Yo no soy colosista. Nunca lo fui y no tengo porqué serlo ahora que la sola palabra Colosio se ha vuelto un lugar común poco afortunado que los medios de información quieren equiparar a toda costa con «honradez, justicia y honestidad», a 17 años de su violento homicidio.
Ignoro –y le otorgo el beneficio de la duda– si la palabra «Colosio» sea lo mismo que «honradez, justicia y honestidad».
El sentido común me indica que para llegar a cierta altura política –sobre todo política–, los funcionarios o candidatos encumbrados, sobre alguien deben estar parados. En tal caso, ¿eso es honradez, justicia y honestidad?
Yo no lo sé, sé –por contra– que los medios de información –la prensa– han encontrado una mina de oro en el tema «Colosio»: lo han manipulado sin pudor alguno, han jugado con el sentir del lector, lo han azuzado, utilizado en beneficio propio de la manera más burda, la del lucro particular. De ahí que vemos que sobre Colosio, se han publicado reflexiones, poemas, cartas y hasta libros absurdos de quienes ni siquiera tuvieron el humano gusto de conocer a ese hombre llamado Luis Donaldo Colosio, no al político, al orador, al aspirante a la Presidencia.
La sola palabra «Colosio» significa para la prensa la venta segura del tiraje del día.
La sola palabra significa ganancias. Ganancias que nada tienen qué ver con el valor moral de un hombre arteramente asesinado por el sistema.
Y no sólo para la prensa: también para cualquiera que aspira escalar puestos públicos que con su solo esfuerzo y capacidad jamás lograría. En fin...
Yo no soy colosista; me duele, sí, su muerte como ser humano, pero no me duele más que los cientos de chiapanecos muertos a manos del ejército o los miles de niños que cada año mueren de hambre en nuestro país o las mujeres de Juárez o loas insoportables ejecuciones del narco o las decenas de hombres anónimos que son arrollados en las calles de la patria por autos veloces y por prepotencias de quienes son elegidos precisamente para hacer valer la justicia, los derechos humanos.
Como presidente, Luis Donaldo estaría a una altura inalcanzable para cualquier mexicano común, pues sus nexos con el partido oficial y sus compromisos con hombres de empresa, particularmente las familias de «millonarios Forbes» que viven en México, poco tiempo le dejaría para atender asuntos de campesinos desposeídos, de indígenas hambrientos, iniciativas personales de artistas sin nombre, de ancianos jubilados con pensiones criminales de ciento cincuenta pesos mensuales, de cuarenta millones de mexicanos sumidos en la miseria...
Como presidente, Luis Donaldo atendería los asuntos de Televisa, que tanto apoyo le brindó a su campaña, incluso cuando sobre la plancha gélida de un hospital de Tijuana yacía sin vida, ensangrentado, inerme como un dios fatigado ante el alud de discursos, monumentos y furia manipulada que los arribistas de siempre le endilgarían como prendedor en la solapa de la historia: «Oh, Luis Donaldo, el héroe de Magdalena...»
(Los héroes, por cierto, son las personas más olvidadas, quizá las más solitarias, recurridas sólo en actos oficiales y acaso por los nomenclátores de los ayuntamientos de la nostalgia).
Como presidente, Luis Donaldo atendería a los viejos dirigentes sindicales enlamados en sus puestos vitalicios, iría a Europa, asistiría a los eventos de etiqueta, recibiría mandatarios, firmaría acuerdos en nombre de todos los mexicanos, y nosotros, «todos los mexicanos», incluyendo a sus lejanos maestros de primaria, de secundaria, de preparatoria, lo veríamos tal vez en la pantalla polvorienta de un televisor en un rincón remoto y perdido, quizá sin nombre, de esta nación que nunca duerme...
Así están dispuestas las cosas: hay ciertos asuntos, ciertas historias personales, ciertos lugares de la infancia y la adolescencia que no importan cuando se es presidente.
Y nadie duda que Luis Donaldo Colosio Murrieta hubiera sido presidente...
Cierto, nadie duda que Luis Donaldo hubiera sido presidente de México, pero a nadie –o a casi nadie– se le ha ocurrido pensar que Luis Donaldo tendría que enfrentar el caso del Cardenal Posadas, el levantamiento de Chiapas, el asesinato de Ruiz Massieu –que, de acuerdo a lo que ahora se nos informa, sería ejecutado de todas maneras–, la muerte de Diana Laura –que igual se iba a morir–, la devaluación de diciembre –que inevitablemente tendría que suceder–, el crédito de miles de millones de dólares de los Estados Unidos, el escarnio de las garantías que se exigen, la tempestad de rumores, la persecución y encarcelamiento de compañeros de partido, los golpes bajos de políticos insaciables... y que acaso no saldría bien librado.
¿Qué haría entonces para enderezar su imagen?
¿Crear la expectativa perruna contra los zapatistas? ¿«Desenmascarar» a miles de Marcos a lo largo de la República? ¿Utilizar el ejército contra sus propios conciudadanos? ¿Encarcelar a partidarios y opositores para calmar la sed de sangre de la mayoría miserable que somos...?
Nadie lo sabe, nadie lo sabrá ya más...
Me duele la muerte de Colosio como ser humano, como hombre de política que buscaba la Presidencia, como hombre común, falible, insignificante frente a las mujeres y hombres que han cambiado el curso de la historia de la humanidad, no de un país o de una región.
¿Qué es un hombre en la playa de los tiempos? Acaso un grano de arena hecho de otros granos de arena, y que en su individualidad conjunta nada son.
Su valor, su importancia la adquieren en el interactuar constante, en el deshacerse paso a paso, en el transcurrir del tiempo sembrando inteligencias, no monumentos; dejando ciudades habitables con servicios que funcionen, no calles con su nombre; empujando a las escuelas anónimas a los cientos de niños que se arriesgan a que en los cruceros de la muerte algún tipo los arrolle impunemente.
Ahí radica la importancia, el valor de los hombres, de la humanidad simple que somos, del género humano que se marchita por nuestra propia estupidez, esa especie indefensa ante la fuerza irascible de la naturaleza, esa gente que se acaba en soledad, como Luis Donaldo Colosio, un hombre simple y mortal, pequeño en sus cuarenta y cuatro años, de ahí que su muerte no fuera un «magnicidio». ¿Por qué magnicidio?
Tal vez es sólo un tecnicismo mal empleado por los aduladores de la mentira, los manipuladores de las conciencias, los voceros de la permanencia política, pero como término mal empleado es no verdadero, y no se puede buscar, exigir la «verdad» basándose en no verdades.
«Se recupera la confianza», dicen los empresarios, los dirigentes sindicales, los hombres y mujeres que tienen sus muchos intereses fincados en la banca nacional e internacional, «ya están cayendo los autores intelectuales de los crímenes de Ruiz Massieu, falta resolver el de Posadas y el de Colosio...»
Y quienes no tenemos nada, ni siquiera confianza qué recuperar, nos preguntamos «¿y los culpables de la miseria del país, de la explotación de los indígenas de Chiapas y Chihuahua, y los industriales que contaminan ríos y aire de todos, y los empresarios que envilecen sus vidas con aumentos de precios a los productos básicos, y los dirigentes parásitos y los políticos que se enriquecen a costa del sistema, esos cuándo caerán?»
Porque no se trata de encontrar un culpable para cada crimen y declarar que estamos satisfechos con la actuación del Presidente, y que recuperamos la confianza y que ahora sí le creemos, sino precisamente evitar los crímenes: no se vale transitar por la vida eliminando contrincantes para luego encontrar culpables que respondan por toda esa carga de siglos de pobreza y desesperanza que nos han marcado las facciones del alma con una resignación que poco tiene que ver con la pompa y el boato de los monumentos y las ceremonias de bautizo de calles y escuelas con el nombre de LDC.
Yo no soy colosista. No tengo por qué serlo. Entre Colosio y yo –un ser humano simple, anónimo, pobre, lleno de esperanzas, como el 95% de los mexicanos– existía un universo de distancia, que una presidencia iba a acrecentar más: así de sencillo.
Pero yo también, en esas noches tibias de este Hermosillo cada día más polvoriento, escuchando el rítmico respirar del sueño de mis hijos –a quienes nadie jamás les creará un Fideicomiso–, extrañando a mi mujer con su enorme vientre de ilusiones, sacando cuentas donde ya no bajemos ceros para que sí toque, pendiente de los ruidos de la muerte que se escurren sigilosos por la calles llenas de patrullas último modelo, esquivando los mordiscos de esos grupos de impunidad tan publicitados con perros y tanquetas; yo también veo la luz parpadeante de un México que se levanta de sus ruinas como un ave fénix iracunda y salvadora.
Yo también creo en mis hermanos y vecinos, en los habitantes de otras ciudades de mi patria que sueñan lo mismo que yo, lo mismo que leyó Colosio ante cientos de micrófonos, el mismo mensaje que tomó de Martin Luther King, la misma idea que cantó con pasión adolorida Alfredo Zitarrosa: Dice mi padre que ya llegará desde el fondo del tiempo otro tiempo y me dice que el sol brillará sobre un pueblo que él sueña labrando su verde solar..
Por eso me, aunque yo no sea colosista, aunque nunca lo haya sido, aunque nunca lo seré, me queda la duda –honesta, dentro de lo que cabe–: ¿si Colosio no hubiera muerto, todavía viviría...?
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