Ya lo dije la otra vez, pero me dan ganas de volverlo a decir. Ni modo.
Cada vez que pienso en la ancianidad lo hago con temor, pero con el temor de no llegar a ella.
A diferencia de numerosas personas con las que he platicado sobre el tema, a mí no me aterra la idea de envejecer, más bien me agrada pensar en la etapa última de mi vida, imaginándola como un gran final que no me gustaría perderme por nada del mundo.
Sé que mucha gente no comparte mi punto de vista.
Casi puedo escuchar sus argumentos resaltando lo negativo de la vejez.
Pero así es el asunto.
Yo veo a mi padre, y el temor se me quita pronto.
Mi padre es un individuo callado y serio, trabajador desde niño (lo que lo invalida para ser diputado local, al menos de la presente y la pasada Legislatura), austero, madrugador, con un aire de solitario que lo hace parecerse a la neblina de las mañanas invernales, buen amigo de sus amigos, introspectivo y resuelto, fanático de Pablo Milanés y de José Luis Perales, seguidor del Atlante y del Morelia, y, con casi sus ochenta años encima, tejedor de esperanzas para sus hijos y nietos.
Cada vez que lo veo, mi infancia se me abalanza como uno de aquellos tres tristes tigres y lame de mi mano trozos maravillosos de nostalgia para armar (por supuesto, Armando) todo ese entramado invisible de los días que viví y que, gracias a la magia maravillosa del cariño de Araceli y la triple A de mi alma, continúo viviendo en las orillas de aquella casa de la Apolo donde siguen palpitando algunos corazones que llenan el mío.
Veo a mi padre, y siento cómo un niño descalzo y en pantalones cortos se sube por las varillas de mi alma, se prende de las ramas de aquel viejo árbol que de seguro se habrá secado ya, y juguetea a la sombra de un hombre que entre sus prolongadas ausencias acostumbraba llevarnos al Río Mayo a pasar los domingos a chapotear en el agua del recuerdo que se ha quedado entrampada en el remoto recodo del pasado, mientras él no nos perdía de vista desde la fosforescente lona amarilla que ponía sobre la hierba de la rivera del río.
Muchos años después, en el silencio de mi padre escucho los miles de gritos que encendieron nuestros nombres en el atardecer de la infancia en un baldío infestado de quelites silvestres que hacían una fiesta vegetal vestida de verde que te quiero verde lorquiano.
Y veo a mi madre con cuarenta y tantos años menos, preparando un pastel en la calidez tierna de un cuarto grosero disfrazado de cocina.
Ahí estaba mi madre y mi padre entonces, igual que ahora, sumidos en sus propias esperanzas, enhebrando los sueños en seis chamacos horribles y con los pelos hirsutos parados y en ¡firmes!, niños que en lo más sofocante de sus pesadillas les gritaban a papá y a mamá para poder dormir en la cama de la felicidad.
En la oscuridad, velando el sueño grisáceo de aquellos cochinitos de la ternura, mi madre y mi padre susurraban cosas que nada más ellos sabían.
Lo demás se quedaba en la duermevela.
De pronto, mi infancia da un brinco de casi cincuenta años al futuro, y aunque algo me oprime la garganta, un hilillo de voz sale de lo profundo de mi alma para decir así nomás, sin literatura ni nada: “Feliz día tuyo, papá”.
Tarde pero seguro.
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