Trova y algo más...

viernes, 14 de mayo de 2010

¡Uno, dos, tres por mí y por todos...

Yo tengo 52 años, y —con perdón de los cocineros— tengo el mejor trabajo del mundo: me pagan por leer y escribir. Todos los días, incluso sábados y domingos, sin horario y sin días por guardar. Leo y escribo inclusive cuando ando en lo que los científicos de la filosofía han denominado técnicamente como "mis días", que son ésos en los que me sale como sangrita del alma y me deprimo hasta porque veo un perro muerto en medio de la calle, cuantimás las fotos de descuartizados que publica la i de los Healy todos los días, a diario y cotidianamente, lo que ocurra primero. Aunque, acá entre nos, el inchi Pay no se queda atrás en eso de repartir sangre y moronga visual.

Y así mismo: todos los días, a diario y cotidianamente leo. Todos, sin excepción. Leo hasta la etiqueta de los pantalones y de la camiseta que traigo cuando entro al baño a multiplicar por cero el volumen de los intestinos y no encuentro qué revista o libro leer. Y tanto he leído dentro y fuera del baño, sobre todo fuera, que mi mundo ha cambiado drásticamente. Día a día. Y he llegado a la conclusión de que ya no le creo a nadie: ni a dios ni a los políticos ni a los periodistas ni a los comentaristas deportivos. No le creo ni al Ezequiel, mucho menos al Cruzteros.

En consecuencia, he creado un mundo algo diferente al que me toca vivir en la realidad. El que tengo que soportar y darle buena cara para que los demás no se sientan ofendidos, porque en mi mundo no hay intermediarios, no hay correveidiles, no hay interpósitas personas para todo, y que lo único que hacen es estorbar o confundir al electorado simple, sencillo e indocumentado que son mis 39 neuronas en plena cuenta regresiva.

En mi mundo, a excepción de las A de mi vida y de mi alma y de mi corazón, todas las letras deben hacer fila y pedir autorización para ingresar a él. Desde la B de Balvaneda, hasta la Z de Zenón. Pero una vez que han entrado, pueden decir que son de casa, que ahí pueden quedarse hasta que se acabe la botella o hasta que se les pase la borrachera o hasta que se acabe el mundo, también lo que ocurra primero…

En mi mundo no hay niveles y todos nos hablamos de tú, como debe de ser. No hay gente pobre de espíritu y soberbia hasta la nausea que se cree indispensable porque ocupa un puesto transitorio que algún día deberá de abandonar, le guste o no. No hay personas que no te miran a los ojos cuando platican contigo. No hay de ese tipo de gente que habla de sí misma en tercera persona, como si no existiera en ese momento. No hay personajes de ésos que en lugar de enaltecer lo que nos une, siempre está dándole demasiada importancia a lo que nos separa: son tan ignorantes que no se han dado cuenta de que la misma distancia que nos separa es exactamente la misma que nos une...

En una palabra, en mi mundo, como en el pueblo de Juan Rulfo, no hay ladrones...

Mi mundo es diferente, por lo tanto, mi vida también lo es: yo no tengo teléfono celular, no tengo tarjetas bancarias, no tengo chequera, no tengo automóvil, no tengo ahorros ni tengo en qué caerme muerto más que el planeta mismo. Tengo una cuenta de Facebook con cinco amigos, pero que nunca reviso porque para mí es más importante un abrazo que compartir una foto, un beso que escribir a las volandas qué desayunó hoy, una caricia que poner un monito indiferente que intenta decir lo que sentimos.

Pero un amigo, un padre, un hermano, la pareja, un novio, un amante, que sé yo, son otra cosa: son seres vivos que están ahí porque uno ha sabido cuidarlos, respetarlos y hacerlos parte de lo poco o mucho que somos, porque nosotros también somos parte de lo mucho o poco que son ellos. Es el elemental acto reflejo de la vida. Y ellos no son nada, no existen, si uno no puede abrazarlos, tocarlos, sentirlos apretados en el pecho, acariciarlos como si se fueran a desvanecer en el instante siguiente, besarlos hasta dejarles las huellas del cariño en el rostro, bromear con ellos porque el día amaneció fresco o simplemente compartirles una sonrisa cómplice antes de que llegue la amargura a arruinar no sólo el día sino la esperanza de que las cosas mejoren para todos…

Ése es mi mundo. Uno que he construido para mí y para muchos que como yo también están hartos de vivir una realidad epidérmica en la que han sentado sus reales las apariencias, los grados académicos, el juego de la simulación, los discursos podridos de los políticos, la soberbia de los enanos de espíritu, la grandilocuencia de los acomplejados por la ignorancia, la estulticia de los que están convencidos de que la ropa dice más que mil verdades, la jodidez de aquellos que no tienen tiempo para el amor, la enfermedad insidiosa de los amargados, la miopía escandalosa de los que creen firmemente que en tierra de ciegos el imbécil es rey, la cortedad de cerebro de quienes sostienen que las puertas cerradas los hacen importantes, el engaño pervertido de la mentira, la cobardía de quienes te ofrecen la mano y te apuñalan por la espalda, la cotidianidad mediocre de los que han catalogado a la filosofía, lo lógica y la ética como materias non gratas en las instituciones y sus prácticas hipócritas…

Mi mundo está aquí todos los días, florece con las lecturas y enverdece cuando se siente compartido. Es un mundo que nació del hartazgo por la mediocridad obscena que nos han impuesto en todas partes, de la reflexión, de los caminos paralelos, de las miradas divergentes, de la paciencia y también de la impaciencia, y que se abre para todos aquellos que quieran tocar la puerta y pedir permiso para entrar y llevarse algo pero también a dejar algo que nos permita compartir lo que somos y como somos, porque es como aquel viejo juego de las escondidas, en el que siempre había un amigo más hábil que llegaba a la base a gritar a todo pulmón “¡Uno, dos, tres por mí... y por todos!”

Supongo que, al igual que todos, alguna vez creí en lo que los mayores prometían. Quizá lo creí ciegamente. Tal vez a los ocho o nueve años. Pero algo sucede un día, algún mecanismo interno se quiebra o tal vez será que uno se va haciendo viejo con el tiempo y la ingenuidad se va perdiendo poco a poco. Uno se va endureciendo internamente (pues sí: con el colesterol, los triglicéridos y todas esas porquerías) y le va perdiendo la fe a casi todos los políticos, a sus discursos y a los partidos que los protegen por encima de todas sus fechorías. Pero también le va perdiendo la fe a la religión, a los cantantes, a los payasos e incluso a los maestros. Y entonces la visión del mundo cambia radicalmente.

Acaso sea parte de una crisis generalizada en la que no sólo pueden hablar los estudiosos de los fenómenos sociales. No debemos asumir que los expertos son los únicos que tienen derecho a expresarse en las cuestiones que afectan a la organización de la sociedad, pues muchas voces han afirmado desde hace tiempo que la sociedad humana está pasando por una crisis, que su estabilidad ha sido gravemente dañada.

Dice mi compadre Alberto (Alberto Einstein, se entiende) que el hombre adquiere en el nacimiento, de forma hereditaria, una constitución biológica que debemos considerar fija e inalterable, incluyendo los impulsos naturales que son característicos de la especie humana. Dice, además, que durante su vida, el individuo adquiere una constitución cultural que adopta de la sociedad con la comunicación y a través de muchas otras clases de influencia. Y, al contrario de aquélla, es esta constitución cultural la que, con el paso del tiempo, puede cambiar y la que determina en un grado muy importante la relación entre el individuo y la sociedad como la antropología moderna nos ha enseñado, con la investigación comparativa de las llamadas culturas primitivas, que el comportamiento social de seres humanos puede diferenciar grandemente, dependiendo de patrones culturales que prevalecen y de los tipos de organización que predominan en la sociedad.

Ya sabemos que el ser humano es, a la vez, un ser solitario y un ser social. Como ser solitario, procura proteger su propia existencia y la de los que estén más cercanos a él para satisfacer sus deseos personales, y para desarrollar sus capacidades naturales. Como ser social, intenta ganar el reconocimiento y el afecto de sus compañeros humanos, para compartir sus placeres, para confortarlos en sus dolores, y para mejorar sus condiciones de vida.

El concepto abstracto "sociedad" significa para el ser humano individual la suma total de sus relaciones directas e indirectas con sus contemporáneos y con todas las personas de generaciones anteriores. El individuo puede pensar, sentirse, esforzarse, y trabajar por si mismo; pero él depende tanto de la sociedad que es imposible concebirlo, o entenderlo, fuera del marco de la sociedad. Por eso fue que nació este mundo, que a la vez es de todos. Ni más ni menos. Así que: “¡Uno, dos, tres por mí… y por todos...!"

--

--