Trova y algo más...

jueves, 28 de enero de 2010

Yo siempre digo mentiras...

Tengo una bronca digamos que existencial: Una vez que le dije a mi entrañable y extrañada amiga Karlangas la expresión "Yo siempre digo mentiras" como respuesta a un reclamo suyo sobre un vago aspecto laboral que no recuerdo, se quedó con una expresión en el rostro como de Cinta de Moebius, y después se fue a inscribir a la Maestría en Literatura Hispanoamericana.

Yo, que ya estaba instalado en mi propia nube de enredos filosóficos, me quedé asombrado de mi propia lucidez —epidérmica, pero lucidez al fin— que nomás me ha servido para flotar por la vida río arriba como un gavial, con ese aspecto prehistórico del cual sobresale una extraña nariz, ya carroceada en mí con sapiencia y paciencia por la doctora Irma Dick, larga vida y gloria eterna. Amén.

Yo siempre digo mentiras, he repetido a lo largo de mis años más recientes, que no sé si serán los últimos —ya les contaré en mi próxima reencarnación, siempre y cuando no reencarne en ocelote o en ornitorrinco, porque pues estaría medio difícil establecer comunicación con los lectores: sería más fácil conectarse con el espíritu de Houdini y ganarse el millón de dólares prometido—, y ahí voy repitiendo mañana, tarde y noche, como coreábamos las tablas de multiplicar en la antigua infancia: “Yo siempre digo mentiras… yo siempre digo mentiras… yo siempre digo mentiras…” y una cierta sensación de dirigente del Panal me invade como tropa gringa en Haití. En fin…

La “Paradoja del mentiroso”, le han llamado a esto. Y la “paradoja del mentiroso” es quizás una de las más antiguas que se conocen. Sus orígenes se remontan al siglo IV a. C.; fue en esa época cuando el filósofo griego Eubúlides de Megara la enunció por primera vez. La paradoja sufrió desde entonces muchas reformulaciones; una de las más conocidas se debe a Epiménides de Creta, por lo que en no pocos libros esta paradoja es llamada la “paradoja de Epiménides”. ¿Quién lo diría, no?

(Como mera cuestión anecdótica, no olvidemos que la formulación de la paradoja dada por Eubúlides de Megara se reduce a la pregunta “¿Mientes cuando dices que mientes?” Cualquiera que sea la respuesta que demos a la pregunta, caeremos en una contradicción. La formulación de Epiménides se refiere a un cretense que afirma que todos los cretenses son mentirosos. Sabiendo que él mismo era cretense, ¿decía Epiménides la verdad? Si dice la verdad, está mintiendo; si está mintiendo dice la verdad, pero entonces si dice la verdad está mintiendo, y así infinitamente… pero ese es otro asunto que no dilucidaremos aquí, más bien se lo dejaremos a los cretenses… si es que queda alguno por ahí).

Sin embargo no es la formulación de Epiménides la que ha motivado esta entrega, sino una de mucho más reciente cuño y que reza del siguiente modo: Consideremos la frase “Yo siempre digo mentiras”; o mejor, “Esta frase es falsa”: ¿Decir siempre mentiras hace que la frase sea mentira, y que al ser mentira sea verdadera? o ¿La frase es verdadera o falsa? Que contesten los aliancistas del PRD-PAN, que vendrían a ser una versión posmoderna de la paradoja, según los priistas y demás seres castizos.

Antes de responder las preguntas debemos aclarar que uno de los principios capitales de la lógica (el principio aristotélico del “tercero excluido”) afirma que toda frase es o bien verdadera o bien falsa (no hay tercera opción, de allí lo de “tercero excluido”). Bueno, fuera de cualquier fanatismo naranjero, que es otra versión de la paradoja de marras, a la luz del principio promovido por Aristóteles y demás secuaces de la antigüedad, analicemos la veracidad de la frase “Esta frase es falsa”.

a) Supongamos primero que la frase fuese verdadera. Entonces lo que ella nos dice es correcto, luego la frase resultaría ser, al mismo tiempo, falsa. Conclusión: la frase sería verdadera y falsa a la vez, lo cual es imposible.

b) Si por el contrario suponemos que la frase es falsa, entonces leyendo su propio texto veríamos que éste se ajusta a la realidad, por lo que la frase sería también verdadera.

En resumen, la frase no puede ser verdadera porque entonces resultaría ser también falsa. Tampoco puede ser falsa, porque entonces sería a la vez verdadera. Tenemos aquí una frase que no puede ser ni verdadera ni falsa; o, si se quiere, que tiene ambas condiciones a la vez. Explota así la paradoja pues ¿cómo se explica esta flagrante violación a los principios básicos de la lógica?

La solución generalmente aceptada (Bertrand Russell, de hecho abogaba por ella) dice que las frases tales como “Esta frase es falsa”, que se refieren a su propia veracidad o falsedad (las llamadas frases autorreferentes, que vienen a ser como los discursos del Felipe Calderón cuando intenta introducir una anécdota ligera y termina en un bodrio francamente grotesco, como eso de la cola de las tortillas y el olor del gas) no son en lógicamente admisibles. Expresiones tales como “Esta frase es falsa” o “Esta frase es verdadera o falsa” serían, digámoslo así, pseudofrases (“sin-sentidos”, los llamaba el señor Russell) y toda pregunta acerca de su veracidad o falsedad carece por tanto de valor.

Pero si le damos un giro de 90 grados a la perilla de la lógica, podemos entonces enfocar el asunto con una claridad que ni el Polacas llegaría a tener sobre la formulación de Epiménides: llamaremos a este argumento la “solución negativa” de la paradoja, que consiste en negarle la entidad de oración a la afirmación problemática “Esta frase es falsa”. Esta solución negativa crea lo que puede definirse como un cerco dentro del cual se colocan las frases admisibles, a la vez que se dejan fuera todas las frases paradójicas.

El mentado Polacas plateó la paradoja inconscientemente —en realidad la vida del licenciado Holguín es una inconsciencia total, sobre todo cuando trae el gorilón a todo lo que da, ya porque natura anda de ociosa, ya porque trae atravesada una docena de cahuamas, por lo que la acotación anterior es un vil recurso redundativo— utilizando un referente que tiene más de deportivo que de filosófico, considerando el personaje tomado como verbigratia... o sea, como ejemplo, pues, para los que no entendieron la licencia yaqui-latina. Ja.

“¿Ya llegó el Rubio?”, repite el Polacas cada mañana, llueva o truene o haga un calor endemoniado, cuando pregunta por su biógrafo particular y asesor en el difícil arte de jugar beisbol como dios y Gustavo Hodgers mandan, sobre todo el segundo, quien era un verdadero maestro en el bateo, corrido de bases, barridas en home y demás asuntos que hacen de este viril deporte un juego de hombres que no permite más casualidades que el viento y se basa en un principio universal que se puede extrapolar hasta para asumir poses soberbias: “Contra la base por bolas no hay defensa… ¡y alégale al ampayer, ca’ón!”

“Bueno —dijo el Polacas, cruzadito de piernas al plantear la paradoja—: si yo te pregunto ‘¿Ya llegó el Rubio?’, tú de inmediato te imaginas a un güero, pero si el Rubio fuera negro —y hasta aquí se escuchó un sonido gutural de alguien que tiene la cruz gamada tatuada en You Tube: chico de hoy, finalmente—, ¿en qué color de piel pensarías: en un fulano güero o en un negro, sabiendo que el Rubio es negro… sabiendo que el negro se apellida Rubio…? A ver, pues dime rápido que le tengo que llevar unas gacetas a la Rosalina —dijo como si fuera cierto, y luego adoptó un tonito como de Lucero dirigiendo el Teletón y díjome­—: préstame diez pesos para un café…” y luego extendió su pecaminosa mano derecha que —según ha mencionado Porfirio “La Jacaranda” Jiménez, presidenta de su club de fans— es con la que construye diariamente el templo de Onán en la tierra… frase que me resulta una paradoja que hasta hoy no he resuelto porque no le entendí qué quiso decir con eso… Mjú, claro…

Bueno, el caso es que como yo siempre digo mentiras, no sé si esto mismo que he compartido hoy es una larga, espantosa y filosófica mentira: lo que pasa es que la nostalgia me agarró los dedos en la puerta cuando me acordé de la Karlangas, de su expesión como Cinta de Moebius y de mi espíritu de gavial prehistórico…

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