Trova y algo más...

miércoles, 6 de octubre de 2010

Como azúcar, como sal...

Ya sé: lo dije el año pasado y también el antepasado. Pero es que a mí me gusta compartir las fechas que le dan ese toque de humanidad necesario a mi vida. Por ello, ahí va de nuevo, este anuncio reloaded: "Hoy la Arely Zamora Ruiz cumplió 26 años", y mi corazón colesteroso se llena de alegría, aunque mi rostro de ídolo precolombino esté más duro que una piedra y más horroroso que una declaración de Carlos Salcido... que ahora ya es europeo...

Y va de nuevo la historia de todos los años:

Cuando Araceli llegó al hospital, ya Arely estaba prácticamente saludando a la concurrencia en aquella mañana fría del 6 de octubre de 1984, que nos agarró sin pañales ni ropita ni siquiera una cobija para arroparla a la salida de la clínica.

Y es que se adelantó como por dos semanas y punto.

Mientras Araceli colaboraba gentilmente en el noble arte de parir una niña, este aterrorizado animalón que fui esa mañana (y que seguí siendo los siguientes 26 años, hasta el día de hoy, que espero no sea mi último) salí corriendo de la sala, tomé una calle enorme, cruce ríos y escalé montañas (nomás que en mi imaginación) hasta llegar a una tienda de autoservicio que afortunadamente estaba abierta a esas horas de la mañana y adquirí lo necesario para envolver como tamal oaxaqueño a aquella chamaca acelerada y sacarla al día siguiente, que fue domingo, como el día que Miguel Hidalgo gritó lo que gritó en el pueblo de Dolores, 200 años hace...

Cuando tuvimos a Arely en nuestros brazos, le contamos todo lo contable que puede tener un espantoso bebé recién nacido para que uno lo palomeara como "completo" (las neuronas no cuentan ni entonces ni después ni ahora, porque el comportamiento infantil de los bebés, de los niños, de los adolescentes, de los jóvenes, de la gente madura, de los viejos y de los remisos, no se basa en eso, sino en cuestiones que no comentaré ahora para no quemar mis cartuchos, como dicen algunos académicos prudentes del ala revolucionaria), y después nos fuimos a la casa sin la menor idea de qué íbamos a hacer, en qué nos íbamos a basar, qué libros teníamos que leer, a quién debíamos preguntarle qué cosa para criar a una niña que no pidió nacer y que nosotros, nomás por andar de querendones amorosos como gatitos ronroneadores en las azoteas del cariño, le encargamos a la vida, entrega inmediata vía cigüeña, ruta París-Hermosillo, con escala en Chandler, Arizona, en el condado de Maricopa.

Supongo que eso mismo les ha pasado a todas las parejas que han decidido tener hijos, sobre todo cuando han decidido tener al primer hijo: han andado de la baba, que es un estado mental que nos barre como tsunami, a la babia, que es el territorio de todos nuestros afanes templados por la fragua de la inutilidad aderezada con una pizca de imbecilidad que, en la mayoría de los casos, por fortuna es transitoria.

Sí, los padres (y madres, dirán innecesariamente los políticos neo cursilones, para arropar a todo el electorado) primerizos así andamos los primeros mil años: de la baba a la babia, y viceversa, claro está. En fin...

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El caso es que hoy, hace 26, años nació la Arely.

Es cierto: parece que fue ayer, como dice la canción. De repente uno cierra los ojos y parece que si estira el brazo puede volver a cargar a esa chamaca enfundada en su pequeño cachorón azul pastel.

Arely era una niña risueña y bonita, con la cabeza rapada y redonda como la luna llena, que tenía los ojos ruidosos como los pajaritos del amor cuando el sol se asoma tímidamente por arriba de la barda del patio, que sus manitas podían señalar perfectamente el número cinco de la calle Reforma en una plaquita azul que estaba justo encima de la puerta, y que tenía 10 meses y 25 días cuando Alí nació en medio de un aguacero espantoso que hizo brotar los peces de los arroyos de las calles, y un narval mitológico del vientre de Araceli.

Arely era un peluche de ternura que se dormía tranquila en los brazos de todos y era suave como pañoleta.

Ahora escucho a Arely en su cuarto, chateando desde que amanece hasta que la noche enciende todos los faroles del alma y me quedo en silencio, con mi calvicie y mi sobrepeso, mis temores dolorosos y mis dolores atemorizantes, mi corazón a punto de reventar, y esa secreta esperanza de que algún día ellos también se asomen a los ojos de sus hijos y vean la maravilla que se construye cada día con mucho esfuerzo pero más con amor.

Arely ya no es la niña aquella que llegó sin avisar y que se instaló en nuestras vidas para marcar la senda de la ternura: ahora es una muchacha seria y reflexiva que se acurruca entre los gatos de sus sueños mientras lee temas de artes plásticas para interpretarlos con sus manos. “Parece artista”, dicen todos, y tienen razón: dibuja, pinta, baila y tocaba la guitarra y la flauta transversa con una tenacidad que no heredó de mí, salvo esa que tengo por formar cálculos en el riñón y la vesícula.

La veo y escucho, y algo se me quiebra por dentro porque uno hubiera querido ser más para los hijos y no lo fue.

Y lo único que queda, como siempre, son las palabras —a veces llenas de amor, a veces altisonantes— espolvoreadas como azúcar o como sal en las horas de la vida...

Y quedan aquí escritas como prueba de que nada permanece, sólo el cariño y una felicidad si se quiere íntima y callada, pero felicidad al fin...

Como sea, felicidades, Arely... muchas felicidades...

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