¿Por qué me tardé 25 años en pedirle que
corrigiera sus errores, de leves a garrafales, en su clásico que la llevó a la
fama: La noche de Tlatelolco?
Respondí en Nexos
al mes de que, en esa revista, en octubre de 1997, enumeré las 60 correcciones
que debía hacer en la siguiente reimpresión de su libro. Repito: “Porque fue
necesario, Elena, que te me derrumbaras”.
Al regresar a México luego de salir de la cárcel
y de un año de exilio en Chile, fui muy amigo de Elena.
¿Qué me ocurrió? Se me salió.
Poco a poco me resultó evidente su
infantilización de cuanto tocara. Cuando publicó su canto erótico al Güero Medrano, escuché de mi gran amigo
Pablo Pascual, con horror de creyente ante la negación del milagro del Tepeyac:
“Tu amiga Elena es una pendeja…”. Lo decía porque volvía héroe al tipo que nos
había sentenciado a muerte a todos los no guerrilleros, los que fundamos el
STUNAM, el PSUM y luego el PMS y el PRD.
En 26 años fui pasando de un complaciente: Ay, Elenita, a un: Ay, Elena, y un: ¡Carajo,
Elena!; dejé de leer sus opiniones, dirigidas a obtener el aplauso de la
gayola desechando toda complejidad.
Pero la puntilla la puso el affaire Woldenberg.
Un joven, desconocido fuera del ámbito del
sindicalismo universitario y la naciente unión de las izquierdas, José
Woldenberg, escribía apenas cada quince días en LaJornada.
En eso vino la campaña para elección por voto
directo del jefe de Gobierno del DF.
Recayó en Elena el discurso de arranque porque
era un personaje sin partido. Pero no lo dirigió contra el PRI, que por
decenios había despojado a los ciudadanos del DF de su derecho a elegir
gobernante, sino contra un tal José Woldenberg:
“Y le demostraremos a José Woldenberg que los
ciudadanos sí pensamos… Y le demostraremos que… bla, bla…”.
En cólera, escribí en mi sección contra ese
injusto giro de lo que debía ser un ataque al PRI, convertido en paliza a un
joven de izquierda desconocido fuera de ese ámbito.
Elena me telefoneó para disculparse.
Que ella no sabía de qué hablar y Pablo Gómez le
había sugerido que el tema lo daba el último artículo de Woldenberg, donde
afirmaba que los ciudadanos no pensaban.
Le pregunté si lo había leído. Me respondió que
no, pero se lo había sintetizado Pablo. Me heló su deshonestidad intelectual.
Le expliqué: Pepe
dice que nadie puede hablar a nombre de “los ciudadanos” porque los ciudadanos
piensan de muy variadas maneras y, algunos, no piensan.
Que lo llamaría para disculparse. Y me pidió el
número de Pepe.
Se lo di, aclarando que: “Ofensas públicas
exigen disculpas públicas”.
Prometió llamarlo y escribir su disculpa. No
hizo ni siquiera la llamada. “A la deshonestidad intelectual suma la soberbia”,
concluí.
Y remató el affaire
Krauze.
Éste me había entrevistado para el capítulo
sobre Díaz Ordaz de La presidencia
imperial.
Me envió un ejemplar.
Leí con horror un párrafo de un González de Alba
cursi hasta la vergüenza ajena. Vi la cita y no era Los días y los años, mi crónica del 68, sino La noche de Tlatelolco.
La releí y lo que el cariño había ocultado,
resplandeció en toda su torpeza: más de 50 citas eran erróneas. Y algunas tan
graves como ponerme a mí, el 2 de octubre, durante la balacera, en el quinto
piso del edificio Chihuahua, dentro de un departamento, hablando con el Búho.
Jamás estuve allí.
Fui detenido en el tercer piso y por eso fui
testigo directo del pánico en que cayeron los que, con un guante blanco y
pistola, habían iniciado los disparos. Los vi aterrados, los oí suplicar:
“Batallón Olimpia. ¡No disparen!”. Un grito de pánico.
Elena se negó a corregir y la demandé.
No por plagio, pues le había permitido usar el
manuscrito de mi crónica que ella sacó de Lecumberri, sino por alteración del
contenido.
Un tribunal me dio la razón.
En 1998 apareció la versión corregida.
Porque cayó en errores lo publiqué: “En descargo
de Elena”.
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Luis González de Alba (www.luisgonzalezdealba.com).
(Articulo editado por AZ)
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