Cuando
doña Olga (mi madre, bohemios) nos enviaba a mis hermanos y a mí a misa (a la
Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, en Navojoa) en aquella hora terrorífica
de mis domingos infantiles, no sé cómo hacía mi espíritu para separarse de las
miserias que conformaban mi cuerpo (lento
y miserable animal que soy, que he sido, paráfrasis a Jaime Sabines, lo
siento) y se iba de parranda a no sé dónde, mientras que lo que quedaba de mi
tristeza hecha carne se instalaba estratégicamente entre Salvador y Raúl (mis
hermanos, ciertamente: los pilares de mis recuerdos infantiles) y se dormía
plácidamente antes de que el cura en turno pidiera que nos declaráramos
culpables de un crimen que no habíamos cometido, como en la serie “El fugitivo”,
con David Janssen.
Debo
decir que yo me negaba a golpear mi pecho durante el Confiteor porque no tenía nada de qué sentirme culpable, a no ser
el innoble y oculto deseo de saber qué había más allá de los confines del
universo: como veis, mi curiosidad de niño no tenía límites. (Ahora ya no me
interesa tanto ese asunto porque, según he leído, el universo no tiene confines,
de acuerdo a los trabajos del astrónomo norteamericano Vesto M. Slipher, a
quien no tengo el gusto de conocer, quien descubrió en 1912 que el universo se
está expandiendo. Qué miedo, ¿no?).
No
recuerdo mucho de mis domingos de esa parte de mi infancia, cuando mis hermanos
y yo podíamos navegar a solas tres cuadras para llegar a la iglesia, escuchar
misa y regresar a casa a recibir los cariños de doña Olga, que nos esperaba
como supongo que una leona satisfecha espera a sus cachorros cuando se van de
cacería.
Tengo
la sensación de que esos domingos de mi infancia, cuando mi madre nos mandaba a
la guerra religiosa como si hubiésemos sido caballeros templarios (de los de a
deveras) en una de las múltiples y fallidas cruzadas, se me fueron borrando de
la memoria poco a poco, hasta quedar un hueco pastoso en el pasado donde
perfectamente podría acomodar algunos rencores y miles de pedacitos
dominicales, como si alguna gigantesca picadora de papel hubiera triturado
aquellos días y los hubiese acumulado debajo de la alfombra de aquellos días,
como basura del tiempo.
Hoy,
a cierta hora de los domingos, esos días como hoy, que a veces tienen un sabor
como de bilis mezclada con desesperanza, me llega el recuerdo de aquellos
jirones de misa que no alcancé a escuchar nunca porque, entre Raúl y Salvador, me
quedaba dormido como esperando que pasara el tiempo, ese tiempo que no pueden
calcular los relojes, sino los deseos de meter ese tiempo en una botella…
Sí, como Jim Croce...
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