Si bien es cierto que durante la infancia la comida resultaba un accesorio fragante y necesario, realmente fue el juego y la socialización callejera lo que nos movió de chiquillos. Uno se perdía en el maravilloso laberinto de la calle durante horas, sobre todo en época vacacional, y llegado el momento, nuestra madre nos buscaba con cierta angustia para que acudiéramos a comer: Gritaba los nombres de los chiquillos propios y ajenos con una fuerza tal que alcanzaba a escucharse en todo el vecindario.
De tal forma se multiplicaba el informe de su búsqueda y aseguraba nuestro regreso.
Y funcionaba el llamado: Volvíamos siempre a la casa y a la mesa, como el viejo y cansado Ulises a Ítaca, a gozar de aquel manto sabroso que nuestra Penélope materna tejía y destejía tres veces al día y que nos entregaba en el pan de la mañana, el guisado del mediodía y las papas chirriantes de la noche.
Así crecimos los niños de aquella lejana época de mediados del siglo pasado, con el juego formativo, los gritos destemplados de la madre y la mesa servida siempre.
Con el paso de los años, de todos aquellos momentos nos quedó básicamente el gusto rápido y nutritivo de los desayunos, los vapores amarillos de la comida y el sabor fastuoso del banquete dominical que fue fortaleciendo el paladar mágico de los sueños: Los juegos nos nutrieron el cuerpo, pero aquellas comidas maternas nos atemperaron el deseo de sentarnos a la mesa a buscar las señales, aún hoy, después de más de cuarenta años, de aquella infancia alimentada con los ingredientes más elementales de la vida: El cariño y la esperanza.
“Uno es lo que come”, dice el refrán, y si la sentencia popular tiene razón, uno empieza a ser un individuo sensible desde la infancia, con los sabores que un mago cotidiano y luminoso, tierno y etéreo, y vestido de mujer sacaba de la chistera de la ternura para que un domingo cualquiera, sentado a la mesa justo a las dos de la tarde, enhebremos las horas una a una, como en una bola de estambre, porque en cada minuto de vida están los sabores multiplicados que nos sirvieron en la infancia, después del grito destemplado y relampagueante de aquel ángel sin maquillaje llamándonos a comer: Ahí comienza todo para volver a empezar cada vez a la orilla de un platillo con sabor a domingo.
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