Trova y algo más...

lunes, 18 de enero de 2010

Ni chance de salir o ser sacado…

Dispénseme el lector. Ahora contaré una historia íntima. Particular. Muy personal: digamos que es la historia de mi lado sucio; o sea, es casi casi mi historia, aunque reducida a una cuartilla y media, y retacada toda en una granulosidad, pues es la historia de un granito que —según mis cálculos orgánicos— me brotó en salva sea la parte gracias al pre tandeo nocturno generosamente patrocinado por Agua de Hermosillo y demás técnicos de las utopías, tan buscados en este momento para mandarles flores y demás muestras de cariño, según me han dicho… mjú…
Y pues déjeme decirle, tandeado lector, que el viernes amanecí con granito “ahí”, y usted sabe que los granitos ahí son verdaderamente molestos. Y encima era viernes.
Viernes... Día en que le ponen a uno la correa y los sacan a pasear a los antros. Bailar y beber moderadamente. Volver en la madrugada del sábado en medio de un concierto de perros aullándole a la luna y lanzando mordidas a diestra y siniestra, y de jenízaros patrullando la ciudad, también lanzando mordidas para acabalar la quincena. ¡A-ñil!
Uno pensaría que por ser viernes de esperanza, todo sería maravilloso, pero no: el granito amaneció ahí, y ahí se plantó con una entereza propia de Ignacio Zaragoza frente al invencible ejército francés del general Lorencez en los fortines de Loreto y Guadalupe allá en Puebla, antes de que fundaran el equipo camotero, y una solidez sólo comparada a los posgrados de la Universidad, según el desplegado… y ahí se ha mantenido hasta hoy como líder social en huelga de hambre.
Firme en su postura de molestar al sistema —al sistema nervioso, en mi caso—, el granito se ha sostenido como aquellos barbudos del “¡Patria o Muerte, venceremos!” que derrocaran al dictador Batista. Y ni chance de salir el sábado a contonear conyugalmente los 95 kilos. Ni chance de libar para excitar la lívido. Ni chance de salir o ser sacado por la mujer a pasear como falderillo feliz. Y todo por el grano ahí, aferrado como a un hueso político.
Y ni que yo —este lento y granuloso animal que soy, que siempre he sido— tuviera aquellito como lo tuviera alguna vez la Coty: ¿recuerdan que alguna vez les platiqué de ella?
Si no lo recuerdan, pues les diré que nuestras mamás decían —en sus asambleas vespertinas en la tienda de la Centolita, entre latas de puré y paquetes de pan de barra, allá en el barrio del Navojoa de hace más de 40 años—: “Algo tendrá la Coty…” cuando nos veían todos amasomados, con puros cincos en la boleta, persiguiendo mariposas amarillas y suspirando azúcares multicolores por todos los rincones de la casa. Y siempre le echaban la culpa a la Coty.
No estaban muy erradas nuestras mamás, pues nomás teníamos chanza nos íbamos detrás de ella para darle salida y salud a las hormonas enloquecidas de aquel verano del 69.
La Coty era una muchacha un poco mayor que nosotros en muchos sentidos, sobre todo en aquel que los lectores avezados y malpensados se imaginan. Trabajaba en la casa de la esquina, y todas las tardes la veíamos pasar cuando iba por leche o venía de la tienda con los huevos en la mano: ¡Dios mío! Y en serio que todos sentíamos ñáñaras.
La Coty era una muchacha morena y delgada que al pasar nos miraba con aquellos ojos negros que nos quemaba la soledad en el bajo vientre y nos hacía sentir que los huesos se nos convertían de espuma y que nos quedaba un vacío enorme cerca de la cintura. No iba a la escuela y ni falta le hacía, pues ya se sabía todo, desde modular la voz hasta caminar cadenciosamente y, sobre todo, iluminar a una docena de chamacos peludos y malpeinados que con sólo verla dejábamos que la vida se echara a rodar sin sentido, como hámster en su rueda interminable.
Así era la Coty. Morena, delgada y sensual. Y a todos nos medía por igual. Nos dejaba llegar hasta donde ella ponía la rayita y nadie pasaba de ahí. Por eso perdíamos el aliento, digo yo, y las ganas de estudiar. Incluso, yo sé de algunos chamacos de aquellos que estaban enamorados de ella. Hoy, aquellos canijos de entonces son padres de familia ejemplares y profesionistas distinguidos que han hecho carrera en Navojoa, sobre todo, pero también en otras ciudades del estado… pero de eso no hablaré ahora.
La Coty era, como seguro lo piensan, el alimento preferido de los chismes de nuestras mamás: “Que no tenía papás… que de noche trabajaba en la Plaza Cinco de Mayo levantando borrachos… que siempre había dejado que sus patrones se aprovecharan de ella para que no la corrieran… que ya tenía hijos… que le gustaba la bebida…” y toda esa información relativamente basura que se intercambiaban en el mostrador de la tienda de la Centolita, como adelanto impensable de los programas tipo ventaneando.
Pero a nosotros nunca nos importaron esas versiones. Lo único que sabíamos era que aquella muchacha morena y delgada nos prometía el paraíso cada vez que nos hablaba, o que nos dejaba el reguero de los olores de dios cada vez que pasaba a nuestro lado con gran indiferencia, o que nos jalaba con esa sustancia intangible que tan bien describiera Oscar Lewis en “Los hijos de Sánchez” cuando se refiere a la fuerza de atracción que ejercen las mujeres sobre la mayoría de los varones. Eso nos importaba. Y lo demás era pecata minuta, como dicen que respondió Cristóbal Colón cuando le dijeron que la tierra con la que se había topado en sus andanzas no eran las Indias Orientales, sino un nuevo continente. ¡Porca miseria!
La Coty tenía ese no sé qué que qué sé yo que nos hacía naufragar en los lodazales del autocontrol desbocado, chamaco y hormonal, y nos hacía crecer por momentos como si fuésemos gigantes de bolsillo dispuestos a enfrentar los huracanes de las primeras pasiones juveniles, tan desastrosos como traumáticos, pues se ha sabido que algunos varones se han convertido en conductores de programas de espectáculos al no salir avante de las primeros naufragios pasionales con mujer experta, como decían las chismosas de nuestras madres que era la Coty.
Pero que yo sepa, no me parezco a la Coty. Para nada. Bueno: nomás en la morenez y en lo esbelto y guapo, pero nomás (ja!). Por eso me resulta inexplicable que los granitos (porque a estas alturas ya son como treinta, amontonados como hormigas en mi cuello y espalda, incluso sé por fuentes dignas de todo crédito que ya están pensando en fundar un partido político —Partido de la Nueva Tranza— y quieren impulsar para las próximas elecciones al “Místico maravilla” como candidato a la presidencia de la República) sigan ahí.
Simplemente están ahí, de manera ociosa, haciendo que mis días se conviertan en una pasión más humana que la de Cristo, si fuera posible. (Ignoro, y lo digo con esa sinceridad que me caracteriza, mjú, si Cristo habrá tenido alguna vez un granito “ahí” que después se multiplicó como los panes, los peces y el vino: cosa de leer bien La Biblia, tal vez, para salir de la duda).
Como sea, ya se acabó el fin de semana… y no me pusieron la correa… lo único que me pusieron fueron unos fomentos tibios para ablandar aquellas granulosidades de la nostalgia, que el cuerpo se acomode a esa nueva realidad y volver a enfrentar la vida jubilosamente: eso sí, con un ligero hedor a abandono social, como si también me hubieran tandeado la felicidad y la esperanza.
Total: todas las semanas traen sus fines de, y todos los cuerpos tienen sus mecanismos de defensa, aunque a estas alturas, en mi caso —ya que me tomé la licencia de contar una historia íntima y particular— funcionen a medias, como si uno nada más tuviera fuerzas durante ocho horas al día —cuatro, en el verano, según ya han comenzado a graznar las aves de mal agüero— porque el resto de la fortaleza se derrama por el montón de fugas y baches que tenemos por aquí y por allá, como si fuéramos la ciudad de Hermosillo, habitada por hormigas vacunas que sólo siguen las instrucciones de la demagogia… ni más ni menos…
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