Ayer, aquí en Hermosillo, al filo del mediodía, acribillaron a una persona en el estacionamiento de un centro comercial. Antier, la historia no fue muy diferente en Nogales. Un día antes, en otro punto del estado, se escribieron páginas de muertes violentas. Y así nos podemos ir haciendo la ingeniería en reversa de los sucesos trágicos sólo en Sonora. Al final, no faltará la voz que diga que son ajustes de cuentas. Y luego se da el carpetazo a la indignación…
Pero la impunidad sigue ahí, no sólo en esas muertes a balazos o por arma blanca, también en los crímenes que no se persiguen —el incendio de la guardería ABC, los dueños y funcionarios ineptos que teniendo responsabilidad en esos hechos siguen libres como si nada, son un claro ejemplo de que la justicia tiene precio, sobre todo si tienes un abogado que habla y traga pinole al mismo tiempo— y en los amparos obsequiados para que nadie sufra penas ajenas: todo eso se ha convertido en el caldo de cultivo de celebraciones inútiles, equivocadas y faltas de ética y moral.
Héctor Zagal escribió no hace mucho que a diferencia de las comilonas de gala que se organizan para preparar los festejos del Centenario y Bicentenario a las que los mortales no seremos convidados, todos estamos invitados a engordar un caldo de ignorancia en este banquete de falsas celebraciones que están sustentadas en pretensiones políticas, más que en verdades históricas.
Que no nos extrañe que este banquete republicano se convierta en un comilona de canibalismo en el que quisiéramos ver como platillo principal a todos esos políticos que se estacionan donde les pega su gana con sus camionetas con vidrios oscuros y dicen —sin chistar y sin excusarse con nadie— todas las estupideces que pueden acumular en sus breves cerebros empolvados y tristes, más dedicados a intrascendentes cuestiones deportivas que a actividades legislativas de amplio espectro social.
Porque ¿cuál es el primer trabajo de un político? Garantizar el orden para que cada uno de nosotros pueda vivir libremente. ¿No? El terremoto de Haití puso ante nosotros lo que sucede cuando el Estado falla. Los terremotos y los huracanes son inevitables. Lo que sí depende de un gobierno es la previsión y reacción frente a ellos. Es la diferencia entre un fenómeno natural y una catástrofe social.
Haití se desmorona. Sus habitantes mueren de hambre. La ausencia del gobierno ha potenciado las consecuencias del desastre. La estructura de gobierno simplemente no existe. El presidente de aquel país carece de la capacidad de organizar el rescate; ya no digamos la reconstrucción. ¿Cómo se alcanzó ese grado de incapacidad? Muy simple: dictaduras, y corrupción.
Dice un refrán chino: “Cuando el emperador es un dios, gobierna sobre un pueblo de santos; cuando el emperador es un santo, gobierna sobre un pueblo de gente honrada; cuando el emperador es una persona honrada, gobierna sobre un pueblo de ladrones; cuando el emperador es un ladrón, el imperio ya no existe”. Es fácil, pues, que los países se desmoronen en manos de tipos ineptos que creen ciegamente en consejeros ignorantes y soberbios: esto mismo lo vemos no sólo en estados, también en instituciones y en algunas universidades públicas. Los ejemplos abundan. En fin…
El caso de México no está tan lejos de Haití. Entre mis conocidos, yo también puedo contar al menos cinco casos trágicos, víctimas de la delincuencia… o de negligencias médicas, que son casi lo mismo que una ráfaga de cuerno de chivo. En la calle que generosamente nos deja habitarla, los vándalos pintarrajean las paredes constantemente, y apenas cae la noche, se desatan los estéreos a todo volumen para mostrarnos lo peor de nuestra regionalidad, de nuestra esencia campirana, con un destemple propio de interpelaciones —con cabeza de cerdo incluida— en medio de informe presidencial. ¿Cómo reconquistar la tranquilidad? Eso es algo prácticamente imposible: las autoridades se pierden en argumentaciones que banales que terminan en un simple: no hay patrullas suficientes. Y se acabó.
Como vemos, la violencia carcome al país, nos carcome poco a poco la poca paz espiritual que nos dejan para sobrevivir un día más. Levantamos rejas y púas para defendernos de los maleantes de poca monta, y elevamos plegarias para que un dios ocupado en las grandes cuestiones macroeconómicas nos salve con toda su infinita bondad de la delincuencia bien organizada y mejor armada.
De alguna manera, esas rejas, esas púas, esas plegarias, esa incertidumbre permanente reflejan el fracaso del Estado: los mexicanos debemos defendernos con nuestras propias fuerzas, con nuestros propios recursos porque la autoridad ha fracasado en su principal cometido: la seguridad. Esta incapacidad no es patrimonio de un partido ni de una ciudad. Digan lo que digan las estadísticas oficiales, la violencia forma parte del día a día de los mexicanos, de los ciudadanos de Hermosillo y Nogales, de Ciudad Juárez, de Morelia, de Oaxaca y de todos esos rincones de un país cansado y harto de tanta demagogia y de tanta ineficiencia oficial.
Bien dicen que la violencia es una epidemia que no hace excepciones. Nadie se salva. Pero, al igual que con las enfermedades graves, sólo los ricos pueden atenderse en Houston o irse a vivir —o huir, como es el caso de muchos delincuentes de cuello blanco— a Canadá. El resto de la población nos quedamos aquí, participando en una orgía de violencia en la que no queremos estar, mientras la alta burocracia y los vividores de las legislaturas se resguarda tras de sus escoltas y vidrios blindados. Este, dice Zagal, es el verdadero “banquete del Bicentenario”, un ambiente nada propicio para festejar.
Bien dicen los expertos que en el México actual, la violencia es mayor que en Ruanda y Congo, lo cual no significa que las pobres y devastadas naciones africanas, víctimas de terribles luchas fratricidas, hayan mejorado. La verdad es otra: en México la violencia es una enfermedad imparable que se ha diseminado por doquier. La posibilidad de morir en la calle ha aumentado gracias a los terribles desatinos, a la inoperancia, y a la falta de visión de los gobiernos de Calderón, de Fox, de Zedillo, de Salinas de Gortari y de todos los previos.
La violencia y sus consecuencias han sido terribles: el miedo se ha convertido en norma, la inversión ha decaído, la desconfianza se ha multiplicado y los impuestos que todos pagamos de poco sirven. El problema ha adquirido dimensiones inconmensurables. Se ha reproducido en forma geométrica y no hay visos de mejoría. Tanto el narcotráfico como la corrupción han rebasado lo “permisible”. Para quienes la ejercen, la violencia carece de límites.
En México la violencia es endémica. Lo mismo sucede con la corrupción, con la impunidad, con la injusticia, con la pobreza, con los políticos ladrones y con la mediocridad de nuestros gobernantes. Mientras que Calderón crea que los jóvenes se acercan a las drogas por ser ateos, y el resto de los políticos se dediquen a golpear a los rivales de otros partidos en vez de trabajar, no habrá solución.
Al ritmo en que se le va desmoronando el país a la nueva pero igualmente ineficaz clase política mexicana, la sub 17 pues, para decirlo en los términos cursis del periodismo sonorense de ayer, no tarda mucho en convertirse en realidad el título de aquella bizarra película de Sergio Arau, Un día sin mexicanos...
Mientras, ayer, aquí en Hermosillo, al filo del mediodía, acribillaron a una persona en el estacionamiento de un centro comercial. Antier, la historia no fue muy diferente en Nogales. Un día antes, en otro punto del estado, se escribieron páginas de muertes violentas. Y así nos podemos ir haciendo la ingeniería en reversa de los sucesos trágicos sólo en Sonora. Al final, no faltará la voz que diga que son ajustes de cuentas. La pregunta es: ¿quién será la víctima de hoy…?