia (bueno: a veces a uno ni siquiera lo reconocen por las tardes, cuando regresa del trabajo), pero sí su hijo Telémaco y su padre, Laertes, quienes juegan el papel de celestinos para que la pareja separada por la guerra vuelva a reunirse, no sin antes desatarse una hollywoodesca orgía de sangre entre Ulises y los pretendientes de Penélope, que no eran pocos…” y no seguí más, porque justo en ese momento el Chato se derrumbó sobre su propia basca de nostalgia por la dama enamorada de los logos repartidores y se fue sumiendo en una especie como de borrachera… luego escuché el grito de la Araceli ordenándome que no fuera dejar el basurero ahí, que por favor echara al Chato a la basura y que ya me fuera dormir porque los domingos también trabajamos… y ni modo de alegarle al ampayer, amigo lector, porque eso ni se crea que viene en los libros: decírselo aquí sería como una mentira más de Calderón… ni más ni menos...
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