No sé si estoy triste.
Escucho a Pablo Milanés cantar “Candil de nieve”, y me acuerdo de Araceli y de la Arely y de la Arlyn y del Alí, que viajan por diversos rumbos del universo de la nostalgia, cerca de lo que los antiguos médicos europeos llamaban melancolía, o bilis negra, y que provoca una profunda desazón en quien la padece, según lo que dictan los libros sobre el tema.
Y veo por la ventana del estudio hacia el patio.
La tarde está nublada y calurosa, y el Alvin anda dando vueltas por la hierba como Walt Whitman, dejando ese rastro poético y amarillo como su pelaje porque este perro, como aquel al que le cantó Abigael Bohórquez, también tiene un corazón por huella, y una mirada que es una telaraña de ternura.
Estoy solo y mil recuerdos revolotean en mi cabeza como los pájaros que bajan de no sé dónde a comerse impunemente las croquetas de los perros, sin temerle al Frankie, que ya lleva como diez horas dormido de un tirón sobre una manta que tuvo sus buenos tiempos de blancura, pero ya no.
Envidio al Frankie porque duerme como si fuera dios y no le importara todo lo que hemos hecho con el planeta mientras haya un platón de Whiskas —receta original, ciertamente— al alcance y un par de gatitas sobre el tejado de la noche para definir cierta preservación de cierta especie en medio de maullidos frenéticos, como de puercos en el matadero.
Veo hacia la tarde y creo que va a llover.
El poeta peruano Miguel Ángel Zapata dice que la soledad nos llega con la lluvia.
Y sé de buena fuente que la poeta Karla Valenzuela simplemente vivía esa soledad del alma cuando caía la lluvia, y aun sin lluvia: le bastaba con los días nublados, según dijo alguna vez.
Pienso que ahora mismo, tanto Zapata —allá en Miami— como Karla —acá en Hermosillo— estarán atados a una soledad que tiene de lluvia lo que el sol tiene de luna.
A mí me llegó la soledad con la lluvia del domingo, una lluvia más bien interna que —como cada periodo vacacional— empieza desde una hora antes de que me digan adiós con la mano desde adentro del auto, y sigue durante días hasta que —como en aquellas escenas de Macondo bajo la lluvia— me empieza a rebasar lentamente y se desborda tranquila por los lagrimales hasta dejar una huella salitrosa en mi rostro que no se borra ni con el agua y el jabón ni con la crema con bloqueador solar que debo untarme cada mañana para envejecer sin sobresaltos pielísticos.
Y es que ya me he dado cuenta de que cuando estoy solo envejezco más aprisa.
No sé si sea algo mental… o algo hormonal… o qué sé yo… pero envejecer ha sido para mí como una cuesta abajo desde hace algún tiempo.
Y como no me gusta verme en los espejos ni en las fotografías, cuando debo asomarse al espejo me reconozco menos cada vez.
Para tanta soledad me sobra tiempo, dijo Alfredo Zitarrosa en la zamba “Dile a la vida”.
A mí lo que me sobra es soledad, pero me falta tiempo para avanzar con mis proyectos personales.
Estoy tratando de recordar desde cuándo no publico un libro.
Yo creo que ya va para 10 años.
Y tantas cosas que hay por ahí que he escrito.
Nomás faltaría saber si vale la pena publicarlas, claro.
En fin…
A la mejor todo esto que les cuento son imaginerías que brotan desde algún rincón de la soledad.
O de la tristeza.
Porque sí: ya me di cuenta… si estoy triste…
Y no hay nada mejor para eso que ponerse a limpiar el patio mientras se bebe una cerveza fría...
Sí, señor.
Salud a todos.
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