Hace muchos años, cuando este lunático animal que soy, que siempre he sido, estudiaba Letras en la Escuela de Altos Estudios, en la Universidad de Sonora, el maestro José Sapién —a quien muchos de sus alumnos guardamos con cariño en la memoria— nos puso a escribir frases que con pocas palabras dijeran mucho. Entonces alguien de cuyo nombre no me puedo acordar —ni de su rostro ni de su figura ni de su apodo ni de nada, excepto de sus palabras— escribió, en clara alusión al 68 en México:
“Octubre no empieza en 1, comienza en 2...”
Fusilada o no, esa frase se quedó en mi memoria como algo para no olvidar, como la fecha, según ahora se reclama.
Hoy es 2 de octubre. Y como dijera un bloguero por ahí:
Mientras que en la memoria colectiva de toda una generación la sola mención del día 2 de octubre es un recuerdo persistente de la matanza de 1968 y es fecha emblemática de la represión estudiantil, a 42 años del suceso sangriento en el que cientos de estudiantes y ciudadanos inocentes fueron asesinados, en los jóvenes de hoy en día la ignorancia es persistente, porque nadie ni en su casa ni en la escuela se ha ocupado de compartirles parte de esta historia dolorosa que sigue latente.
El 2 de octubre es una herida que sigue abierta en la memoria, es una fecha emblemática en la que la brutalidad de un gobierno represor no sólo asesinó a estudiantes, sino que marcó a toda una generación en la que hoy en día sigue vigente el dolor, la frustración y el repudio a la cara más vil del poder.
Según su argumento, los hechos represivos hacia los estudiantes, incluyendo la toma de la Ciudad Universitaria por el ejército, eran justificados bajo la consideración de evitar el sabotaje a los Juegos Olímpicos, con sede en la ciudad de México.
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Con todo, creo que el reclamo al olvido no es gratuito, pues ya la fecha ha pasado a ser parte del simple anecdotario nacional, y en un descuido, si es que los genios de la SEP y del comité organizador tuvieran más apertura ideológica, podría haber sido incluida como parte de los festejos del Bicentenario de la Independencia y Centenario de la Revolución, como fruto importante de los movimientos sociales que ha habido en nuestro país. Y luego ordenar la construcción de un monote diferente al que ahora yace en un estacionamiento del DF, para que el polvo y la polución lo destrocen lentamente, pero con toda seguridad.
No es cosa divertida mencionarlo porque los muertos existieron en la realidad, no como mito fundacional, pero a la vuelta de 42 años es algo triste de ver que la protesta por lo sucedido el 2 de octubre de 1968 en la ciudad de México se ha institucionalizado de tal forma que se ha convertido en una meta más dentro del presupuesto de egresos de los gobiernos de varios estados que ahora reniegan contra las bestias salvajes que administraban al país en ese tiempo, como si no hubiera hijos, nietos y choznos de aquellas fieras que hoy pululan en todos los partidos políticos y son respetados representantes populares que se duermen en las cámaras legislativas o son inquietos usuarios del twitter y del facebook para balconear a los bellos durmientes, o simplemente se han convertido en francotiradores contra todo lo que se mueva o respire y que represente la fuga de votos.
Así están las cosas en el campo de nuestros políticos, que han denigrado la práctica política de tal forma que la han convertido en un tema de cantina cuyas diferencias se dirimen a golpes o frases de doble sentido: “Hay quienes se creen dueños de la verdad absoluta, pero qué equivocados están: los mexicanos ya no toleramos a esos funámbulos venidos del pasado y que han copiado las estructuras del discurso que quieren decirnos que nuestra realidad se basa en ellos y que nuestro futuro depende de las circunstancias inaplazables que nos han marcado doscientos años de sufrimiento y cien años de agonía… no más…”
¿A qué político le suena lo anterior?
Mire que esta pregunta tiene una respuesta muy fácil: suena a todos, exactamente a todos los políticos mexicanos que nos hacen el favor de jodernos la vida todos los días…
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Tantos y tan mediocres políticos mexicanos finalmente no son gratuitos ni son de generación espontánea.
En la práctica de la liberalización, que no democratización de nuestra realidad social, los políticos juegan un papel importante para el sometimiento de los grupos radicales y de los ciudadanos de perfil medio que buscan salidas a los problemas: en 1963, se introdujeron las diputaciones de partido para canalizar a través de los partidos los descontentos políticos de las clases medias que pudieran amenazar la estabilidad del sistema.
Incluso, funcionó la manipulación dentro del mismo esquema político al ampliar la representación de las minorías insatisfechas y dormilonas en la Cámara de Diputados a través de una fórmula de representación proporcional para institucionalizar sus protestas sin modificar los rasgos esenciales del sistema.
Desde entonces el mecanismo ha entrado en funcionamiento bajo diferentes formas, ha beneficiado a diversos grupos de interés, a organizaciones sindicales y a partidos que en diferentes momentos han logrado insertarse e institucionalizarse en el sistema porque la meta única es compartir el poder; es decir, pelearse por rebanadas de un pastel llamado México.
No fue gratuito entonces que en 1970 el presidente Echeverría propusiera la apertura política para paliar los efectos de la crisis de 1968. Esta propuesta en apariencia fue un paso muy importante en el reconocimiento de la legitimidad de las oposiciones, pero las reformas que introdujo fueron más de actitud —mayor tolerancia frente a la crítica y a la diversidad de la opinión pública— que institucionales. Y los representantes de las grandes masas ciudadanas que protestaban por el 68 y que después lo hicieron por el halconazo del 70, finalmente fueron absorbidos, con plena consciencia de su parte, por el “sistema de asesinos” que gobernó siempre al país.
Y ahí se quedaron, con su tajada del pastel, esa tajada que después buscaron hacerla más grande para sus hijos y sus nietos, que en 40 años la familia crece y crecen las necesidades familiares, por supuesto.
¿Y los muertos de Tlatelolco? ¿Y los estudiantes desaparecidos? ¿Y toda la indignación? ¿Dónde quedó todo? En una marcha hoy patrocinada e institucionalizada por el Gobierno del Distrito Federal y que poco a poco se ha venido olvidando, ciertamente.
Fuera del ánimo de los veinteañeros que asisten sin saber bien a qué, y de los familiares de los muertos y de los desaparecidos que saben exactamente a quién traen en la memoria y en la rabia, ¿qué más hay para esa fecha?
Nada. Sólo unas cuantas páginas en los libros de historia que se han salvado de la estupidez twittera de los gobernantes posmodernos, compartiendo episodios fragmentados —ni modo, así es nuestra historia: viles capítulos de telenovelas y cápsulas de salud para vivir mejor— con la decena trágica y los ajustes entre caudillos, mientras se escriben cada día las otras historias, las que se han venido quedando con su reguero de muertos por todos los puntos del país: los bebés de la guardería ABC, los indígenas de Acteal, los inmigrantes en Tamaulipas, las mujeres de Juárez, la campesinos de Agua Fría, y todos los cientos de ciudadanos anónimos que cada día son víctimas de la impunidad y el desgobierno de las autoridades que con todo cinismo se atreven a decir “Estoy en el pináculo del pinche poder”, como Fidel Herrera, y frases igual de estúpidas y celebradas por su grupito de lambiscones.
Así, la imbecilidad se ha impuesto a la rabia; la impunidad, al recuerdo; la flojera, a la indignación…
No, no debe de sorprendernos que en un país que tiene el mayor número de secuestros a nivel mundial, también nos hayan secuestrado el 2 de octubre, entre tantas otras fechas negras del calendario del dolor y la desesperanza…
Y mientras llega la justicia —si es que algún día llega: seamos optimistas, el 2012 habrá elecciones— no debemos olvidar el 2 de octubre ni el 5 de junio ni…
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