“¿Por qué no inventamos un día para hacer algo que siempre hemos querido hacer —dice un tipo en un comercial de televisión con el cinismo propio de los ociosos—, como inventar un nuevo paso de baile o un deporte nuevo, como el penalti del elevador?”, subraya en un reiterado pleonasmo de la estulticia, pues ese dicho y este tipo sólo están ahí para cantar loas a las bondades de una cerveza que, helada helada, habría de pasar por el gaznate con las tostadas y el requesón, parafraseando el poema de Rubén Darío llamado “Del trópico”, que muchos viejunotes aprendimos en las páginas de aquellos libros de texto en los prehistóricos años de la primaria en la Centro Escolar Talamante de un Navojoa tan bucólico como el mismo poema del nicaragüense:
¡Qué alegre y fresca la mañanita!
Me agarra el aire por la nariz:
los perros ladran, un chico grita
y una muchacha gorda y bonita
sobre una piedra muele maíz…
Pues sí.
¿Y si le tomáramos la palabra al individuo ese y nos inventamos un día digamos que para ser deportivamente felices como lombrices? Ya sea inventando un paso de baile o un nuevo deporte, ¿qué tiene? Ya ven que en México vivimos en un estado de paroxismo total en el que lo más patético es ser testigos toda la semana de las discusiones en televisión nacional de autocalificados expertos que, como si fueran diputados y senadores negociando una reforma política, si lo que marcó el árbitro el domingo era en verdad fuera de lugar, y se hacen mesas redondas todos los días para discutir si las Chivas son una religión o si el América sin Cabañas es nada más el reflejo de la mediocridad del Chucho Ramírez, o en la selección están los que deben estar… yo qué sé…
¿Qué curioso, no? Qué curioso que, por un lado, los medios masivos en México le den tanta cobertura diaria sólo a un deporte (“El juego del hombre”, le dicen los misóginos), como si todos lo practicáramos o gustáramos de él, mientras que los demás deportes son sólo un fantasma, un vago manchón de estadísticas fugaces que hacen pensar que no existen más que en temporadas especiales y en escenarios deportivos del extranjero, y por otro lado arrastramos por el mundo la dudosa reputación de ser uno de los países con mayor índice de obesidad entre la población de arriba, de abajo y del medio, incluyendo a Carlos Slim, Agustín Carstens y a Juan Camaney: Masco chicle, bailo tango y tengo viejas de a montón… ¡tururuuuuuu!
Pues sí, a ver, inventemos el penalti del elevador para ser felices, para pasarla bien con los que más queremos y con los que nos hacen sentir vivos, pero primero es necesario que aprendamos los fundamentos del futbol (y de los elevadores también, claro está) para saber de qué se trata todo esto, si vale la pena intentarlo, si eso nos hace crecer como individuos y como nación, y también encontrar su liga con la felicidad, porque si no fuera así, entonces todo se volvería sólo un anexo del comercial de marras sin mayor razón de ser que un trago de cerveza y listo.
Inventemos un día para ser felices y para estancarnos ahí. Calladitos, a la mejor, porque nos vemos más bonitos. Educados y felices. Disfrutando de esas cosas que inventamos todos los días sin que nos den el mínimo mérito por ello. Pero dibujar una sonrisa en un rostro ajeno es toda una hazaña que tiene que ver con esas pequeñas invenciones, con esa generosa felicidad que tenemos para dar a manos llenos, si es que no son tan egoístas y amargados como uno que yo conozco: deportista en sueños, poeta de corazón, futbolero de riñón y beisbolero de hígado, para decirlo en términos orgánicos.
Todos hemos escuchado alguna vez la frase de Platón (428-347 a.C.) “Mente sana en cuerpo sano”, que encierra todo un concepto filosófico sustentado, fundamentalmente, en la educación y la práctica del deporte como esencia unitaria de la vida. Y si miramos bien, Platón era un tipo tirando a obeso, además de padecer ciertas enfermedades que no diremos aquí porque la ley de acceso a la información impide hacer públicos los datos confidenciales.
En fin... ironías de la vida.
Sin embargo, con el paso de los siglos, la educación y el deporte fueron escindiendo sus caminos al grado tal de que en un momento de la historia cada cual recorría senderos no sólo separados, sino alejados una del otro por criterios torpemente establecidos por la comercialización industrial de los atletas.
En nuestro vecino país del norte, con los gringos, pues, hay casos documentados de jóvenes técnicamente analfabetas que han alcanzado sus diplomas universitarios gracias a sus habilidades sobresalientes en deportes de conjunto (basketbol, beisbol, futbol y otros), lo que les permitió formar parte de los representativos durante toda su estancia en la institución.
Por otro lado, la idealización de la práctica deportiva ha creado mitos acerca de los beneficios físicos que conlleva no sólo practicar un deporte específico sino hacerlo en un determinado aparato que fortalecerá regiones anatómicas que una simple caminata no logra. Y, por supuesto, habrá que hacerlo en un gimnasio fastuosamente iluminado y refrigerado, o en el rincón más solitario del hogar, de preferencia leyendo el periódico o viendo la televisión. Parecen olvidar que cada persona es diferente, y por tanto lo son también sus posibilidades, sus gustos y su respuesta al ejercicio.
¿Dónde queda, pues, el espíritu del viejo Platón? ¿Dónde está el generoso contacto con la naturaleza, el aire, el sol, el canto de los pájaros?, que además de influir en el ánimo del momento, proporcionan elementos para revalorar nuestro entorno. No hay que perder de vista que el deporte, particularmente el de recreación y salud, es una cuestión individual, y aunque lo practiquemos en compañía de otras personas para hacerlo más llevadero, debemos vigilar que sea con base en nuestras propias necesidades y motivaciones.
Con todo, aún en nuestros días, persiste la confusión sobre si practicar deporte recreativo y de salud, deporte de competencia o deporte para esculpir el cuerpo, sin tomar en cuenta la educación, dejando de lado la visión integral de los filósofos de la antigüedad, que no privilegiaban una práctica sobre otra, sino que una estaba ínsita en la otra y viceversa.
Sobrevive, pues, la búsqueda de respuestas concretas y rápidas en la práctica del deporte sin importar el aspecto lúdico, la formación integral de los individuos y su consecuencia inmediata como mejores ciudadanos. Encima de este ideal se mantienen los criterios comerciales que le generan millonarias ganancias a las empresas que apoyan la imagen de los deportistas de alto rendimiento.
Según Pierre Laguillaumie, “la unidad deportiva mundial está avalada por el lenguaje universal: el récord, que es como el dinero para la economía política.” Así, el precio del récord, de la victoria o del alto rendimiento es muy alto, pues el sacrificio de los deportistas en su lucha por la consecución de estos objetivos, los convierten en verdaderos obreros del deporte: sus cuerpos maltratados y castigados por el esfuerzo físico de años de intenso entrenamiento pagan las consecuencias con deformidades que arrastran por el resto de su vida.
En el otro plato de la balanza se encuentra la actividad física libre y espontánea que, sin los rigurosos sometimientos del deporte competitivo, complementa adecuadamente la educación de una persona. Habría que entender el deporte como medio, más que como fin, para lograr el desarrollo integral de la persona en lo humano, en lo deportivo y en lo social, y como elemento aglutinador de las relaciones interpersonales frente a otras formas menos sanas de ocupar los ratos de ocio.
¿Y a mí que me importa, eh?, pensará alguien por ahí. Yo creo que nada… o todo. No sé.
Pero conviene saber un poco de todo esto para inventar el penalti del elevador, vincularlo con lo que somos en esencia y que eso nos sirva para, como mi querida Ana Lidia Torres (larga vida y gloria eterna donde quiera dios que esté), ser feliz como una lombriz…
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