Trova y algo más...

martes, 13 de abril de 2010

Las vejeces de la Veva...

Más desvelada que un músico de plaza y más enojada que la Lupita D’Alessio cuando le dijeron “gorda”, estaba mi comadre Genoveva —alias la Veva, por supuesto— el otro día, y tenía a su hijo Yonathan Remberto en tira y tira porque el canijo había llegado como a las cuatro de la mañana, en completo estado de beodez y cantando un corrido del Valentín Elizalde —que ciertamente eso fue lo que hizo que las aguas de la tranquilidad se desbordaran. “No sabes cuánto le pedí a dios que no crecieran tú y los inútiles de tus hermanos no crecieran, que se quedaran niños para siempre—decía la Veva como si fuera Libertad Lamarque en cualquier película de ésas de moco y llanto—, pero no: tenían que crecer y de paso me hicieron envejecer a mí”, dijo como si aquella verdad filosófica tuviera sustento en la realidad. Yo nomás me reía para adentro con tanto drama y circo.

Pero cuando llegué a mi casa, me puse a reflexionar en esa verdad relativa que había dicho la Veva, y hete ahí que llegué a la conclusa conclusión de que mentiras no había echado mi comadre, pues cuando los hijos crecen, a uno no le queda más remedio que envejecer. En verdad. Por más que uno intente esquivar los zarpazos del tiempo, los hijos están ahí para atestiguarnos que cuando ellos nacieron, nosotros ya llevábamos un buen trecho recorrido. Y les seguimos llevando esa distancia a los chamacos, les guste a ellos o no... nos guste a nosotros o no.

Y es que cuando los niños tienen cinco años, todo es miel sobre hojuelas porque nos creen todo como si fuéramos dios, pero cuando llegan a la mayoría de edad (credencial del IFE incluida), nuestras palabras se vuelven algo así como documentos históricos que tardan más en ser expresadas que en descascararse al sol vespertino de una primavera incipiente que todavía tiene matices electorales.

Es la factura que nos cobra el tiempo. Esa sustancia invisible que se materializa en las canas y alguno que otro dolor reumático que nos aqueja, que nos hace temblar las rodillas, que se manifiesta en el tirón que nos dobla en el momento menos propicio, y en toda esa larga lista de punzadas, castañuelas y calosfríos ignotos propios de los poemas de Ramón López Velarde.

El tiempo, que es humano y es virtual y es espacio infinito, territorio naturalito de los físicos y de los astrónomos. El tiempo, que es materia de los poetas, dato fehaciente de los historiadores y objeto extraviado de los borrachos. El tiempo, que nos llena los riñones de piedritas invisibles que de vez en cuando nos hacen parir lamentos y recordar la dicha inicua de perder el tiempo para ganarle terreno al ocio, como japonés industrioso y tenaz.

Los expertos en tiempología mencionan que el tiempo humano es histórico, porque entre el acontecer natural, necesario y unívocamente sometido a las leyes físicas, media la libre autorrealización y autodeterminación espiritual de la misma naturaleza humana. De ahí que la historicidad sea una propiedad de lo humano, constitutivamente consecuente de su esencial racionalidad y libertad, en cuanto esencia encarnada en el espacio y el tiempo, es decir, el individuo personal que es el portador, en su tiempo histórico, de una tal naturaleza.

No sé Usted, amable lector, pero a mí me quedan más dudas que certezas con todo el rollo anterior. Sin embargo, eso dicen los expertos. Se lo juro por ésta. Y eso no es todo, sino que le dan cuerda al discurso y nos dan tormento chino a lo chino.

Dicen: la persona individual se realiza en el espacio y el tiempo en coexistencia y sucesión en cuanto miembro de la humanidad, a través de un grupo social (raza, nación, estado, familia). Por lo tanto, lo histórico y lo social guardan una estrecha conexión entre sí y con la naturaleza de la persona humana, más precisamente, con el modo específicamente humano de obrar, de autorrealizarse en el mundo.

Por esto último, se da una estrecha conexión en la esencia humana entre lo natural y lo histórico, por la mediación de lo social y de la cultura. Si en el despliegue de cada naturaleza encuentra el ente finito el remedio a su finitud y la posibilidad de encontrar un estado de plenitud conforme a esa cuota limitada de ser, aquel despliegue no puede ser sino un desarrollo histórico en la vida comunitaria.

Dice Óscar Polacas© Holguín, el guía espiritual y filósofo de cabecera de Felipe Calderón, que el principal problema de la concepción clásica del espacio y el tiempo radica en verlos como sustancia; o sea, como algo existente por sí mismo, cochito. El propio Aristóteles afirmaba que no era posible la existencia del vacío, pues todo era ocupado por materia. Esto condicionó la visión cosmológica de toda la edad media y de parte del renacimiento. La propia idea de sustancia parecía permitir pensar el espacio y el tiempo como objetos reales en el mundo.

Por otro lado, esta concepción aparece ya desde el principio plagada de problemas. Esto puede ser visto en las paradojas sobre el espacio y el tiempo de Zenón de Elea. Aunque su autor las veía como pruebas de la no existencia de ambos, es posible ver que lo que realmente nos dicen es la dificultad de tratar al espacio y al tiempo como objetos.

La idea de espacio vacío no hace más que complicar la concepción del mismo. Ver al espacio como sustancia hace que este sea el “recipiente” de la materia, pero ¿qué pasa cuando el recipiente no contiene nada? ¿Es posible que podamos ver ese recipiente si no hay nada en él? Teniendo en cuenta que conocemos el espacio al medirlo, la no existencia de nada material indicaría que no hay un espacio “mensurable”, y que por lo tanto no existe como tal. Ahora bien, nos es posible pensar en espacio sin materia, por lo que parece que pueda realmente ser una sustancia.

Al examinar el tiempo nos encontramos con algo parecido. Nos es posible imaginar un tiempo eterno sin que no suceda nada, siendo estos eventos los que “llenan” el “recipiente” representado por el tiempo. No obstante, ¿podemos pensar en el paso del tiempo sin eventos? Pues no, responderán los físicos, que de esto saben un buen, diría Ricky Martin, ahora que ya de al tiro se salió del closet para la total tranquilidad de Pablito Ruiz.

Por otro lado, ya veíamos que el tiempo humano es histórico, porque entre el acontecer natural, necesario y unívocamente sometido a las leyes físicas, media la libre autorrealización y autodeterminación espiritual de la misma naturaleza humana. De ahí que la historicidad sea una propiedad de lo humano, constitutivamente consecuente de su esencial racionalidad y libertad, en cuanto esencia encarnada en el espacio y el tiempo, es decir, el individuo personal que es el portador, en su tiempo histórico, de una tal naturaleza.

Y si así es, pues así es. Ni modo. Porque siempre hay una vez en la vida en la que el tiempo nos alcanza y se nos echa encima como si fuera un tigre hambriento.

Como sea, yo comencé hablando de mi comadre Veva, sus chamacos y la vejez, y de repente me veo envuelto en verdaderos ladrillos filosóficos que desmenuzan el tiempo en conceptos propios del martirio, como si encima de acumular el tiempo en la cintura y en las “chaparreras” necesitara uno soportar, como si fuera “El Pípila”, una pesada loza de rollo al más puro estilo de Cantinflas. Ahí está el detalle, manito... mmmm…

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