Don Romualdo vivía en el barrio de La Laguna, allá en el Navojoa de mi remota infancia.
Digamos que era un hombre muy conocido porque tenía máquinas trilladoras, y en aquel entonces la agricultura era un oficio muy noble y que redituaba bastante, sobre todo a los terratenientes, a los avorazados que les rentaban la tierra a los agricultores pobres, y por supuesto a los dueños de maquinaria e implementos agrícolas… ajá, como Don Romualdo. Claro.
El caso es que nuestro personaje tenía bastante lana, y como tenía mucho dinero, la gente lo respetaba, inclusive los partidos políticos de aquel entonces trataban de cautivarlo para que ingresara a sus filas y les acarreara agua a su molino. Algo así como lo que hizo Álvaro Obregón en su momento histórico, y que ahora, en nuestros días, en éstos, han disfrazado torpemente como la incursión de los empresarios en la política, y de sus juniors preparados en escuelas de Tucson y en el Tec de Monterrey para que las ganancias que genera administrar los bienes públicos se quede en la familia revolucionaria, en la que ostenta su acción nacional o en los verdes convertidos en zopilotes que se disputan los restos podridos que le tiran como a perros famélicos los dueños del teatro de la política nacional. Eny, wey.
El caso es que de tanto que fue al agua, le quebraron el cántaro a Don Romualdo, y una vez, en un trienio que no puedo ubicar en mi nebuloso pasado (ya saben que a veces la memoria es como el trapito de bajar la olla: algo que está ahí colgado dando tristeza), perdió su tiempo como regidor supongo que por el Pri, que a nivel municipal regenteaba uno de sus múltiples compadres, y que ya desde entonces tenía ese mecanismo de selección de candidatos para puestos de elección popular: o sea, todos ponen pero el que gana soy yo.
Y ahí estuvo Don Romualdo durante tres largos años en los que además de enriquecerse con la maquinaria que rentaba, recibía no sólo su dieta o quincena o como le llamen al dinero que reciben los regidores (“¡Hombre: cuestión de preguntarle al Epifanio!”, dirá el enfadoso del Edgardo Acosta, uno de sus más fieles seguidores desde que se le volteó la canoa… al Edgardo, no al otro, se entiende, ¿no?), también las prebendas que no aparecen en el cheque pero que por debajo de la mesa se entregaban (tiempo pasado, eh, porque ahora ya no se usa eso, je) puntualmente, y dependiendo del peso específico del regidor, eran más o menos los ceros que adornaban los numeritos iniciales.
O sea, Don Romualdo bateaba por ambos lados: en las ligas mayores hubiera sido todo un éxito, pensaría el Rubio, triste y meditabundo porque en la reciente Serie del Caribe nos faltó precisamente un tipo que bateara por ambos lados, sin que esto sea necesariamente un albur, ¿no?
Y encima, su hijo, Luis Romualdo (que apenas había pasado sin pena ni gloria por la escuela preparatoria de la Universidad de Sonora instalada en la perla del mayo y era, según las voces de sus compañeros, una verdadera bestia que lo único que sabía era recitar el Brindis del Bohemio y algunos poemas de Rubén Darío y Amado Nervo: Muy cerca de mi ocaso yo te bendigo, vida, porque nunca me diste ni esperanza fallida, ni trabajo injusto ni pena inmerecida…) daba señas de tener interés por incorporarse al febril pero siempre redituable oficio de no hacer nada en el campo de la política, con lo que tenía asegurado su éxito y su rápido disciplinado ascenso.
Y sí: Luis Romualdo, gracias a su carácter sumiso y su estar sin estar, se convirtió en el literalmente hablando caballo negro durante unas elecciones a la alcaldía, pero no va este tonto una tarde de junio, en lo más apretado de la calor, a meterse en una cantina de las que todavía están en la calle Cuchilla y se trenzó a golpes con un albañil, cuñado de un ejidatario al que le habían expropiado las tierras y que sospechosamente habían aparecido a nombre de Don Romualdo, en esas extrañas volteretas circenses que propicia la política región cuatro en México, y cayó de cabeza hacia atrás, con tan mala suerte que se golpeó la región de la encefalitis equina con la pata de una silla de metal en la que se sentaba el más gordo del grupo de músicos que amenizaba aquellas tertulias con sus aullidos de coyote en celo, y ahí quedó en calidad de vegetal el malogrado candidato, tirado como regla de 30 centímetros de metal, toda charrascalosa en sus orillas por el golpeteo constante contra los muros de cemento, que casi siempre para eso utiliza uno esas reglas.
El asunto es que el Luis Romualdo duró tres días internado en el Sanatorio Lourdes, conectado por todos lados a todos los tubos, mangueras y alambres que le pudieron conectar con el fin de que se aliviara y siguiera con su campaña, pero el ahora denominado “Milagro Cabañas”, con todas las reservas, claro, no llegó para el joven aspirante a político viejo, y en su lugar vino el espíritu santo en forma de monja a llevárselo “de las cuclillas” (como dijo el Cheyk aquella tarde de cervezas y futbol, más lo primero que lo segundo) y hasta ahí le llegó el corrido a la esperanza de que en Navojoa iniciara una nueva revolución (“un zangoloteo político”, como dijo uno de los viejitos mayos que todos los días iban y venían del Bacame Viejo).
A cambio, nació la leyenda de Luis Romualdo, y en vano varios candidatos del partido que vinieron después quisieron retomar el ideario de Luis Romualdo, que en realidad no eran más frases tomadas de los poemas de Darío, Nervo y párrafos completos, pero parafraseados, del Brindis del Bohemio.
El partido, generoso como ha sido siempre con los revolucionarios, aunque todavía no se hayan salido del closet de la revolución, premió a Don Romualdo con otra regiduría para que no la hiciera o hiciese de tos, pues lo del terreno expropiado salió a la luz pública, pero ya sabemos que la opinión pública a veces es un mito y a veces es un mitote.
Así que para que las cosas no fueran más allá de lo que ya habían llegado, le dieron vueltas al Toma Todo hasta que cayó en “Todos toman”, y obviamente que todos contentos, según reza la mitología regional. Hasta el albañil golpeador, el ejidatario sin terreno y los hijos de Luis Romualdo recibieron lo suyo, de acuerdo, claro, al peso específico de cada quien, porque tampoco se traba de distribuir la riqueza nacional entre muchos: la democracia no da para tanto; no, señor.
El caso es que así se fueron los años cantados por Rocío Dúrcal (qué vueltas que da la vida, qué mundos tan diferentes y otras cursilerías) y Don Romualdo, como la vieja estación del tren en Navojoa, se fue cayendo a pedazos: se hizo viejo, pues, como todos, y fue dejando pedazos de su miseria y su fortuna (personal y económica, respectivamente) por dondequiera que iba… y los miembros del partido lo seguían consintiendo al grado de inventarle puestos en las administraciones municipales para que se refugiara mientras daba rienda suelta a sus perversiones de pederasta, tan conocidas y tan calladas por todos, que resultaban como la presencia de dios, “que sin verlo se siente su presencia”, susurra la Rebeca con los ojos lacrimosos y la voz temblorosa como invasor municipal en lo más duro y gélido del invierno (“Deja tú lo gélido —dicen que dijo el Polacas aquella vez que perdió la chamarra el primero de enero en Punta Chueca—: lo frío que está, caón”. Pos sí).
Dicen, porque a mí ya no me consta eso, que hacia el final de su vida Don Romualdo abandonó a su mujer y a su prole, ya crecida pero bien instalada en los escalones del sistema, porque su afición por las chicas lo tenía siempre entre la espada y la pared.
Muchos navojoenses saben también, porque fueron testigos de ello, que nuestro personaje había adquirido el hábito de la bebida al grado de que se había vuelto un alcohólico que terminaba los días hecho una verdadera lástima, porque de aquel hombre que había sido pujante y equilibrado a la sombra de las tranzas que le permitían sus compadres del partido, al final de su vida ya no quedaba más que un nombre hecho jiras por tan usado, con un dudoso prestigio y una vaga imagen que alguna vez había representado a lo mejor de nuestra tierra, como si fuera anuncio del Nuevo Sonora.
Alguna vez me dijeron que cuando murió Don Romualdo, como en el corrido del Moro de Cumpas, vino gente de onde quiera: hasta el peor gobernador que tuvo el estado, que a esas alturas ya era algo así como la extensión del muerto, estuvo en su sepelio y dijo unas palabras que nadie entendió porque sobre sus hombros pesan acusaciones peores: un genocidio nacional que se ha calificado como crimen de lesa humanidad.
Incluso, el dirigente del partido —maravillado y miope— vino y dijo creo que sus últimas palabras como dirigente, que fueron de la misma calidad que siempre tuvo: un verdadero bodrio político que en nada le ayudó al muerto pues lo acabó de matar con su retórica hueca y demagógica… ni modo, Romualdo, con gente así te codeaste y ahora te aguantas… ahora te aguantas…
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