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viernes, 3 de junio de 2011

El corrupto soy yo…

El presidente de la FIFA, Joseph Blatter, rechazó las acusaciones de corrupción vertidas contra su organismo y pidió tiempo para que una comisión ética investigue los casos sospechosos.

"La FIFA no es corrupta. No puede decirse eso de modo general", afirma Blatter en una entrevista al diario suizo "Tagesanzeiger", dos días después de ser reelegido para su cuarto mandato en una tumultuosa asamblea marcada por la inhabilitación, por supuesta corrupción, del contracandidato catarí Mohammed Bin Hamman.

"Dejadme trabajar. Hoy (por ayer) no podemos aún hacer nada, porque la oficina está cerrada. Mañana empezamos", añade el presidente, quien insiste en que el barco (de la FIFA) ha atravesado "aguas turbulentas", pero que en el congreso que le eligió se logró imponer disciplina.

Blatter evita una pregunta acerca de las sospechas de que Bin Hamman viajó al Caribe con un millón de dólares en la maleta para comprar votos y afirma no saber "si eso está probado o no".

Añade, respecto a las amenazas de Jack Warner, asimismo miembro del comité ejecutivo, de provocar un "tsunami" si cuenta lo que sabe del caso, que estará "contento" si alguien pone sobre la mesa lo que sabe.

Blatter afirma, respecto a su elección, que recibió "un par de auténticas bofetadas", que le han dolido "en lo más interno", aunque evita mencionar a Inglaterra, que trató de postergar la sesión hasta que se encontrara un candidato alternativo.

El presidente de la FIFA admite como un error la doble elección de las candidaturas para los próximos dos mundiales, una de sus decisiones más controvertidas, en especial por las dudas sobre la limpieza de la decisión favorable a Catar para el torneo de 2012.

Apunta que ello no volverá ocurrir y que en el futuro la elección corresponderá a un Congreso, no al comité ejecutivo.

O sea, que todo cambie para que nada cambie…

Bien dice John Carlin en un artículo publicado en el diario español El País, que hoy el futbol es una religión, como muchas veces decimos, la FIFA, la organización que lo controla, es su Vaticano.

Y, como el Vaticano, los procesos de toma decisiones que inciden en los corazones de cientos de millones de personas son opacos y medievales.

Esto, en el caso del Vaticano, es comprensible. Es una anciana y venerable institución cuyo territorio —por definición misterioso— es el más allá.

El ámbito de la FIFA, en cambio, es netamente terrenal.

Pero cuando su comité ejecutivo decide cuestiones de importancia mayor para gobiernos, países y devotos del fútbol, ni siquiera disimula respetar las reglas de la democracia; se comporta con toda la transparencia de un cónclave de cardenales decidiendo la identidad de un futuro Papa.

La diferencia es que la FIFA mueve más dinero, buena parte del cual acaba en los bolsillos de los mismos señores en cuyas manos está el destino del Mundial, el fenómeno de masas más grande que conoce la humanidad.

Quizá sea una casualidad que los señores de la FIFA hayan elegido como sede del Mundial 2018 al “mafia estado” (fuente: Wikileaks) ruso; quizá (aunque decir esto sí que es un acto de fe) no haya habido ningún soborno; quizá se guiaron por dos criterios perfectamente sanos: que Rusia es un país de gran tradición futbolera y es una potencia económica emergente a la que le podría venir muy bien, como en el caso de Sudáfrica, una fuerte inyección de vitamina fútbol.

Pero todos estos argumentos se derrumban y los procesos mentales de los votantes de la FIFA quedan en grotesca evidencia cuando vemos la identidad del país que han elegido como sede del Mundial de 2022. Qatar, no exactamente una meca del fútbol, es un país más pequeño que las Islas Malvinas y Belice, y del mismo tamaño que Murcia, con una población de menos de un millón.

Como practicar un deporte que exige correr durante 90 minutos no es humanamente posible en las condiciones climatológicas naturales del desierto qatarí, todos los estadios que se construirán (e, inmediatamente después del Mundial, se tendrán que destruir, por inútiles) gozarán de un sistema gigantesco de aire acondicionado. Lo cual presenta nuevos problemas: ¿qué tal si hace demasiado frío para la selección nigeriana y demasiado calor para la danesa? ¿Quién decidirá la temperatura? ¿El árbitro? ¿Un sobornable señor del cónclave fifero?

Una propuesta. Si vamos a hacer el experimento de ver cómo la ingenuidad humana se las arregla para celebrar el Mundial en un país de calor extremo, ¿por qué no intentamos lo mismo en un lugar donde hace muchísimo frío? Groenlandia podría ser una buena apuesta para 2026, ¿no?

Claro, tanta idiotez de parte de la desprestigiada FIFA, hasta nueve de cuyos altos ejecutivos han sido señalados como corruptos por los medios británicos en el último mes (noble motivo por el cual la candidatura inglesa para 2018 se hundió), el riesgo ahora es que caiga en desprestigio el propio Mundial.

Y eso que la materia prima no es lo que fue. Un Mundial no es donde se ve el mejor fútbol. Ese privilegio se lo reserva la Liga de Campeones. Hace tiempo que es así.

España ganó el último Mundial merecidamente pero el nivel del torneo fue lamentable. Tampoco el de Alemania o el de Japón y Corea fueron gran cosa. Esto se debe a que los grandes clubes europeos son mejores que las grandes selecciones y a que los jugadores más hábiles llegan agotados a los mundiales, época en la que sus relojes biológicos les piden vacaciones.

Para colmo, la FIFA lo está pudriendo todo, quitándole al Mundial lo más valioso que le queda: su mística, su glamour.

Es sórdido el espectáculo que presentan los papas del deporte.

Si no vemos cambios al personal y a las reglas del juego, si la feudal FIFA no da el salto del siglo XII al XXI, el asco y el aburrimiento acabarán con el Mundial como buque insignia del fútbol y se convertirá en un torneo marginal, disputado entre equipos desmotivados, o de segunda fila, en Qatar, Groenlandia o (¿por qué no?) aquel minúsculo pero soberano estado conocido como la Ciudad del Vaticano.

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