Cerremos los ojos por un instante e imaginemos que Dios no existe.
Alguien ha borrado su presencia y todos hemos quedado a disposición de la maldad servil de los perversos.
Digamos que Dios no existe y que los abusivos han sentado sus reales en las calles del mundo.
Supongamos que la violencia se desata, que por unos cuantos pesos te arrebatan la vida, que la corrupción impera en todos los sistemas políticos y que la brecha entre los pobres y los ricos se agiganta más, como crece la insalubridad y la falta de educación.
Pensemos que Dios no existe y que la impunidad es moneda de uso corriente.
El crimen es un verbo conjugado por todos y para todo.
Nadie se salva.
En las calles, las mujeres corren peligro constante de ser violadas, los niños se acercan a mendigar un trozo de sobrevivencia, la autoridad se hace de la vista gorda para mantener un modus vivendis que se supone habría de combatir, los ladrones hacen de la rapiña su única opción de vida y los malos gobiernos socavan la seguridad social con su dejar pasar, dejar hacer.
El narcotráfico subsidia gobiernos, y los funcionarios participan en el comercio de influencias bien pagadas y fortunas mal habidas.
Los demonios andan sueltos. Dios ha muerto en nuestras vidas como morirían a diario millones de niños de hambre y por enfermedades perfectamente curables, atendibles, tratables aún en los países más miserables de la región más pobre del planeta.
Digamos que Dios no existe, que la amargura y la tristeza se apoderan de todos, que la miseria obliga a los padres de familia a delinquir, que el alcoholismo es una opción permitida, que la angustia genera conflictos que antes ni siquiera se imaginaban.
La ignorancia es la suma de toda la soberbia. Y el salvajismo cultural es una nueva forma de colonizar a los pueblos con la misma moneda de la mediocridad, el nepotismo, el capricho personal y el desapego a las tradiciones naturales.
Dios no existe.
Las armas de la codicia se escuchan por todas partes.
La muerte se cierne en cada país como bandera negra de los sueños decapitados.
Hay mil maneras nuevas de acribillar la felicidad en la ausencia divina: los líderes corruptos, los políticos ambiciosos, las estrellas desechables del oropel de los medios: chicas y chicos que se deshacen lentamente en un caldo de cultivo de drogas y enajenación mediática.
Imaginemos que Dios no existe y que, sólo por eso, las potencias mundiales se arrogan el derecho de disponer de los países a su antojo, de recurrir y arrebatar sus riquezas naturales, de quitar y poner gobiernos a su arbitrio, de arrasar pueblos enteros sin discriminar a los niños y los ancianos de los sistemas de gobierno totalitarios, que existen en todos los continentes.
Aquí y allá, como en una trancapalanca de la tristeza.
Supongamos que Dios no existe y que gracias a eso George Bush (un asesino incendiario, un fanático extremista, un totalitarista ignorante) se encaprichó en declararle la guerra al Medio Oriente.
Nada más porque Dios no existe.
Nada más porque el petróleo sí.
Imaginemos que Dios no existe y que Bush y sus aliados desataron un ataque criminal que sólo dejó un hueco en el mapa donde antes estuvo Irak, Afganistán y demás países que no concordaban con su religión económica ni estaban de acuerdo con la sumisión política ni con el servilismo militar que prevalece en la mayoría de las naciones del primer mundo, las inteligentes, las cultas, las que ejemplifican la aplicación de la tecnología y la inteligencia mayoritaria y fanática.
Pero, como Usted y yo sabemos, Dios existe, y por eso, aún con Bush en ese tiempo, echando mano a los fierros como queriendo pelear, no debemos tener miedo a vivir escenarios como los que la imaginación nos obliga a pensar: ni corrupción ni hambre ni impunidad ni soberbia ni guerra.
Todo fue un ejercicio reflexivo.
¡Qué alivio…! ¿Qué alivio?
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