Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando, decía Xorge Manrique en sus “Coplas por la muerte de mi padre”, que este apaciguado cronista en stand by leyera en su cada vez más lejana infancia por el mero gusto de leer, y porque nomás nunca la hice en los deportes callejeros, así que mientras que mis hermanos y demás palomilla obtusa se enfrascaban en partidos peloterísticos, mi alma se fue atemperando en los caminos solitarios de los poemas que me ofreció siempre El Tesoro de la Juventud. ¡O tempora, o mores!
Y es que dicen los expertos que la poesía nació con el hombre mismo, que se fue haciendo una herramienta básica en la expresión de la voz interior de los seres y que ha llenado, incluso hoy, el espacio que las máquinas, la computadora y la Internet no han podido ni llegarán jamás a llenar porque está hecha, de ese barro simple e intangible que son los sentimientos: El amor —y sus patrañas, dirá alguien por ahí—, el odio, el deseo, los sueños, los dolores, las pasiones, el hambre y la sed de mujeres por hombres y viceversa. Y también al revés.
Como práctica social, la poesía es uno de los registros de la memoria que construye el imaginario colectivo; es decir, es una pieza importante en el rescate y preservación de cada uno de los episodios que van conformando la vida, ya sea de lo particular a lo general, o al revés. Por ello, la poesía no es un proceso aislado, sino que se va nutriendo de las vivencias del poeta, que sentado debajo de una piocha griega en la antigüedad clásica, o metido en el rincón más oscuro y callado de una posmoderna cantina, se sumerge en la realidad, toma trozos de ella y la recrea sobre el papel para deleite y/o angustia de sus presentes o futuros lectores.
Si tuviésemos el don de regresar el tiempo e instalarnos en algún peñasco de la Grecia de hace unos 3,000 años, por ahí veríamos vagar a un anciano barbado, corpulento y ciego que responde al nombre de Homero. Si nos fijamos bien, notaremos su andar pausado y su mascullar de palabras griegas, jónicas y eólicas, que nos describen batallas sucedidas doscientos años atrás: La Guerra de Troya.
Homero es reconocido como el más antiguo poeta épico de Occidente, y nos dejó para deleite de filósofos, letrados, comunicadores, historiadores, entre otras muchas inclinaciones profesionales, y lectores en general sus dos más grandes obras: La Iliada y La Odisea, textos fundamentales para deshilar la historia de la antigüedad. La Iliada —como todos sabemos— nos narra episodios relativos a un período inferior a dos meses, entre los héroes aqueos Menelao, Aquiles, Agamenón y Ulises, y los troyanos Héctor, Paris, Polidano y Eneas, entre otros tantos personajes.
La Odisea, por su parte, relata las aventuras de Ulises (u Odiseo), superviviente de las guerras helénicas, en su largo y fortuito camino de retorno a Ítaca, donde lo espera su hermosa Penélope, quien no lo reconoce después de 20 años de ausencia (bueno: a veces a uno ni siquiera lo reconocen por las tardes, cuando regresa del trabajo), pero sí su hijo Telémaco y su padre, Laertes, quienes juegan el papel de celestinos para que la pareja separada por la guerra vuelva a reunirse, no sin antes desatarse una hollywoodesca orgía de sangre entre Ulises y los pretendientes de Penélope, que no eran pocos.
Y luego la prensa está muele y muele con eso de que los mexicanos no leemos libros, y que mucho menos leemos poesía, pues resulta casi vergonzoso no conocer ni siquiera de lejecitos las historias que Homero nos dejó para gusto y placer, y también para compartir con los compadres la tarde de los sábados etílicos que acostumbramos en esta ciudad politizada: “Oiga, compadre, ¿ya se sabe la historia de Aquiles y Patroclo…?” “¿Y esos caones quiénes son, compadre… juegan con los naranjeros?” (¡Plop!).
El caso es que somos más mexicanos cada año, pero no crece el número de lectores. Y es que si el estudiante no lee, es porque la familia no lee y porque el profesor no lee; y los pretextos reales o inventados son múltiples, pero no resuelven el problema de la mediocridad del mexicano: Por la pobreza en el uso de la lengua, la leve presencia del humanismo y del gusto por vivir, la dificultad para descubrir lo que es y lo que siente, la ignorancia de los nombres de los seres y algunos sinsentidos de la vida.
Pero es bien sabido que si el ser humano no lee poesía, no le pasa nada, pero algo puede sucederle si la lee y la gusta. La poesía tiene una función, es parte del registro de nuestra memoria social: Recordemos que los escritores nos abren la posibilidad de entender mejor los fenómenos que vivimos y que nos han hecho seres sensibles, pensantes y propositivos; en una palabra, inteligentes.
Los escritores han hecho de la literatura un decodificador de la realidad. Les ha costado tiempo y esfuerzo sobreponerse a la angustia que implica el trabajo en soledad sin la menor seguridad de difusión, de reconocimiento, de premio. Saben que no es posible reemplazar la vida —que nos hace felices o nos agobia, según el caso— por la ficción literaria, por ello son cuidadosos con sus historias. Y saben también que el libro es una herramienta fundamental para comprender los fenómenos que conforman esa realidad ineludible que nos mantiene aquí y ahora: la vida misma, redonda y entera.
Además, ahí está el esfuerzo cotidiano de nuestros escritores, quienes siguen ofreciéndonos interpretaciones de la vida que nos enriquecen la capacidad de discernir entre las diferentes opciones de la esperanza. Así, una cultura poética puede engendrar un mayor amor por el ser humano, por la naturaleza y por los objetos, un gusto por el presente, que simbiotiza la memoria histórica con los diseños del futuro.
La poesía, pues, sigue siendo un recurso elemental para las batallas del amor, pues de entre las diversas maneras de conquistar a una dama, ¿no es acaso la más efectiva, por decirlo en términos rupestres? Por encima de todo, y en lo más profundo del alma del ser, existe la herramienta más eficaz (y más barata, si se quiere) que es un buen poema leído en el momento oportuno, con la voz sutil y los ojos en pleno naufragio apasionado, porque al fin los designios del lector son imprevisibles.
A veces dios, esa fuerza misteriosa, profunda y omnipotente que mantiene en equilibrio al universo y sus alrededores, si juega a los dados con el corazón, y es cuando el silbido del viento, el caer de la lluvia y los registros de la naturaleza más sencilla que es la esencia humana, nos rebasan y en ese momento los seres vegetales e inanimados se vuelven seres de signos que el poeta percibe, y al romper la distancia entre la rosa y el objeto, adviene la palabra: La distancia entre la rosa y la palabra se quiebra; el poema es ya la rosa, la rosa es el poema.
Y el poeta entonces lo mismo puede comunicarnos su llamarada de ternura por los recuerdos de la infancia, los compañeros de la juventud, la amada huidiza, o su nostalgia por los caserones del pueblo natal, derruidos ante el embate del neoliberalismo.
La tecnología globalizada se ha empeñado en querer demostrarnos que la realidad está en otro lado, que siempre ha estado en otro lugar y que nosotros sólo damos fe notarial, desde nuestro limbo particular y futbolero, de lo que le sucede a los que en verdad alcanzan la felicidad con jabones, compresas, lociones, autos, cuentas bancarias, partidos políticos y demás chucherías fuera de nuestro irreal alcance.
Ante ello, es necesario leer a nuestros poetas, que haya un mayor número de lectores que los escasos que existen, porque sin ellos podemos entrar en el olvido de los presentes, de la sensibilidad, del habla, y se nos va a deteriorar la vida, aunque la poesía sea sólo una de las formas de la cultura con que le cantamos a la vida o nos lamentamos de ella... o nos la mentamos… Mjú.
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