Trova y algo más...

martes, 16 de febrero de 2010

Historia de amor en una botella al mar…

Ella y yo caminamos lentamente sobre los mármoles resplandecientes de la Plaza de San Pedro una tarde de noviembre de hace 45 años: ella era la muchacha transparente que se aferraba a las sombras para vencer el hambre, babeando sales y cenizas con su boca de entrepierna; yo, el desertor sin bandera que se perdió en la niebla y huyó tijereteado por la sífilis, aferrado al último trozo de madera en el naufragio polvoriento de la vida.

Caminamos durante horas girando en torno al obelisco de Perugino y observando las parejas que se desgranaban silenciosamente en caricias como gotas de agua en la clepsidra, sobre las bancas de la Plaza, entre las baldosas de hiedras babilónicas, bajo los cipreses con olor a sexo divino, frente al balcón dorado de los Papas.

Boticelli nos observaba sorprendido desde la bruma etrusca del otoño con las manos temblorosas como palomas tristes a la sombra oscura de los olivos milenarios y las ruinas cantábricas de Rómulo y Remo.

El mundo era esa Plaza bulliciosa: el olor a cieno invadía los resquicios con su almizcle de avispas coloradas zumbando por los múltiples orificios de noviembre.

Éramos jóvenes como gatos maullando sin más futuro que las primeras horas de la noche en el tejado fastuoso de la Iglesia y sus múltiples y horribles vericuetos: la Capilla Sixtina, Julio II, Miguel Ángel, el cólera, la artritis, las Cruzadas...

(Y quién iba a pensarlo: ella y yo nacimos en orillas opuestas de un mismo oceano, separados por el mismo mar que nos unía, mientras los barcos fenicios de los sueños tejían las rutas del futuro sobre mapas invisibles cruzados por líneas olorosas y amarillas, manchados de citas, de jadeos, de lejanías en la húmeda distancia de dos cuerpos que se buscaban sin saberlo en el ángelus del sexo, bajo las sábanas húmedas por las expediciones, en noches heridas por las bestias y Allan Poe.

Amantes que seguían las mariposas en la lluvia y abrían las cortinas de los cuerpos con la frágil esperanza de encontrarse a la vuelta de la esquina. Y nada.

Quién iba a decir que la sed sería un diente de león que flotara como brújula sin rumbo y que los insectos musicales de Gershwin señalarían hacia el Palacio de Farnesio en una Rapsodia azulmente triste como el crujir de los maderos ante el embate de las olas.

Un viento homérico y saturno hinchó las velas de una ruta desconocida y las naves de la tristeza tendieron su red en mis riberas para que mi corazón de Adán atormentado perdiera el rumbo en el sextante de la angustia y llegara hasta la arena de una playa extraviada entre las líneas del alcohol.

Ella estaba ahí como goliarda desnuda, como faro incandescente alumbrando con sus pechos la ruta de menta hacia su pubis, con su mirada triste de amantes y naufragios que se fueron a pique en lo más hondo de la noche.

Me tendió el cuerpo y yo le di mis alas: sobre los escombros de la luna trepamos desgajados la torre de Babel para decirnos las cosas con las manos y mancharnos la piel con jeroglíficos seráficos.

Nos dijimos todo para siempre con palabras que derramaron el vientre: adentro era profundo como el universo y mis gritos de leche y de angustia nunca tocaron el fondo de las algas.

Ella ocupó mi temblorosa bestia y la convirtió en molusco con su canto de sirena: las hormigas entraban en mi cuerpo como diminutos escorpiones africanos retomando el camino de un Escipión sudoroso en el filo redondo de la bruma, desnudo como dios entre los flamboyanes).

Sobre los mármoles cubiertos de palomas las nubes como naves de bergantes se mecían con la furia del pirata Henry Morgan para que las parejas terminaran el crucigrama de las caricias y se desperdigaran por las calles con sus ecos dejando el rastro arenoso de unos besos.

Y después el cielo se cerró en una tormenta que nos dejó solos en medio de la Plaza escuchando el gemido acartonado de Juan XXIII mientras una monja con el agua a las rodillas y los ojos cristalinos como el aire le fregaba la espalda en el aljibe.

Debajo de la lluvia y de las ruinas, en el costado izquierdo de la tarde, como laberinto de astillas incomprensibles le dije las cosas una a una, cosas que nunca pensé que diría: hierbabuena, narvales, Macedonia, Flaubert, incienso, callejera... mientras en los alcázares antiguos reverberaba la algazara de los moros.

En el opio cobrizo de aquella tarde, un noviembre de hace 45 años, al centro de la Plaza de San Pedro los ángeles bajaron de su Caballo de Troya y se amaron sobre las baldosas húmedas en una bacanal luminosa y transparente, como la risa de un dios mediterráneo que en la loba granada de la lluvia mancha los balcones de un rojo majestuoso, más cristiano que cualquier incendio.

Las vírgenes se asomaron como el hielo y se fugaron en los aires de Vivaldi hacia una celda vigilada por demonios para seguir tejiendo el ritual de la Edad Media en Penélopes martirizadas por los hombres.

(Las vírgenes no conocen el olor del sexo: perdidas en sus salmos melodiosos se pasan la muerte tejiendo fantasías sobre majestuosas piedras de sacrificios donde algún día un verdugo implacable levante un hacha turgente y palpitante que les destroce las entrañas con chorros lechosos de pecado.

No conocen el sabor de una piel quemante que marque su cuerpo en calenturas con el hierro al rojo vivo en lo profundo.

No conocen el temblor de las caricias, el mínimo aleteo de los insectos de la ternura entrando por los múltiples resquicios de la carne; el camino que recorre el sudor cuerpo abajo, la respiración, el lienzo, la espuma de los huesos, los círculos luminosos que empañan la mirada en el último estertor de los gemidos).

Después de la lluvia se podía sentir el rubor húmedo de las vírgenes: mujeres cadenciosas que ocultan detrás de un rostro de nostalgia el deseo irrepetible de reptiles en el bajo vientre, amarillos, rojos, calientes, como el café de las tardes justo antes de ir al rosario.

A lo lejos suenan siete campanadas en el filo de la tarde.

Ella y yo nos amamos como leones sobre los adoquines cristalinos de la Plaza de San Pedro una tarde lluviosa de hace 45 años.

Y nos seguimos amando bajo la lluvia que fundía los castillos medievales de las horas habitadas por ríos cenagosos y malolientes donde flotaban los peces muertos de la felicidad.

Noviembre fue un archipiélago de espejos que se nos quedó habitando entre las uñas para entender los significados de la bruma, sin llanto, sin dolor, sin despedida, sin decirnos siquiera nuestros nombres como dos pasajeros de la vida que viajaban en el mismo camarote.

El trasatlántico era como la mujer de Lot: tenía prohibido volver la vista atrás. Los pasajeros llevábamos un algo de nostalgia en el rostro y uno que otro lloraba para olvidar los olores de la guerra y poder conquistar otros países como César conquistó Farsalia.

Ella estaba parada sobre el muelle sin decir adiós, sin una lágrima mariposeando por sus ojos, sin el menor movimiento de su cuerpo como faro que me condujo por las aguas de la Plaza de San Pedro una tarde de caricias por entre la lluvia de noviembre frente al balcón de Juan XXIII.

Desde el paquebote que nos llevaba al buque vi cómo se mantenía erguida sobre las maderas podridas de mi alma, y al alejarnos mar adentro se fue convirtiendo en un punto oscuro en la memoria.

Hoy he vuelto a aquel puerto y a esa espuma, 45 años después de un noviembre bajo la lluvia, girando en torno al obelisco de Perugino en los mármoles divinos de la Plaza de San Pedro.

Y no sé si el amor llega a pudrirse como las frutas, si al final los besos son sueños de alguien que nos sueña y que uno es el reflejo de una sombra entre las sombras. No lo sé.

Sólo sé que la vida puede resumirse a veces en unas páginas arrebatadas a la nostalgia y apretarlas en un sobre amarillo por el tiempo, sin nombre, sin calle y sin ciudad, y enviarlas en una botella hacia el pasado, hacia una tarde de noviembre caminando sin prisa en la Plaza de San Pedro...

(Hoy fue día de amor, quizá por el 14 de febrero, quizá por los 26 años, quizá porque siempre te he amado…)

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