A mí no me lo pregunten: lo leí por ahí. Acaso era un ensayo del licenciado Óscar Holguín —filósofo de pacotilla— o tal vez una reflexión de Monsiváis —que no se queda atrás a la hora del rollo—, que defiende la tesis de que la historia de la humanidad nos ha mostrado que el avance de las ciencias y el desarrollo tecnológico se han impuesto a los escrúpulos de los individuos, así hemos sido testigos ni tan mudos del cómo en el planeta han ido desapareciendo de manera irreversible numerosas especies animales a las que hemos desplazado en nuestro afán por conquistar más tierras.
El caso es que si nos agarramos científicamente de la primera línea de investigación, podemos inferir de manera epidérmica que devastar bosques y contaminar ríos no sólo han traído como resultado la desaparición de esas varias especies, también han ido dañando a nuestro planeta común, atrofiando los ciclos climatológicos, provocando mutaciones en algunos animales y desarticulando nuestro aparato inmunológico de manera lenta y gerundia, pero firme.
Y, claro, provocando terremotos como el de Haití, que tristemente ha servido de argumento para que varios países obtengan beneficios particulares: aquí, para levantar cortinas de humo y esconder las balaceras cotidianas que se desatan en nuestras calles, como si tuvieran marca registrada en este sexenio, y en Estados Unidos ha servido para colonizar militarmente un país que ha hecho del caos y el desgobierno una de sus mayores fortalezas, por decirlo de algún modo.
Pues sí: es claro que a pesar de tanto avance científico sigue prevaleciendo la ignorancia, sobre todo en el tema fundamental del respeto a la vida de todas las especies, incluyendo a la humana —que a veces tiene sus rasgos de brutalidad magnificada hasta el grado de un ávatar—, y a su derecho de permanecer.
La presente, y eso es indiscutible, es la era de las especialidades, y el precio que debemos pagar es vivir en la ignorancia de lo que nuestra especialidad no abarca. Hace casi 50 años, el británico Charles Percy Snow, en su ensayo “Las dos Culturas y la Revolución Científica”, expuso la tesis de que la cultura occidental estaba dividida en dos bandos que se ignoraban mutuamente: los humanistas y los científicos.
Ahí dejó asentado de manera clara lo ignorante que pueden ser tanto los hombres de artes en cuestiones de ciencia como los hombres de ciencia en cuestiones artísticas, sin perder el prestigio en sus respectivos campos. Ese es un cisma que desde hace muchísimo más de medio siglo se trata de subsanar, y contrario a lo que pudiera pensarse, la brecha se ahonda y separa más: “los posgrados y sus nano especialidades lo confirman, aunque digan lo contrario”, subrayó mi primo el Chato Peralta antes de caerse de borracho la tarde del uno de enero de este año de Nuestro Señor, y luego nos lo llevamos en calidad de bulto a su casa (al Chato, se entiende, no a nuestro Señor, pues si nos sujetamos a las bíblicas proporciones, no lo hubiéramos podido levantar).
Estaremos de acuerdo que no se trata de llegar al grado de humanismo alcanzado por Leonardo de Vinci. Se trata tal vez de sólo ser hombres cultos en su mejor acepción, de darnos cuenta que la cultura no es una especialidad, sino el camino que hace más habitable el mundo y que nos ayuda a entendernos, un camino que hacemos y que nos hace, tanto en lo personal como en lo colectivo.
Y aquí es donde los libros juegan un papel fundamental en el desarrollo de la conciencia de los pueblos porque forman parte del proceso educativo. Sabemos que la educación constituye el medio fundamental para hacer posible el desarrollo integral de las sociedades, y permite estar alerta y preparado para los grandes cambios que día con día experimentamos en los múltiples campos de la vida humana: en el desarrollo de la ciencia y de la tecnología, en el acceso y la distribución de la información, en las formas de organización de las economías de los países, en las dinámicas sociales y en la geopolítica mundial.
La educación sigue siendo la preocupación central de toda sociedad, y hemos avanzado hacia el concepto de que se aprende durante toda la vida. Pero además debemos compartir que no se aprende sólo en la escuela: se aprende en la casa, en el trabajo, en la convivencia cotidiana y, sobre todo, leyendo. Leyendo, sí, porque es quizá la más fácil y la más barata de todas las herramientas que el sistema educativo pone a nuestra disposición.
Está claro que lo que no aprendamos en los libros, difícilmente lo aprenderemos en otros rincones que la vida dispone para nuestro gozo, incluyendo el cuarto de baño y el colchón debajo de la sábana: “Rico… süave”. Porque eso, al fin de cuentas, es la lectura: un gozo total, aunque menos divertido que lo otro, la conclusión a la que léperamente acabamos de llegar en la idea anterior. Mmm…
Y ya metidos en el tema de la lectura, acaso como usted, tinaqueado lector, yo también he tenido el múltiple y casi orgásmico placer de leer en varias ocasiones Cien años de soledad. Y es que me encanta esa magia inexplicable (¿acaso no lo son todos los actos mágicos?) de personajes inverosímiles que convierten la lectura de esta obra mayor en una maraña fabulosa de nombres, situaciones y descripciones de una realidad alterna que se cuelga con alfileres amarillos en las páginas del alma para llevarnos de la mano por los caminos tortuosos de la ciénaga y descubrirnos una y otra vez un Macondo de piedras redondas y casas como palomas tendidas en las orillas del río inacabable de los sueños.
Debo confesar que entre todos los personajes que cruzan por los párrafos de la novela como fantasmas espantados por sí mismos, hay dos que me llaman extraordinariamente la atención: los gemelos Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo, cuyas vidas inician en el mismo lugar y a la misma hora y con el paso del tiempo se separan tanto que jamás vuelven a encontrarse. Acaso a uno le pase lo mismo en la realidad amurallada que nos cerca.
No sé si la soledad que marca el rostro de los personajes de García Márquez sea la misma que a todos nos va señalando con su ceniza cotidiana y nos vuelve seres introvertidos, callados y descuidados en la medida que el tiempo va pasando. Incluso, vamos dejando de lado las grandes pasiones por la vida y nos encerramos en una suerte de melancolía absurda que nos hace escuchar en la oscuridad de la madrugada el fino aleteo del ángel de la muerte.
Si los gemelos Aureliano y José Arcadio Segundos se fueron separando de su centro en la novela, en el día a día que nos toca transitar nos va pasando lo mismo y dejamos de lado las ilusiones y las esperanzas que motivaron una infancia construida con los carrizos de la espontaneidad entre aquellos chicos del barrio que alguna vez jugamos al beisbol con pelotas de trapo o veíamos reír como gorriones de la alegría a nuestras hermanas y a sus amigas en un divertimento infantil que tenía un lejano rumor de lluvia.
Acaso la soledad —como alguien señaló alguna vez— es un lugar común en la vida contemporánea, y ello nos lleva a dejar bajo una almohada de polvo y silencio los grandes momentos compartidos, sobre todo, en la familia que fue el centro de la infancia. A la vuelta del tiempo, pocos son aquellos que conocen a sus hermanos, que saben de sus proyectos personales, sus gustos, y los vemos como individuos con los que convivimos fraternal pero superficialmente, sin mayor sentido del presente y el futuro inmediato que la plática sobre un partido de basquetbol o los ruiditos extraños que empezó a hacer el carro la semana pasada.
Cierto, debajo de toda esta vaciedad mundana hay una sólida tramazón de cariño que difícilmente se llega reconocer hoy en día, pero que está tan presente como acaso lo estuvo en Aureliano y José Arcadio Segundos, pese a que sus vidas no volvieron a tener un domingo de calma bajo el viejo árbol donde alguna vez ataron al abuelo.
Como sea, desde aquí, y sin mucha literatura, le mando un abrazo al Raúl Zamora en el LI aniversario de su fundación.
Y, bueno, yo empecé hablando de una cosa y terminé en un continente diferente, casi como dirigirse al Edificio Principal y terminar en Timbuctú: el síndrome de Colón, le dicen, que a veces nos sirve para la sobrevivencia.
Se los juro, oigan…
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