Ayer les platicaba una de las muchas aventuras etílicas de mi primo el Chato Peralta, un espécimen raro de los que en el mundo hay. Pese a todo, a su albañil locura y a su dejadez, hay momentos que no tienen precio, y justamente es cuando me gusta ir a su casa nomás para pasarla bien y salir de ese zoquetal melancólico que me hunde cual arenas movedizas cuando hay luna llena o cuando me muerdo la lengua, que no es cosa extraña en el lento animal que soy, que siempre he sido. Aunque me da un poquito de pena ir a su hogar, pues su familia putativa —que es un matrimonio amigo de allá de San Felipe de Jesús— de rata no lo baja. De rata de biblioteca, se entiende.
Y es que mi primo dice que cuando no se encuentra en un estado verdaderamente zoológico, los fines de semana se la pasa leyendo locuras mil. El ocio productivo, le dicen. Aunque a ese ocio el Chato le dice de otra manera que no pondré aquí, en franca oposición a Manuel Espino Barrientos, para quien un madrazo no le hacía daño a nadie (más que al país), mucho menos a quien en verdad se lo merezca; es decir, en cálculos conservadores, el 50% más uno de la población.
Dice mi primo que aunque, en serio, en la casa que generosamente le permite habitarla no llega a tanto el asunto ese del ocio productivo del que les hablaba. Es más, tan no hay fijón en el asunto que ya hasta puro queso le dan de comer, quien sabe por qué. Y puro queso menonita. Además, no dejan que se meta la Jolette a su cuarto. (La Jolette es la gata de su casa, que por cierto es muchísimo más ociosa que mi compadre, aunque el peludo animal no tiene el hábito de la lectura. La juventud, ya saben, y sus perversos gustos por la cibernética y la web@).
Y encima, en el centro de la habitación del Chato le han puesto una rueda enorme de esa que usan los cirqueros para realizar complicados movimientos acrobáticos para ganarse el sustento, pero que en versión pequeña la utilizan las ratas para ejercitar su miserable cotidianidad. Algún mensaje subliminal habrá en ello. Pero qué sabe mi primo de subliminidades, si ni siquiera le entiende a los chistes del Hilario. “Porque dice chistes, ¿verdad?”, cuestiona mi primo con esa sonrisa angelical de quienes van por la vida con casi cuarenta kilos de sobrepeso.
El caso es que a mí me gusta ir a la casa del Chato a escucharlo hablar de sus amores y desamores, que en parte alivian los míos, que son más platónicos que la dieta del repollo. Y ahí me tienen, cuando hay luna llena, encaminándome a la casa de mi primo a alcoholizar mi depre, porque la luna y la depre son como hermanas siamesas, pegadas desde el abdomen hasta el infinito y más allá, y además ese influjo nos afecta a todos, no sólo a los enamorados del amor: a los que quienes vienen pita, pita y caminando desde un rincón luminoso de los quince, y a los que vagan con su alma a cuestas como flautista de Hamelin, tratando de apantallar a cuanto ratoncito tierno se encuentre a su paso. Y ni qué decir de aquellos que están con un pie pisándole los zapatos a San Pedro: la depresión es casi una experiencia religiosa.
En su más reciente obra, “Los motivos de la nostalgia. Estudio de la quimera y la depresión: el caso del Polacas”, el sociólogo Ariel E. Silva-Encinas menciona que existen fuentes disímbolas que provocan la depresión: desde perder el empleo hasta subir de peso, desde perder el cabello hasta cumplir 40 años, desde vivir en soledad hasta mal alimentarse. “Pero quizá —menciona el autor— las causas más significativas son aquellas que nada tienen que ver con aspectos físicos sino sicológicos, ciertos procesos mentales que ejercen una enorme presión al individuo al grado tal que éste se enconcha en un mundo de soledades manuales, y esas causas son difíciles de determinar y, sobre todo, de atacar en el corto y mediano plazo… Y del amor mejor ni hablamos”, dice el autor en la página 273 del libro.
Y es que el amor es algo que trastorna hasta al más pintado para guerra. Yo, por ejemplo, recuerdo ahora mismo la historia de un amigo a quien el amor le secó el hemisferio izquierdo del cerebro y le infartó la parte de abajo del corazón. Ya sé que no me van a creer, pero se los juro por ésta (dedos en cruz, no lo que usted imagina, cochinón lector, eh) que lo que les digo es la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad. Y es tan actual, que no hace mucho sucedió... digamos que un año y medio.
Le pasó a un vecino del barrio. En Santa Fe. Aunque ya no vive por ahí. Ahora radica un poquito más al poniente, en un lugar ubicado sobre el bulevar El Llano, más allá de Los Lagos. Y ¿saben por qué? Simplemente porque se enamoró. En serio. Se enamoró como adolescente. Con un amor plomeramente silvestre, como debe ser el amor más puro… me imagino. Y es que el amor es una cosa esplendorosa. Nos levanta por encima de donde nos encontramos. Lo único que necesitamos es amor. Dios es amor, y Rigo no se queda atrás. Que frases tan lindas, y tan ciertas. “¡Es tan hermoso estar enamorado!”, dicen los personajes más cursis de las telenovelas mexicanas. Y también las canciones de Juan Gabriel, en ese lenguaje cifrado que manejan los artistas. Hasta Lazcano Malo dice de manera directa: “…que el diablo me lo perdone, pero es que tus calzones se han convertido en mi religión porque eres la mujer con la que siempre soñé…”
Alguna vez en nuestra existencia hemos llevado a flor de piel este sentimiento. Algunos a distintos niveles que otros, pero todos hemos amado. Hemos amado a nuestros padres, a nuestros hermanos, nuestros abuelos, parientes; incluso a nuestros maestros, porque dicen los sicólogos que de verdad saben del asunto que todas aquellas personas que se encargan de satisfacer nuestras necesidades primarias despiertan un fuerte sentimiento de aprecio en nosotros. Así que no es raro que uno se enamore hasta de su abuelita.
Aquella famosa frase popular que reza “El amor es ciego” es muy cierta. Puesto que al enamorarnos, muchas veces dejamos de apreciar acciones y actitudes en el ser amado que normalmente serían muy notorias. O sea, ya no nos fijamos si el objeto de nuestras pasiones es malhumorado, egoísta o tiene cierta inclinación hacia la bebida que lo pone como bestia y termina bailando con uno mismo “La playa sola” de los Invasores de Nuevo León. ¡Qué sopor y qué bochorno!
Pero el amor, esa cosa esplendorosa, todo lo puede, dicen los enterados. Y es que cuando uno es herido por las saetas de cupido, no hay nada que valga más que lo que la otredad provoca en uno. “Es una sensación de plenitud que ni medio kilo de carne asada hace que uno sienta”, dijo el otro día el Chato, sirviéndose un taco. Acaso así sea el amor: un camino nebuloso que nos lleva a destinos que tal vez ni dios pensó. Y eso fue lo que le pasó a mi amigo de allá de Santa Fe.
En serio: no me lo van a creer, pero mi ex vecino se enamoró de un tinaco. En serio. Se enamoró como si fuera un rinoceronte de Sumatra. Y es que con los tandeos, el tinaco se ha vuelto un artículo de primera necesidad. Casi casi una obligación que pinta rayas sociales y que separa a los hombres de los niños, para decirlo de un jalón.
Así que cuando su mujer le ordenó a mi amigo que buscara un tinaco en los catálogos de oferta de una reconocida tienda departamental, al ver el marcado con el número 595784 perdió la razón, al grado tal que aquella obsesión le infundió la serenidad esponjosa de la inapetencia sexual por su esposa, a quien dejó en tal grado de abandono que ella tuvo que buscar consuelo en los brazos del repartidor de Aqua Pura, al que le toca entregar lunes, miércoles y viernes la dotación correspondiente (con su repechadón gratuito, según dice la vecina de enfrente).
La última vez que fui a visitar a mi amigo a la Cruz del Norte, tenía en su celda la foto de un Tinaco Rotoplas. En un momento de angustia, me dijo a media voz: “¿Cómo no me iba a enamorar de un tinaco Rotoplas 1100, protegido con plásticos anti-bacterias en el interior, tapa con rosca para sellar 100% y evitar el paso del polvo, y además con los accesorios más finos, como un flotador del número 5, válvula de llenado de 19.05 milímetros, multiconector reforzado, válvula de esfera también de 19.05 milímetros, jarro de aire aprobado por la FDA gringa, plásticos anti-bacterias desarrollados para cuidar la salud de toda la familia, y encima de todo, una hermosa doble capa: la exterior negra impide el paso de la luz solar; la interior blanca facilita su limpieza?”, señaló en ese éxtasis que sólo el amor por un tinaco puede inspirar. Y todo gracias, como dijo mi amigo, al tandeo. ¿Quién iba a pensarlo, eh?
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