El cementerio de Forest Lawn Memorial Park, situado en Hollywood, en Los Ángeles, es un sitio lleno de zonas verdes, pastos recortados, limpieza absoluta y una multitud infinita de piezas de mármol, incluso reproducciones gigantescas de obras del escultor renacentista Miguel Ángel.
Hace unas tres décadas, el pintor Alberto Gironella supo de la existencia de semejante lugar, vio fotografías y sólo comentó: “Estos gringos confunden lo grandioso con lo grandote”.
Esto podría aplicarse al célebre “Coloso del Bicentenario”, un monote de poliuretano y acero de veinte metros de alto, con un personaje que es la mismísima imagen de Josef Stalin. El otrora líder soviético se hubiera conmovido con semejante adefesio producto de la falta de imaginación de Juan Carlos Canfield y de su coautor Jorge Vargas.
¿Qué sentido podría tener esa pieza exenta de arte y repleta de estulticia?
Según se dice, el personaje bigotudo es algo así como “la mexicanidad”, un habitante del pueblo. Canfield añade: “Son todos nuestros antepasados”.
Más bien es uno de esos delirios que tienen que ver con el despilfarro de recursos para una celebración sórdida.
¿Por qué no hacer dos figuras, una mujer y un hombre, de diez metros cada uno?
Mejor todavía, una familia de ocho metros cada padre y dos niños de dos metros cada uno.
Ya en eso de las cuentas se pudieron hacer más figuras, cientos, miles que representaran todo ese conjunto de singularidades que ha tenido el país a lo largo del tiempo.
Ese bigotudo ganaría muchísimo en su versión unicelular.
Los encargados del monote lo hicieron a imagen y semejanza de sus propias limitaciones conceptuales y estéticas.
Además, insisto, es igualito a Stalin.
Algunos recordarán cuando David Alfaro Siqueiros fue severamente cuestionado por enviar al Museo del Vaticano un cuadro de Cristo que tenía el rostro de Fidel Castro, en eso había una provocación política; en el caso del Coloso, desde la idea misma revela sus limitaciones, su falta de visión.
Fue, para acabar pronto, una manera de darle salida a recursos redestinados a las celebraciones del Bicentenario.
Por cierto que todos esos “proyectos magnos” se derrumban ante la insolencia y el caos de quienes son cómplices de semejantes aberraciones.
El secretario de Educación, Alonso Lujambio, se convirtió en vocero de la ineptitud: él tenía que justificar los retrasos en las obras del Bicentenario, como el ridículo arco que se convirtió en torre inacabada, y que quedará listo para los festejos del 201 o 202 años de la conmemoración del inicio de la gesta independentista.
El Coloso, nombre extremo para ese monote espantoso, es un simple capricho de una derecha semianalfabeta. Buscar una síntesis de nacionalidad en ese personaje era una tontería supina.
A los conservadores les gusta la figuración, lo que está dado a golpe de vista.
Véanse los ángeles con espadotas y la crucesota del Valle de los Caídos, obra magna del franquismo que gustaba de la ostentación de lo grandote.
Esto sin olvidar las figuras de los atletas que mandó realizar Mussolini para el Estadio Olímpico de Roma, o la cúpula hitleriana que pensaba realizar Speer en Berlín, que sería diecisiete veces más grande que la de San Pedro, en el Vaticano.
La desmesura es uno de los signos de un poder carente de centro, que gusta del exceso para ensalzar su presencia siniestra.
Los ricos, al estilo de Michael Jackson, se construirán su mausoleo en Forest Lawn, o exacerbarán sus ánimos con monumentos en forma de pasteles de quinceañera, como el Monumento del Pueblo, en pleno corazón de Roma, que suscitara la reflexión irónica del cineasta Peter Greenaway en La panza del arquitecto (1987).
Ya en la UNAM, la estatua monumental de Miguel Alemán había volado en múltiples fragmentos al dinamitarla un grupo rebelde. La pieza era horrenda y sin valor artístico, uno de esos monigotes conmemorativos de los que tanto se burlaba la fallecida Helen Escobedo.
Por otro lado, es seguro que El Coloso descanse en paz una vez cumplida su infausta misión.
¿Quién podría hacerle el juego a los “escultores”, quienes proponen fundirla en bronce y ponerla en un espacio público?
Eso sería lamentable, tanto como disecar un acto criminal.
Lo menos que puede hacerse ahora es esconder ese espantajo estalinista y dejar que el olvido sea la mejor cura contra esa vacilada monumental.
Lo único que de seguro sobrevivirá es la indignación ante esas colosales tomaduras de pelo.
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Andrés de Luna/El Ángel Exterminador • Milenio
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