Trova y algo más...

jueves, 20 de mayo de 2010

La Panchita Dávalos, un amor que ya no está…

Según quedó asentado en las páginas del célebre libro “El que se raje es puto”, escrito siempre en primera persona, Francisca Dávalos Bustos, alias la Panchita, era —en aquellos lejanos pero felices tiempos de la preparatoria, allá en el Navojoa jipioso y piojoso de la década del setenta— la chica más popular entre el ala varonil del estudiantado; o sea, nosotros, pues, y también entre algunos maestros obscenos, pleistocenos y libidinosos —¡tzingao: me falló la rima, Tacho!— tipo Marcial Maciel, que creían tener entre su alumnado a puro esclavo sexual. Y de esos maestros había muchos allá y entonces. (De hecho, me parece que algunos de ellos fueron reconocidos en la pasada ceremonia de Día del Maestro en la Universidad. No diré nombres, pero dios los sabe, y su flamígero dedo los señala, al igual que la memoria colectiva de aquellos años, pero ésa es otra historia, guys and gays. En fin…)

Les decía que la Panchita era la chica más popular de la preparatoria. Aún más popular que la Buena y sus hermanas, que no era poco decir, más por las hermanas que por la Buena, quien junto a sus consanguíneas se parecía a Margarita Zavala posando junto a Michelle Obama, que destaca no sólo por su negritud, altura y porte de atleta, también porque no tiene empacho alguno en mostrar los hombros desnudos con elegancia y feminidad, lo que se agradece en toda mujer hermosa… y en uno que otro varón, pero de eso no sé mucho. En serio.

Bueno, el caso es que la Panchita de marras fue nuestra musa en aquellos años de la prepa. De hecho, muchos de nosotros estábamos loca y equinamente enamorados de aquella mujer cuyo principal atributo era un frente que ya hubiera querido la escudería Ferrari en sus mejores momentos: amplio y generoso, tanto que con la mayor facilidad podía calmar esa inagotable sed de saber, pues en su fuente de luz podríamos haber bebido todos y cada uno de aquellos dipsómanos errantes que íbamos por ese pequeño mundo que era la entonces perla del mayo —hoy simple piedrón del sur— dejando restos de humedad: ya por sudores, ya por micciones, ya por poluciones nocturnas o ya por metáfora literaria que sabrá dios qué significa, pero que el Pablo Milanés la utiliza en El breve espacio en que no estás

Yo sí, debo confesarlo no como la mayoría de los cobardes de aquella generación que se han dedicado a negar el recuerdo de la Panchita, dice El que se raje...— estaba enamorado bueyunamente de la Francisca porque tenía un yo qué sé que qué se yo atravesado ahí donde las mujeres, algunos transexuales y la mayoría de los obesos que andan descaradamente sin camiseta, tienen los pechos. Así nomás. Y nunca de los nuncas crucé palabra con ella, sino hasta muchos años después. Y así quedó asentado en el libro de marras:

Cuando festejamos el XV Aniversario de graduados de la preparatoria, hicimos un fiestón que terminó en borrachera y en una orgía particular que cada vez que la recuerdo me hace sentir mariposas en los riñones y toques de electricidad en el vello púbico y público: ahí platiqué con la Panchita.

En aquel festejo estuvimos casi todos los que habíamos estudiado juntos y algunos invitados: La Panchita estaba entre ellos.

Era prima de Danilo: iba con él.

La Panchita era alta y fea, pero en su pecho parecía traer atravesada la Sierra Madre Occidental.

Era algo digno de admirar: aquella muchacha sentada en un rincón —no bailaba— sonriéndole tímidamente a «El Tolteca», quien la miraba con cara de evangelista imperturbable, y a «La Buena», que parecía querer preguntarle de qué tenía hecha la columna vertebral para poder sostener aquellos enormes promontorios que fácilmente podrían alimentar a toda la población de la sección de neonatos del Hospital Regional B «Fernando Ocaranza» del Issste.

Desde donde yo la veía —cuatro mesas más allá— me inspiraba una cierta lástima, y quién sabe porqué me hacía pensar en una vaca lechera entrampada entre la pared y dos leones feroces.

Alguna luz amarilla se encendió en mí, y como a las dos de la mañana, en medio de borrachos heridos por la nostalgia y de músicos que guardaban sus instrumentos, fui a su lado y le hice saber que Danilo ya se había marchado, ebrio y abrazado de Emilio, desde hacía hora y media.

«Sí —dijo—, ya me lo imaginaba. Siempre pasa lo mismo: me invita a alguna fiesta, y luego se va. Después me sale con Es que te me olvidas, primita. Pero como nadie más me invita a salir, pues tengo que aguantar».

Me pareció que su pecho me invitaba a realizar cosas obscenas.

Cruzamos información básica («¿Cómo te llamas? ¿Qué haces? ¿Dónde vives?», etcétera), información estadística («¿Cuántos años tienes? ¿Cuánto mides? ¿Cuánto ganas?», etcétera) e información general («¿Cuántos milímetros crees que llueva durante el mes de junio? ¿Qué color de camisa le queda a un pantalón gris? ¿El maoismo es una deformación del budismo sincretista o una mezcla desafortunada de la influencia cristiana en las colonias de refugiados vietnamitas en Hong Kong?», etcétera) y me puse a su disposición: «Si quieres te acompaño a tu casa, nomás que como no tengo carro, nos vamos en taxi... ¿te parece?»

«Bueno», respondió, pero al estar en el interior del taxi, con decisión me tomó del brazo, me apretó fuertemente y me sopló al oído: «Mejor llévame a tu casa». Sufrí una erección pornográfica.

Lo que vino después fue tan rápido que casi ni me di cuenta de los acontecimientos: Decirle al taxista que nos dejara en otra dirección porque íbamos a visitar a nuestra abuelita porque estaba en estado de coma (no nos creyó), bajarme del taxi y casi cerrarle la puerta de la casa en la nariz (no me creyó cuando le dije que estaba nervioso), quitarme la ropa en el baño y con la luz apagada (no me creyó cuando le dije que era muy tímido), espantarme cuando la vi desnuda y sin ninguna especie de pudor (no me creyó cuando le dije que yo era «casi» virgen: «Yo soy casi Sagitario», me susurró), quedarme sin aliento cuando sentí su desnudez en mi erección, su acaballamiento en mí y el golpeteo magnífico de su pecho en mi rostro...

La Panchita era una bestia hambrienta en la cama: se sabía de memoria, sin necesidad de repasarlas paso a paso —aunque debo decir que poco a poco las practicamos— 69 posiciones, «y sin haber leído el Kamasutra», se enorgullecía.

Al estar haciendo el amor, la Panchita perdía todo rasgo de fealdad: su rostro pasaba a ocupar el último plano, y la sangre le hervía tanto, que dejaba todo impregnado de un sudor empalagoso que tenía un vago sabor a camarón blanco y un olor que recordaba el talco para niños Johnson & Johnson.

Dirigía las acciones sexuales como Nacho Zaragoza en Loreto y Guadalupe: en pleno delirio, y sólo daba la tregua necesaria para continuar luchando «la bisabuela de todas las guerras».

«Ni un paso atrás», decía entre jadeo y jadeo, con el cabello pegado a las mejillas y el sudor corriéndole por el cuello, y agregaba: «el que se raje ahora pasa a la historia como puto» (desde luego que se refería a mí).

Por mi parte, por defender las condecoraciones que la Panchita me había otorgado en la larga «guerra del colchón», fui restándole tiempo al descanso y cucharadas a la sopa: me sumí en un letargo oloroso a talco y con sabor a marisco tierno.

Después de dos meses, estaba tan débil que ni las caricias que la Panchita me prodigaba cálida allacito lograban hacer que aquel animalillo indefenso y fatigado de amor se levantara para que fuera a meterse en esa caverna que se abría maternal y que ofrecía su lechosa laguna para curar las heridas que las batallas diarias le infligían.

No pude más: un resfriado me tumbó seis días, tiempo suficiente para que la Panchita encontrara en otros corrales animales perfectamente sanos y salvajes para darles de beber el sexo lácteo de su cuerpo e impregnar otras camas con su sudor humeante y oloroso a Johnson & Johnson.

El sexo me hizo estimarme como hombre, me llenó el cuerpo, mi parte animal, pero mi alma quedó igual de vacía, y el recuerdo de la Meche volvió a aletear las ventanas de mis sueños.

En la historia sexual de la Panchita, seguramente estoy en la lista de «Putos», pero me siento bien: la Meche sigue en mi alma, y su recuerdo no huele a talco para niños, sino a dolor para grandes...

Ya sabemos que todo lo anterior es simple literatura, pero si hubiera sido cierto, qué felicidad, ¿no? Porque sepan ustedes que la Panchita Dávalos Bustos fue en mi vida un amor que ya no está…

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