Foto meramente ilustrativa: ni soy yo ni nieva en Hermosillo.
Según la prensa local, ayer
fue el día más frío de todo lo que va del año aquí en Sonora.
No soy nadie para desmentir
el dicho, sobre todo si consideramos que apenas van dos días del 2015, y de
verdad que ayer hizo mucho frío.
El viento soplaba y traía esas
como navajas heladas que cortan la respiración y hacen que duela el cuerpo. La
parte diabólica de mi ser diría que era una sensación hermosa, pero por respeto
a quienes detestan la gelidez ambiental, diré solamente que hacía mucho frío.
Conozco gente que no le gusta
el frío, a mí me encanta.
Será tal vez que, como soy un
profesional de la nostalgia, el frío me lleva de nuevo a los viejos días de la
infancia, cuando el invierno era un aliento de hielo venido de todas partes y
el corazón temblaba de emoción y de frío, mientras los dedos de las manos se
iban engarrotando alrededor de un tiempo que los relojes del mundo se
encargaron de hacer polvo y ceniza de un deshielo acelerado que ha puesto en
jaque a los ambientalistas, mientras los desventurados como yo que no saben qué
responderse cuando llega el invierno y en las calles todo parece verano.
Sí: hemos perdido el rumbo
como humanidad, y la señal más simple de ello es que simplemente el frío es
nada más que el acento de esa i perdida en la palabra melancolía.
Ayer hizo frío.
Se cumplió el pronóstico de
que sería el día más helado del año en este jirón del planeta que nos permite
habitarlo con humildad, y mi infancia vino de nuevo a sentarse a mi lado para
contarme que al árbol de yoyomos se le han caído las hojas, que el árbol
algodón parece un pino nevado de tantas florecillas blancas que le han brotado
y que las piedras por donde cruzábamos descalzos hacia la otra orilla del Río
Mayo están tan heladas que es mejor ponerse los zapatos para no enfermarse.
Y es que cuando aprieta el
frío se despierta el niño que fui y sale corriendo a sentirse vivo de nuevo,
entre el aire helado del pasado con un extraño sabor a felicidad infantil.
Nada qué ver con la canción
de Joaquín Sabina, quien extraña a una mujer que conoció en la glorieta de
Atocha, en Madrid…
Va la canción, claro, y la
letra para entender el drama de cuando aprieta el frío… como ayer, aquí, en
esta sucursal del infierno.
Viajero que regresas a esa ciudad del norte
donde una dulce nieve empapa la razón,
donde llegan los barcos cargados de preguntas
a muelles laboriosos como mi corazón.
Háblale de mi vida, las autopistas negras
que atraviesan volando mi terca soledad,
esa gente que pasa por la calle, llevando
mi pensamiento al otro lado de la ciudad.
Cuando de ella y de mí queden sólo estos versos,
los hoteles que un día quisimos compartir,
los coches aparcados sobre nuestro recuerdo,
la Glorieta de Atocha donde la conocí,
dile que estoy parado al final de mí mismo
igual que un aduanero sin nadie a quien multar,
como un autoestopista debajo de la lluvia,
como la menopausia de una mujer fatal.
Y dile que la echo de menos,
cuando aprieta el frío,
cuando nada es mío,
cuando el mundo es sórdido y ajeno,
que no se te olvide,
es de esas que da
siempre un poco más
que todo... y nada piden.
Cuéntale que la extraño y que me siento seco
igual que un presidente dentro del autobús,
como una Kawasaki en un cuadro de El Greco,
igual que un perro a cuadros, igual que un gato azul.
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