“Pobrecito el viejo Colosio, al fin se murió”, me dijo doña Olga el domingo pasado, y yo me quedé como pensando que para mí hace mucho que ese señor había muerto, al menos como licencia poética, y unos días después de su “sentido fallecimiento” —como señaló la fauna política mexicana—, su hijo, Luis Donaldo, con todo y su ideario, cumplió 60 años. De alguna manera, la memoria —que es un prodigio— y la imaginación —que es canija y libertina— se aliaron, cocinaron un complot y se me vinieron a la mente un montón de escenas que la cursilería región cuatro que nos marca me empujó a escribir:
«Un atentado criminal segó la vida de Luis Donaldo Colosio, lo cual sacudió hasta sus cimientos la vida pública y entristeció a toda la nación. Su asesino confeso detenido, sometido a proceso y sentenciado ya a 42 años de prisión. Las investigaciones no se han cerrado: en el esclarecimiento de este crimen aberrante está comprometida la Sub Procuraduría especial, sin cortapisas, sin más límite que la ley. Las fuerzas políticas, los grupos y los medios de comunicación, la sociedad entera, han resentido este golpe que habíamos visto en otros países pero del que nos creíamos exentos. Con igual firmeza, todos lo han rechazado.
La nobleza de los propósitos de Luis Donaldo Colosio son ahora más, mucho más fuertes en nuestra sociedad; su mensaje democrático alienta el compromiso de seguir cambiando, seguir avanzando, seguir construyendo la grandeza de la nación. La calidez de su sonrisa y la firmeza de sus propuestas calaron hondo en el sentimiento popular, más hondo de los que algunos suponían hasta antes de marzo de 1994, al mantenerlo en su memoria y en su afecto, el pueblo ratifica la fuerza de su candidatura y el carácter superior de ser humano que Colosio alcanzó. Su ejemplo es imperecedero. Su bondad, su capacidad de conciliar y su generosidad, el enorme compromiso que él tenía con las mejores causas de la nación, especialmente con la democracia, nos hacen falta ahora y siempre…»
La historia señala que a Luis Donaldo Colosio lo mataron de dos tiros aún impunes siendo candidato presidencial el 23 de marzo de 1994 en Tijuana, antes de llegar a Sonora, donde —según Ramiro de la Rosa— tenía pensado hacer un pronunciamiento muy serio sobre la campaña y sobre la situación que imperaba en las esferas políticas en las que se desenvolvía Luis Donaldo.
Nunca llegó vivo a Sonora: su cuerpo fue inhumado en medio de un boato espectacular en el pequeño cementerio de su natal Magdalena, hasta donde llegaron el Presidente y sus ministros, el arzobispo y sus plegarias, gobernadores y alcaldes, periodistas y guaruras, Diana Laura y su cáncer, Don Luis y su tristeza negociada, el viento helado de la muerte, la sinrazón de la impunidad, el coraje contenido de miles de mexicanos, y allá a lo lejos, tras la valla de soldados y policías, los ojos silenciosos de los sin voz, de todos aquellos que creyeron en él y acompañaron con sus rezos callados el vuelo ensangrentado del alma de Luis Donaldo, de esos que fincaron su mínimo, insignificante trozo de esperanza en Colosio para resistir con dignidad la inacabable sequía de la miseria y evitar que el hambre devore la enfermiza humanidad de sus hijos —acaso ya muertos a estas alturas— y de su mujer embarazada de pobreza y más pobreza.
Así llegó Luis Donaldo a Sonora, y así fue enterrado.
Y antes de que las flores se marchitaran sobre su lápida, el regocijo le abrió sus puertas a la mediocridad y se echó a andar la maquinaria del enredo disfrazado de Comisión de Seguimiento para el Caso Colosio. Y también se desataron los rumores y los decires, pero ¿en verdad sigue siendo una felonía señalar que Colosio tenía contacto con los grandes narcotraficantes? ¿Acaso resulta una insensatez asegurar que gozó del apoyo de los zares de la droga en México? ¿Es posible imaginar así a Luis Donaldo?
Todavía hay quienes meten las manos y el alma al fuego por la limpieza del nombre de Luis Donaldo Colosio, por lo que significó y sigue significando a más de tres lustros de su artero asesinato.
Y también hay quienes lo lloran como figura religiosa, como ícono de la santidad, como quien nos quedó debiendo ese México de calles anchas y arboladas y niños jugando sobre el césped verde de la felicidad.
«No es posible —dicen las voces anónimas detrás de las ventanillas de la desesperanza— que un hombre con su sonrisa y su origen, su cultura del esfuerzo, su formación familiar, su mirada franca y transparente se haya entendido con los envenenadores de los sueños». De otros no podrán decir lo mismo: ni el mismo tiempo ni el registro histórico los puede salvar.
Al fin, ¿qué ha costado la muerte de Luis Donaldo Colosio?
La rabia, dijo Armida.
La desesperanza, dijo Clara.
El desconsuelo, dijo Francisco.
La injusticia, dijo Alfredo.
La desilusión, dijo Amelia.
La desilusión...
La devaluación, el engaño, el fracaso, un Mario Aburto, el insomnio, la orfandad, el grito, las ilusiones, el desamor, la tristeza, el dolor, la carne viva, el mal fallo, la patria, los sueños, el orgullo, la cultura del esfuerzo, el quinto pasajero, el cansancio, el silencio, la sonrisa, el México con hambre y sed de justicia, la impunidad, los videntes, el programa Solidaridad, los huesos sembrados en la imaginación, el Duende de Dublín, las pirámides ostentosas, el recuerdo de mi abuelo, la conciencia carcomida, los bustos gigantescos, otro Mario Aburto, las calles y los parques con su nombre, los interrogatorios secretos, las escuelas a medio construir, la mirada de los niños, la dignidad de los políticos, el 15% del IVA, los gestos de Roque Villanueva, el deslustre de Don Luis, el polvo sobre la ciudad, lo gris del invierno, la figura de mi madre, los perros que ladran a la luna, el rumor cadencioso de la ignorancia, los gritos de la miseria, la oscuridad de Doña Ofelia, el reloj trabado para siempre a las cinco de la tarde, el cansancio de mi mujer, los pasos en la azotea, el sofoco de las tres de la mañana, la bala destrozando el cráneo, el video escalofriante de Lomas Taurinas, el tumulto de la angustia, la muerte aleteando su agonía, los acribillados, los descabezados... la muerte irremediable... la muerte al fin...
«Salinas de Gortari», retumba en todo México: no hay quien no aseguró en algún momento que Carlos Salinas de Gortari fuera el asesino intelectual de Luis Donaldo, o que al menos tuvo mucho, muchísimo que ver con la muerte de Colosio. Él y José Córdoba Montoya. Uno y otro. Hay quienes siguen sosteniendo que ellos son los culpables. Hay quienes piden que sean detenidos, juzgados y condenados. Hay quienes están dispuestos a cerrar sus celdas y extraviar las llaves.
A más de tres lustros de patológicas investigaciones, no hay nadie ya que pague toda la impunidad que puede caber en un país que se desmorona moralmente, y no, no por el asesinato de alguien que a estas alturas del tiempo seguramente la historia ya lo hubiera linchado…
Por cierto, los párrafos iniciales esta entrega, líneas con las que estamos todos de acuerdo, las que alguna vez hemos dicho acaso sin voz, fueron pronunciadas por uno de esos tantos colosistas de generación espontánea, de esos que hoy abundan y que citan el nombre de Luis Donaldo para asegurarse el éxito en su porvenir político... Aquellas palabras fueron leídas por Carlos Salinas de Gortari en su último Informe de Gobierno.