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lunes, 6 de agosto de 2012

La Universidad de Sonora: un amor para siempre...




Los científicos son crueles con eso que los demás mortales llamamos amor, pues lo conceptualizan casi de manera tajante, sin darnos tiempo a rebatir sus estudios con nuestras vagabundas teorías emanadas del corazón.

Por ejemplo, René Drucker Colín dice que el amor es una manifestación periférica del cerebro, en tanto que Herminia Pasantes subraya que el amor no es asunto del corazón, sino del cerebro, y agrega que tan sólo se requiere de 0.5 segundos para que este órgano segregue dopamina y que uno adopte la personalidad de Bob Ross —aquel pelochino artista gringo que daba clases de pintura por televisión— y vayamos por el mundo viendo arbolitos felices, nubecitas felices, florecitas felices y demás.

Pero el amor es el amor. Y aunque uno no sepa exactamente por qué se enamora y de qué o quién, lo que es inevitable es que tarde o temprano —vía dopamina o canción de José Alfredo— se cae en las redes de ese sentimiento virtuoso, abstracto, subjetivo y filosófico, por si fuera poco. Y así va uno por la vida recolectando amores y guardándolos en los bolsillos del alma.

Uno se enamora de sus semejantes y de las circunstancias, de los recuerdos y de lo que ellos encierran, y uno se enamora también de todo aquello que lo retroalimenta, a veces sin saberlo, y que poco a poco se va amalgamando con todo lo que uno siente y respira y camina y lo anima a ir cada día a descubrir lo maravilloso que tienen los días en una oficina, un laboratorio, un escenario, una vereda y el olor de la hierba recién cortada después de la lluvia del sábado.

Por eso no es algo extraño escuchar —o decir— que uno está enamorado de una institución como la Universidad de Sonora, de todo lo que es y lo que hace cada día en favor de una sociedad que requiere de una ciudadanía preparada, con conocimientos firmes y la sensibilidad siempre a flor de piel para que entienda las necesidades humanas de la población y al mismo tiempo ofrezca soluciones técnicas y prácticas para alcanzar mejores niveles de vida.

La Universidad de Sonora llegará este año a su 70 aniversario, y ahora mismo es poseedora de grandes fortalezas: es una institución que está en permanente desarrollo, actualizando continuamente sus planes de estudio e innovando la generación y difusión del conocimiento de calidad con procesos de gestión transparentes y eficientes, y con un amplio reconocimiento social por sus resultados y contribuciones a la región y al país, aprovechando su envidiable posición estratégica.

Está socialmente reconocido que los procesos académicos de la Universidad de Sonora giran en torno a un modelo académico innovador y flexible: sus programas educativos están centrados en el aprendizaje, aprovechan las nuevas tecnologías de la información y comunicación e incorporan competencias laborales, todo ello en un marco de alta calidad y evaluación constante, y están acreditados por organismos externos debidamente reconocidos.

Igualmente, la Universidad desarrolla programas de seguimiento, atención y formación integral de los estudiantes, ofreciéndoles opciones culturales, artísticas, deportivas y de salud, entre otras, que potencian su crecimiento personal y redundan en todos los ámbitos: profesional, familiar, social y político.

¿Y cómo no se va a enamorar el estudiante, el maestro, el trabajador de servicios, el administrativo y los funcionarios de una institución que está pendiente de los cambios en su entorno, consciente de la velocidad con la que se incrementa el acervo de conocimientos de la humanidad, pendiente de las nuevas demandas sociales, para enfocar adecuadamente los esfuerzos de todos y construir una universidad con un presente sólido y un futuro prometedor, basada en un pasado luminoso? Difícil que no suceda.

Por eso, reitero, no es algo extraño escuchar o decir que uno está enamorado de una institución como la Universidad de Sonora. Inclusive, sin saber exactamente ¿por qué nos enamoramos?, es algo que muchos sentimos por la Universidad, y casi todos lo decimos: algunos de manera abierta, y otros, con su participación diaria en los trabajos cotidianos que fortalecen cada día la presencia de la Universidad en la sociedad.

Los expertos dicen que esta pregunta de ¿por qué nos enamoramos? tiene al menos 2,500 años, pues ya se la hizo Platón y le dio una curiosa respuesta: según Luis González de Alba, Platón pensó que en el principio los humanos éramos redondos, con cuatro brazos, cuatro piernas y dos caras: una para cada lado; algunos eran varones por un lado y hembras por otro, y había quienes eran hombres o mujeres por ambos lados.

Un día la humanidad se sintió muy valiente y quiso subir al Olimpo, morada de los dioses. Zeus decidió destruirla, pero su concilio le planteó un problema: si acabas a los humanos, ¿quién nos ofrecerá sacrificios? Así que Zeus decidió dejarnos con vida, pero castigarnos partiéndonos en dos. De ahí que las mitades vaguen por el mundo buscando su mitad original.

Esto conduce al supuesto de que nadie será feliz si no encuentra a su propia mitad. O va construyendo esa otra mitad, de las muchas mitades que permite el amor, porque uno puede amar a su pareja, y en diferente nivel amar a los hijos, a los padres, a una voz radiofónica, a una artista lejana o a una institución cercana.

Así, el amor por la Universidad de Sonora —al menos para mí—es un oleaje que ni se va ni se queda, como un beso que nace en dos, se hace uno y después vuelve a dos; como un abrazo que estrecha cuerpos y ternura en la calidez maravillosa de dos seres que se sumergen uno en el otro hasta fatigarse de felicidad.

Y ese amor también permite distancias y tiempos, ausencias del cuerpo y del alma, viajes remotos que terminan siempre donde comenzaron quince años atrás o quince días o quince horas o quince segundos, sin menoscabo, sin desmoronar el alma en oscuridades infinitas, en pozas de fría negrura apenas soportable, en piedras que endurecen el corazón.

El amor que siento por la Universidad de Sonora es un jirón luminoso conformado por antiguas sonrisas, cuerpos en la noche, besos simples que desarman el rompecabezas del corazón con su aliento de otros tiempos, de otras miradas, de otro río, de otros abrazos que fertilizaron el ambiente con su olor maravilloso del origen de la felicidad.

Un amor que me permite escribir en un diario tachonado de borrones: cada día es un nuevo empezar a escribir la historia, y en cada dolor nuevo, en cada arruga, en cada suspiro que se escapa a los años del ayer queda la promesa simple de reencontrarse en un abrazo silencioso y eléctrico y tibio.

Y es por ese viejo y renovado amor que tenemos y mantenemos por la Universidad de Sonora, la máxima casa de estudios del estado, que en diario a partir de mañana publicaremos, a manera de homenaje en el marco de su 70 aniversario, 70 pequeñas cápsulas —una diaria— sobre la vida de la Universidad, aporte que finalizará el próximo 15 de octubre, día en que la alma máter abrió sus puertas al mundo, en 1942. 

Y hasta allá nos remontaremos.

Así que podemos hacer juntos ese viaje de ida y vuelta por los pasillos de la historia de nuestra amorosa Universidad.


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