Trova y algo más...

jueves, 27 de mayo de 2010

La animalidad que todos llevamos dentro...

Yo me la llevo leyendo y escribiendo. En serio. Es todo lo que hago en el día. Como ni soy tesorero ni trabajo en recursos humanos ni administro nada, pues no tengo necesidad ni siquiera de andar bien presentable para que la gente me vea glamoroso aunque no haga nada: bueno, aunque haga como que hago algo, aunque sea puro blof. Sí, ya sé que usted, amigo lector, dirá que soy un flojonazo, un ocioso, un bueno para nada. Seguro utilizará una palabrota para definirme mejor, una que empieza en “huev” y termina en “ón”, y en medio no lleva nada, como el cráneo de algunos legisladores y no pocos funcionarios, adjuntos y similares que nos amargan el día con su existencia: ni modo, tolerancia ante todo, dirá el Papa disfrazado de Gandhi. En fin...

Bueno, yo que no hago nada más que perder el tiempo en lo que los clásicos llamaban el ocio productivo, leí que hace algunas semanas apareció en Facebook la tortura hasta la muerte de un perro callejero a manos de tres jóvenes estudiantes del Conalep en Tepic, Nayarit. La crueldad e indiferencia de los jóvenes ante el sufrimiento y el terror sufrido por el perro pone los pelos de punta a cualquiera, amante de los animales o no.

Carlos Monsiváis mencionó alguna vez: “Los animales tienen derechos, negar que sufren y reírse de este sufrimiento es, como se le quiera ver, otra prueba de la deshumanización. El ser humano no puede ni debe celebrar el dolor infligido a seres vivos, ni tiene sentido negar que tal insensibilidad se traslada luego y con fuerza a la furia contra seres humanos”. Pudiera ser, cómo no, que uno que patea perros luego le dé por patear personas.

Dice Norma Lazo en su columna “Un mundo raro” que los defensores de los derechos de los animales, ya sean luchadores dentro del marco legal o simplemente por sentido de piedad, suelen ser juzgados por la mayoría de la población como frívolos e ingenuos al preocuparse por la situación de los animales cuando existen actos igualmente violentos y crueles contra niños, mujeres, ancianos, hombres. Al respecto, la opinión generalizada es que se pierde el tiempo en causas nimias mientras que las verdaderas grandes causas se dejan pasar por alto.

Lazo agrega que tanto el Estado como quienes permanecen indiferentes ante estos hechos olvidan que una de las señales del subdesarrollo es la incapacidad para relacionar las cosas, para acumular experiencias y desarrollarse, porque permanecer indiferentes ante la inclemencia que estos jóvenes mostraron por el sufrimiento y el terror que sufrió este animal es olvidar que vivimos en un país donde la decapitación, muchas veces con la víctima aún con vida, es una forma natural de escarmiento entre bandas delictivas; es olvidar también la indiferencia del asesino o el violador ante el pánico de su víctima.

En un ejercicio por relacionar, no extrañaría pensar que, así como puede considerarse divertido infligir sufrimiento y dolor a un animal, más tarde resulte divertido infringirlo a una niña, a otro adolescente o a un anciano, como se ha visto innumerables veces en las redes sociales y en Youtube, como generoso costo del posmodernismo electrónico que a todos nos iguala y nos hermana. Si bien no todos los que torturan animales terminan convertidos en asesinos, casi todos los asesinos alguna vez torturaron animales.

Como ejemplo, señalaremos que un estudio realizado en 1997 por la Northeastern University y la Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra los Animales de Massachussets arrojó que los maltratadores de animales tienen cinco veces más probabilidades de cometer actos violentos contra seres humanos, y son cuatro veces más proclives a cometer crímenes que los individuos sin un historial de abuso animal. A lo que también podemos añadir la clásica triada que la Unidad de Análisis de Conducta del FBI relaciona con los asesinos seriales: incontinencia, abuso animal y piromanía, por ello, los defensores de la teoría del corto circuito del cooler enseguida de la guardería ABC han de intentar dormir tranquilos con dosis triples de somníferos, cuando en su infancia patearon a todo aquel vecino que se les cruzó por enfrente.

Así, condolerse por el destino de ese perro en Tepic no es del orden del sentimentalismo atribuido a las personas que les gustan los perros y los gatos, y del mismo modo resulta erróneo creer que, como México es un país herido y desgarrado por la violencia cotidiana que rebasa cualquier límite imaginario —aunque Calderón trate de vender una imagen guadalupana del país, disfrazándolo en un manto de angelitos y estrellas de un bicentenario y un centenario más falso que las promesas de campaña—, señalar estos actos es una pérdida de tiempo. Por el contrario: justo porque México es un país herido y desgarrado por la violencia resulta necesario y urgente denunciar estos actos.

La postura del gobierno ante la vejación y la crueldad hacia los animales nunca ha sido clara. Si bien el artículo 20 de la Ley Federal de Sanidad Animal garantiza que exista una relación entre la salud y el bienestar de los animales, para lo cual se requiere proporcionarles alimentos y agua suficientes; evitarles temor, angustia, molestias, dolor y lesiones innecesarios; mantenerlos libres de enfermedades y plagas, y permitirles manifestar su comportamiento natural, los métodos utilizados para el control de la sobrepoblación canina y felina dista mucho de lo que predica la Secretaría de Salud. El procedimiento que se emplea desde hace más de 40 años es el sacrificio. La solución es terrible en sí misma, pero más imperdonables son los métodos de electrocución y pistolete de émbolo oculto que se emplean para tal efecto, y también se presume que frecuentemente son asesinados a palos. Los encargados de los centros de exterminio se amparan diciendo que trabajan bajo la supervisión de una APA (Asociación Protectora de Animales), y que el método de electrocución está respaldado por la Norma Oficial Mexicana (NOM).

No obstante los perros y gatos que van a ser sacrificados viven un infierno desde el mismo momento en que son capturados por dependientes que hacen gala de violencia y salvajismo —no sólo en la captura sino también durante los días en que los animales permanecen en los centros de exterminio. Esta ambivalencia es la misma que atestiguamos en tantas otras situaciones de maltrato y vejación de seres humanos, actos en los que el Estado mira hacia otro lado o, en el peor de los casos, se colude.

Lazo menciona que en El animal que luego estoy si(gui)endo, Jacques Derrida subraya que la tradición filosófica ha ignorado el sufrimiento animal, pues lo ha tratado como algo opuesto al hombre, olvidando la animalidad que hay en nosotros mismos. Al recibir el premio Theodor W. Adorno, como parte de su discurso Derrida explicó que abordaría el tema de la animalidad, y dijo: “Para un sistema idealista, los animales jugarían virtualmente el mismo papel que los judíos en un sistema fascista”.

Señalar estos actos apunta a una responsabilidad social sobre el que se encuentra en desventaja. Es pensar en el huérfano, el caído en desgracia, el débil, el que no puede defenderse. El abuso y la crueldad esgrimida por quienes están en una situación de poder sobre aquellos que no lo están, producen tanto horror y desasosiego porque se trata de un asunto de poder, un poder detentado con crueldad, alevosía y ventaja, sin un ápice de piedad por el sufrimiento ajeno de quien está quebrantado frente a ellos. Es una situación que se alinea con la aceptación de la crueldad, el maltrato y la indiferencia de cualquier totalitarismo. Como Derrida escribió: “el fascismo empieza cuando se insulta a un animal, incluso al animal que hay en el hombre”.

Yo no sé, yo nomás leo y escribo. No sé mucho de crueldad animal, más la que veo a diario en la prensa: los atentados que sufrimos todos cada día por aquellos que creen ostentar al menos una mínima y transitoria cuota de poder y que están convencidos —mejor: obsesionados— que deben imponer su sello personal, su soberbia —que no es más que ignorancia institucionalizada por un papel— y tratar con la punta del pie a quienes creen o sienten de menor jerarquía, porque —nos guste o no— en nuestra sociedad, como en los diferentes océanos del mundo, “hay niveles”, como dijera una vez Elsa Mora, muriéndose de risa frente a sus vecinas. Qué poca máuser, en serio. Mmmm…

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