“Después de los 50 años, los viernes dan miedo”,
dijo aquella tarde de jueves mi querido e inolvidable amigo Sergio Valenzuela
(imagínense que tan inolvidable será para mí el Sergio, que todavía tengo su
número de celular entre mis contactos y su cuenta de hotmail sigue tan vigente
como siempre y de vez en cuando le mando correos nomás para que me diga cómo
está donde está). Acto seguido, se empinó la botella de vodka que subrepticiamente
había sacado del refrigerador.
“Mtamá —le contesté—: será que ya te estás
haciendo viejo y, además, remilgón,
como el Dr. House”.
Luego seguimos la parranda literaria, pero ya sin muchos
ánimos, porque mi querido Alf ya estaba alistando el quirófano y dándole
carrilla a la Número 13.
Y hablando de personajes y de vejeces, en la
página 290 de Cien años de soledad,
me encontré un día este párrafo, que me recordó los viernes del Sergio:
Entretenido con las múltiples minucias que
reclamaban su atención, Aureliano Segundo no se dio cuenta de que se estaba
volviendo viejo, hasta una tarde en que se encontró contemplando el atardecer
prematuro desde un mecedor, y pensando en Petra Cotes sin estremecerse. No
habría tenido ningún inconveniente en regresar al amor insípido de Fernanda,
cuya belleza se había reposado con la madurez, pero la lluvia lo había puesto a
salvo de toda emergencia pasional, y le había infundido la serenidad esponjosa
de la inapetencia. Se divirtió pensando en las cosas que hubiera podido hacer
en otro tiempo con aquella lluvia que ya iba para un año. Había sido uno de los
primeros que llevaron láminas de cinc a Macondo, mucho antes de que la compañía
bananera las pusiera de moda, sólo por techar con ellas el dormitorio de Petra
Cotes y solazarse con la impresión de intimidad profunda que en aquella época
le producía la crepitación de la lluvia. Pero hasta esos recuerdos locos de su
juventud estrafalaria lo dejaban impávido, como si en la última parranda
hubiera agotado sus cuotas de salacidad, y sólo le hubiera quedado el premio
maravilloso de poder evocarlas sin amargura ni arrepentimientos. La tentación
de sedentarismo y domesticidad que lo andaba rondando no era fruto de la
recapacitación ni el escarmiento. Le llegaba de mucho más lejos, desenterrada
por el trinche de la lluvia, de los tiempos en que leía en el cuarto de
Melquíades las prodigiosas fábulas de los tapices volantes y las ballenas que
se alimentaban de barcos con tripulaciones...
Sí. Ahora que veo en el retrovisor el recuerdo
del Sergio, caigo en cuenta que ya estaba envejeciendo.
Desde los jueves empezaba a envejecer cada
semana…
Y los dejo con Joan Manuel Serrat, con la
canción “Llegar a viejo”. Salú.
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