“A veces, ser perro no es tan malo”, dijo alguna vez Rafael “El Marro” Almada, allá en Navojoa, aquella ciudad perdida en la memoria de la década del setenta, cuando éramos jóvenes, bellos e indocumentados.
Y mucho, pero muchísimo más pendejos de lo que ahora somos, ciertamente.
La susodicha frase viene a colación porque he leído por ahí que el modisto Alexander McQueen —de quien no tengo la más mínima puta idea de quién haiga sido (como haiga sido)—, legó su fortuna a dos obras caritativas, a allegados, a un centro budista y a albergues caninos, sin olvidar a sus perros preferidos, según informaron la prensa británica y los programas de noticias de Telemax… 18 meses después del suicido del diseñador.
Le pregunté a un amigo que radica en Londres algo acerca del tal McQueen, y me dijo vía Emilio que la fortuna del estilista británico era de 16 millones de libras (más de 26 millones de dólares).
Y el chismoso de mi amigo, quien tuvo acceso al testamento vaya usted a saber cómo, me dijo también que a los sobrinos, sobrinas y a dos fieles empleados, entre ellos César García, que fue quien descubrió el cuerpo sin vida del modisto, ahorcado en un clóset de su casa tras haber tomado un cóctel de cocaína, tranquilizantes y somníferos, habían recibido 50,000 libras cada uno, como pago de todos los servicios prestados, je.
A la familia directa le fue mejor, pues las tres hermanas y los dos hermanos del McQueen de marras recibieron cada uno 250,000 libras.
Sin embargo, la mayor parte de la fortuna fue para las obras caritativas preferidas del diseñador: el albergue canino de Battersea (Battersea Dogs and Cats Home) y el Centro budista de Londres.
La lista de los beneficiarios incluye también al Central St Martin's College of Art and Design, de Londres, donde el difundo estudió moda.
Agregó mi estimado que Alexander McQueen fue hijo de un chofer de taxi, y que no soportó la muerte de su madre, motivo por el cual tomó la fatal decisión de privarse de la vida, y añadió que los investigadores encontraron en su casa de Mayfair, un lujoso barrio de Londres, un pequeño mensaje firmado con su apodo: "Cuiden a mis perros, lo lamento, los amo, Lee".
Ah, y es que aquí viene lo bueno: los tres perros del difunto —identificados como Minter, Juice y Callum— recibieron 50,000 libras (casi 82,000 dólares gringos; o sea, $953,725.00 pesos de Twittlandia; es decir, de México) para cubrir sus necesidades hasta su muerte… dentro o fuera del clóset.
En pocas palabras, los chuchos recibieron de herencia casi un millón de twittpesos.
Imaginen cuántas bolsas de Pedigree podrían comprar si quisieran estos peludos animales “para tener el pelo brillante y que su popó sea dura” (diría la niña del comercial, viendo de reojo, como si revirara hacia tercera base, las heces caninas).
Ya me imagino yo siendo un perro de modisto y recibiendo ese millón de pesos: que hartada de comida china me iba a dar, pero qué va: uno como sociedad no pasa de ser —ante los ojos superiores de los legisladores locales y federales, y de las autoridades de las tres instancias de gobierno— una rata inmunda, un animal rastrero, escoria del destino, un adefesio mal hecho… y, encima, viene Paquita la del Barrio a gritarnos “inútiles”, como si la clase media mexicana no estuviera a punto de desaparecer, según dijo el otro día Priscila Arámburu —directora del área de estudios sindicados de la firma de consultoría De la Riva Group, especializada en análisis de mercado— durante la presentación del informe “La Clase Media de México”.
No es justo, no es justo…
Por eso bien que tenía razón el Marro en aquello de que a veces, ser perro no es tan malo…
Sobre todo si te dejan un millón de pesos de herencia y todo un abanico de posibilidades de que César Millan —el Encantador de perros— sea tu maestro particular... ¡qué emoción!
¿O no?
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