Como si fuera personaje de película mexicana de los cincuentas, del tipo “Allá en el rancho grande”, con Tito Guízar, hoy ando lo que técnicamente se denomina como enmuinado; es decir, encanijado... o encabronado, pues...
Y es que los inchis Santos Reyes este año tampoco me trajeron nada.
De hecho, hace mucho que no me traen nada, ni siquiera buenas noticias, las que uno quisiera escuchar en los noticieros matutinos: Holamableauditorio —dirá la voz de un merolico de esos de panteón en dos de noviembre que cambió de profesión a periodista radiofónico, como los que el otro día el Carlos Moncada (me pongo de pie lentamente, y es que los años... ¿saben?) describiera puntualmente—: nomás para decirles que hoy no ha subido nada, que ningún político hizo declaraciones catastrofistas y/o demagógicas, que no hubo asesinatos en ninguna parte y quensúpersdelSureldiezmillosinhuesoestásolo... (¡Ókela: perdón por la deformación profesional...)
Resulta que yo, muy modosito, como he sido siempre (fanfarrias: ¡Ja!), ayer por la noche dejé un calcetín junto a la ventana —calcetín sin agujeros, debo aclarar, para que eso no sirviera de argumento al portavoz doméstico de los reyes vagos que habita en mi casa, quien el año pasado me dijo que a la mejor mi regalo se había salido por el hoyo del calcetín y pues se había perdido...— y me le quedé viendo con esa esperanza que sólo tenemos los náufragos parados en el centro de nuestra islita particular, y que vemos en cada espuma de las olas un barco que viene a rescatarnos o de perdida una tabla con unas modelos bien heladas o bien dispuestas, lo que ocurra primero.
Y luego me fui a acostar con una sonrisa ladeada y socarrona, como de tiburón a punto del delirio.
"A clavar los cuernos en la almohada", decía el Marro Almada en aquellos duros tiempos de la secundaria, de la almohada de piedra y de unos cuernos más sólidos que el diamante. Sí, señor. ¡O tempora, o mores!
Bueno, el caso es que este año tuve el cuidado de poner un calcetín remendado para que no hubiera fugas, pero ni así: a las seis de la mañana de hoy, cuando fui a ver la prenda, además del vacío inmisericorde que representa el que no te hayan traído nada —nadita de nada— los reyes de marras, me encontré con los restos de humedad de lo que alguna vez había sido un calcetín, pues la Tita —una ociosa french poodle que va y viene por la casa, y que a su escaso primer año de vida ya se cree la María Félix de todos los perros del mundo (¡uníos!)— había dado cuenta de lo que algún día fue un calcetín con toda la barba, un calcetín que me acompañó durante largas jornadas por la vida, subiendo y bajando lomas —como la paloma de la canción aquella de Chayito Valdés—, que aspiró mis olores piesísticos y que se quedó pando en no menos de cuatro ocasiones, cuando lo usé durante más de cinco días seguidos porque yo andaba demasiado ocupado como para andar cambiándome de calcetines cada mañana, igual que en aquella farra absoluta e interminable de los safaris etílicos y hormonales de la juventud...
¿Resultado? Ahora tengo un calcetín más viudo que el gato aquel que maúlla cuando la luna se pone redondota como una pelotota y alumbra el callejón, versión Chava Flores, ciertamente, porque su pareja calcetinesca pasó a mejor vida, desgarrado por la dentadura juvenil de María Poodle: “Oh, desolación, oh, tristeza”, exclamaba lastimosamente el malvado doctor Zachary Smith en “Perdidos en el espacio”, mientras la mayoría de enanos onanísticos del barrio, en aquel Navojoa de finales de los sesentas, nos derretíamos de un genuino amor quelitero por la dulce Penny Robinson, quien a todos nos alborotaba el peny, claro…
El caso es que quién me manda a mí creer en los Reyes en un territorio donde Santaclós ha sentado su mega trasero gringo el 25 de diciembre de cada año, y a veces desde el 24 ya tardecito, con su carga de christmas y demás asuntos globalizados, bajo un arbolito más escueto que el relleno del pavo y las pláticas familiares que, a saber, no tengan que ver con: a) Telenovelas, b) Futbol, c) Beisbol, d) La prima Engracia y su embarazo espiritual y/o e) La técnica más apropiada para hacer los tamales de nopales con acelgas, como los que le gustan al Chuchín y al Pepe...
Pero una parte de mí —acaso el niño silvestre e ingenuote que fui, que sigo siendo a pesar de las arrugas, la alopecia y el sobrepeso de la insensatez que se mece al rumor de las canciones de las Hermanitas Núñez—, todavía sigue siendo fiel seguidora del trío multicolor de magos que vienen de oriente a lomos de caballo, elefante y camello —cada uno en su cada cual, como buenos charros bíblicos—, corriendo el riesgo de que los detengan los aduanales en el kilómetro 21 para bajarles una feria porque de seguro que no traen los papeles en regla —ni los suyos ni los de sus semovientes— ni las facturas de toda la fayuca: o sea, no se salvan de un mordidón que ni César Millán, el encantador de perros, podría evitar...
Pero riesgos son riesgos, y así como el Felipe Calderón se arriesgó a apostar su imagen a que salía con las manos limpias (je) si atacaba al crimen organizado y subía los impuestos… y va perdiendo por goliza, dejémoslo en claro; los reyes también se arriesgan a cruzar el ancho y venturoso mar, cruzar por todas las aduanas de este lado de la civilización y entrar a las casas a dejarle a los niños que se han portado bien lo que les han pedido… menos a mí, como ya lo he dicho, acaso porque ya saben que su área de influencia se ha reducido al altiplano y demás caseríos con nombres tan parecidos que yo no sé cómo le hacen estos tipos para no confundirse: Pirangato, Trangato, Mirangato y demás gaterío que no enlistaré aquí porque soy alérgico a los felinos, incluyendo al mencionado félido viudo y maullador en las noches de luna redondota, etcétera…
En fin, como dice alguien que yo conozco desde hace como 20 kilos y cuatro tallas: “Vale más portarse mal para que lo tomen en cuenta a uno”. Y sí, a la mejor si uno fuera un perverso malditón los reyes magos y demás figuras similares tuvieran un poco de respeto a lo que los anónimos de cada día hacemos en el fondo de nuestra humilde trinchera, y nos trajeran algo el 6 de enero, no le hace que la Tita agarre el calcetín y lo deje como el guante de Vinny Castilla, por donde se cuelan todos los rodados que antaño topaban con hueso… y es que los años no pasan en balde, mi buen: se quedan en la cintura y en el trasero. ¡A-ñil!
No sé tú, amigo lector, pero yo no dejo de pensar en los viejos años de la infancia, cuando en la casa Santaclós era una invención tan reciente que todavía los Santos Reyes eran verdaderamente santos y el gordo vestido de rojo y con risa de cardiópata tosijoso nomás era un adorno sin más valor que el que le daba estar en el centro de las charolas y en los cuadritos que las tías colgaban aquí y allá como si fueran esferitas de colores.
Como sea, el paso de los años han venido cambiando las costumbres y ahora gracias a las maravillas de la modernidad los papás ya no nos esponjamos si los chamacos hablan desenfrenadamente por teléfono con sus amiguis, como dice ridículamente la chica que parece mantis religiosa en los comerciales de Yoo, o se quedan toda la noche chateando con medio mundo pero que a duras penas nos responden con monosílabos los grandes misterios del milenio que les cuestionamos: ¿cómo te fue en la escuela? ¿te dejaron tarea? ¿necesitas ayuda? y demás asuntos que lindan en lo peligroso, por eso hay que callarlos…
Y así como la modernidad ha facilitado la vida cotidiana, también ha hecho añicos los mejores recuerdos de la niñez de la mayoría de aquellos seres espantosos que andamos por ahí, navegando en el tostón tembloroso de la melancolía, trayendo a colación las mañanas felices de aquellos seis de enero que se han quedado bajo el polvo ceniciento de un pasado irrescatable…
Quién me manda a mí, repito, creer todavía en los Reyes Magos, pero de ahora en adelante, con un calcetín menos, la noche del 5 de enero de cada año que respire en este mundo les pondré unas zapatillas de ballet para que se vayan de puntitas a perjudicar a su progenitora… psí…
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