Trova y algo más...

jueves, 13 de mayo de 2010

Ya le cayó el chahuixtle, mi güen…

Si usted, ex timado lector, huele que esta entrega tiene un vago aroma navideño, no crea que ya le cayó el chahuixtle a su sentido del olfato; no, nada de eso, todo lo contrario: es que esta columna tiene un vago hedor a nochebuena y asuntos familiares que rondan en esas fechas tan tiernas que hacen que uno engorde como cinco kilos en dos semanas. Por eso, y sólo por eso, dice mi prima Oyuki que ella vive en un ambiente navideño todo el año… ¿será que se la lleva moviendo las quijadas como camello cantador? Que conteste la ciencia.

Más bien, a mí estas letras me nacieron porque ayer una amiga muy querida de la avenida Cinco de Mayo esquina con calle Martirio, me trajo bocabajeado con eso de que ya estoy ruco y que mis ideas son como esos chalequitos negros que uno se pone en invierno y nos da un cierto aire a empleado de funeraria de pueblo, o de anunciador de circo de tercera sin fieras salvajes ni trapecistas en mallas remendadas, que son lo único que hacen que uno se acerque a esas inmensas carpas descoloridas y olorosas a orines de perros bailarines y levantadores de pesas de a mentiras, que en cualquier rincón desalojan las vejigas con una impudicia propia de senador de la República que se tropieza con sus propias lengua e ideas… cuando hay ideas, porque lengua siempre sobra hasta para decir mentiras… ¡A-ñil!, le dijo la señora al Fausto aquella infausta mañana...

Les confesaré que yo no me siento tan ruco. Pasadón de edad y de peso sí, pero ruco no.

Aunque dice alguien por ahí que después de los cincuenta todo es ganancia. Pero no siempre. A veces los cincuenta son la edad propicia como para revalorar el volumen y el color. Sobre todo el volumen, que el color es una ilusión.

Aunque no cabe duda que ya los tiempos han cambiado mucho.

Hasta para uno, ciertamente, que ya no se cuece ni al tercer hervor: ni que fuera huevo Bachoco en incendio premeditado. En fin…

Es cierto: los tiempos han cambiado.

Por ejemplo, ahora a los chamacos ya no les amanecen los regalos de Navidad, como antes, la mañana del 25 de diciembre, sino que la misma noche del 24 abren los paquetes con una velocidad sólo comparable a la de los diputados a la hora de autorizarse un aumento a su obsceno sueldo, y dejan un cochinero por todos lados (los chamacos, no los diputados... o quién sabe, ¿no?).

Qué esperanzas que antes a uno lo dejaran ver el regalo antes de que llegara la Navidad. Y por más que a uno se lo estuviera llevando el tren de las ansias (o la tzingada, dependiendo del pueblo en el que uno vivía), tenía que cenar, convivir un poquito con los mayores y después, con o sin sueño, meterse a la cama a esperar las primeras luces del día para abrir los ojos y tentalear debajo de la cama o de la almohada lo que Santa nos había traído, y que casi siempre era una pistola vaquera de triquis, con funda y sombrero, o un trenecito de lata, colorido y ruidoso, como deben de ser los trenecitos de juguete.

A las niñas, el asqueroso gordo ése les traía trastecitos de plástico o barro, pinyeices o muñecas de trapo con trenzas de estambre, a las que Arturo el Boutico venía presto a peinar y dejar como princesas de sololoy

Mis hermanos y yo, a eso de las nueve de la noche ya estábamos debidamente empijamados y metidos en la cama, siguiendo las precisas instrucciones de mi papá, que también ya para esa hora andaba hasta el cepillo de tantas cubas que se había metido desde la tardecita.

Y es que así era el asunto: al calor que escapaba de la estufa, que estaba todo el día trabajando como esquizofrénica bajo la guía de mamá, se sentaba aquel hombre a darle una probadita a la botella.

Y así, de probadita en probadita, se acababa la que había comprado para el año nuevo, por lo que al filo de las nueve de la noche estaba más listo que nosotros para clavar la cornamenta en la almohada.

Pero con el tiempo fuimos creciendo y fuimos dejando atrás todo lo que nuestros padres nos habían inculcado sobre la Navidad.

A los quince, por ejemplo, lo que queríamos era irnos a vaguear con los amigos y acercarnos a la casa de las muchachas que nos gustaban por si habían hecho fiesta y nos invitaban a pasar, y los regalos que nos habían comprado los papás se quedaban olvidados sobre una repisa durante semanas, hasta que nos reclamaban que no nos habían visto con la camisa, o el cinto o los zapatos o con qué sé yo que nos hubieran obsequiado en nochebuena.

Y ya más grandes, en el tiempo de las novias formales y la visita de rigor, la nochebuena era ir a cenar con la familia de la chica, aguantar las bromas insulzas de un suegro más borracho que la fama de Calderón y los arrumacos de la suegra, que no perdía ocasión para repetir la bonita pareja que hacíamos la hija y lo que queda de este amable servidor.

Después, hacer el intercambio de regalos y enseguida llevar a la muchacha, a pie, por supuesto, por las frías calles de la ciudad, a casa de sus suegros (o sea, mis padres) para que sufriera lo mismo que yo había sufrido, en el más elemental sentido de reciprocidad amorosa para que no hubiera bronca.

Años después, la vida nos llevó a mi hermano mayor y a mí a estudiar fuera del hogar familiar, y allá, en el Distrito Federal, pasamos algunas navidades.

Y ahí sí, sin regalos, sin amigos, sin pavo y sin luces que nos remontaran a nuestra infancia. Sólo escuchábamos el rumor silencioso de las calles vacías de aquella monstruosa ciudad en pleno 24 de diciembre, acaso el grito de unos borrachos a lo lejos y el zumbido veloz de los autos que pasaban tal vez rumbo a su casa para que sus conductores se fundieran llorosos en un abrazo de nochebuena con sus seres queridos.

Y después cada uno de los hermanos tomamos caminos diferentes: los que encontramos con quién, nos casamos; los que no, no, y a'í te voy, mano...

Y con el tiempo, nuestras casas se llenaron de gritos de niños que corrían presurosos por los cuartos en busca de alguna pared que rayar, algún adorno que quebrar, algún cuadro que mover, algún animalito al que jalarle la cola, algún juguete mal colocado con el cual tropezarse y abrirse la cabeza para ir aprendiendo que la vida también tiene su lado sangriento y doloroso… y a veces todo eso el mismo pinchi día…

Aquellos chamacos, mis hijos y mis sobrinos, fueron creciendo de a poquito y cuando les llegó el turno de que les amanecieran los regalos, se armó un conflicto familiar que en cualquier país de Centroamérica hubiera degenerado en revolución: los papás, fieles a la tradición que nos habían impuesto, queríamos que los niños se fueran a dormir temprano para que encontraran por la mañana sus regalos debajo del árbol; pero las mamás, cuyo voto vale por dos, no sé porqué, impusieron sus ganas de ver los rostros de felicidad de sus retoños al abrir las cajas y encontrar lo que siempre habían querido pero que nunca les habíamos dado.

El caso es que así, de un manotazo simple, se perdió la tradición familiar de irse a dormir temprano, esperar que llegaran las primeras luces de la mañana, levantarse corriendo, ir bajo el árbol o manotear en lo profundo de la cama o esculcar debajo la almohada (lo que ahora resultaría un imposible, pues los regalos que piden los chamacos vienen en cajas enormes, como si dentro trajeran la momia de Tutankamen), y gritar de felicidad por todas esas maravillas que les trajo Santa Clós.

Y ahora veo a aquellos chamacos que en su tiempo recibieron muñecas barbies y carritos de baterías, y me sorprendo de lo grande y guapos que se han puesto. Mis hijos y mis sobrinos, claro. Enormes como toros de lidia y salvajes (y hediondos) como leones.

Los veo y pienso que de alguna manera nos estamos haciendo viejos, porque ellos a las nueve de la noche apenas van iniciando el día, y yo, por ejemplo, a las nueve, ya quisiera estar metido en cama, no importa que no me traiga nada Santa, al fin que ya sé que me he portado muy mal en la vida.

Antes como antes y ahora como ahora.

Dicen que el tiempo es circular, y de alguna manera debe de serlo, pues si a los cuatro años nos mandaban los papás a dormir temprano, ahora es la vida quien nos ordena que estemos empijamados y con pantunflas a las nueve de la noche, que Juan Pestañas ya va a llegar, y no vaya a ser que nos encuentre despiertos… no por el deseo de ver qué nos traerá el gordo Clós, sino por el insomnio provocado por el terror sofocante de pensar y sentir que ya no vamos a amanecer despiertos, y con una rigidez que en otros tiempos, no muy lejanos, hubiéramos deseado aunque sea unos quince minutos… y no, señor: eso si que no, que todavía hay un poquito de cuerda en el reloj de la esperanza y de los sueños que cualquier día podrían cumplirse como última voluntad del condenado a la pena capital…

Pero no hay caso: los tiempos sí han cambiado mucho…

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