Supongo que, al igual que todos, el autor de esta columna creyó alguna vez en lo que los políticos prometían. Quizá lo creyó ciegamente. Tal vez a los ocho o nueve años. Pero algo sucede un día, algún mecanismo interno se quiebra o tal vez será que uno se va haciendo viejo con el tiempo y la ingenuidad se va perdiendo poco a poco. Uno se va endureciendo internamente (pues sí: con el colesterol, los triglicéridos y todas esas porquerías) y le va perdiendo la fe a casi todos los políticos, a sus discursos y a los partidos que los protegen por encima de todas sus fechorías. Y entonces la visión del mundo cambia radicalmente.
Acaso sea parte de una crisis generalizada en la que no sólo pueden hablar los estudiosos de los fenómenos sociales. No debemos asumir que los expertos son los únicos que tienen derecho a expresarse en las cuestiones que afectan a la organización de la sociedad, pues muchas voces han afirmado desde hace tiempo que la sociedad humana está pasando por una crisis, que su estabilidad ha sido gravemente dañada. El caso de los políticos es sólo una mancha en el lomo del tigre que somos todos.
Por ello se dice que es característico de tal situación que los individuos se sienten indiferentes o incluso hostiles hacia el grupo, pequeño o grande, al que pertenecen y que son muchas veces indebidamente representados por individuos que buscan sólo la posición individual en las cámaras o en los principales cargos de la administración pública. O sea, la mayoría de los políticos.
Dice mi compadre Alberto Einstein que el hombre adquiere en el nacimiento, de forma hereditaria, una constitución biológica que debemos considerar fija e inalterable, incluyendo los impulsos naturales que son característicos de la especie humana.
Dice, además, que durante su vida, el individuo adquiere una constitución cultural que adopta de la sociedad con la comunicación y a través de muchas otras clases de influencia.
Y, al contrario de aquella, es esta constitución cultural la que, con el paso del tiempo, puede cambiar y la que determina en un grado muy importante la relación entre el individuo y la sociedad como la antropología moderna nos ha enseñado, con la investigación comparativa de las llamadas culturas primitivas, que el comportamiento social de seres humanos puede diferenciar grandemente, dependiendo de patrones culturales que prevalecen y de los tipos de organización que predominan en la sociedad.
En pocas palabras, es cuando uno crece y empieza a ver todo diferente, y de paso deja también de creer en lo políticos, sus discursos y los partidos políticos. Y también en los periodistas y los conductores de informativos. Por la misma razón, por cierto: falta de credibilidad.
Irónicamente, este crecimiento, esta culturización y aprendizaje del escepticismo es lo que, según los estudiosos de la ociología, conforma la base fundamental en la que el ser humano puede basar sus esperanzas; es decir, los seres humanos no están condenados, por su constitución biológica o cultural, a aniquilarse o a estar a la merced de un destino cruel, infligido por ellos mismos, por sus pares políticos.
Así que... ¡arriba corazones!, como pregonaba don Joaquín Pardavé...
Si nos preguntamos cómo la estructura de la sociedad y de la actitud cultural del hombre deben ser cambiadas para hacer la vida humana tan satisfactoria como sea posible, debemos ser constantemente conscientes del hecho de que hay ciertas condiciones que no podemos modificar. Recordemos que la naturaleza biológica del hombre es, para todos los efectos prácticos, inmodificable. Pero a cambio está eso otro inevitable que es crecer, física e intelectualmente para hacer frente a lo desconocido y poder poner en la balanza los diablos y los ángeles que llevamos dentro, como seres individuales y colectivos que somos.
Ya sabemos que el ser humano es, a la vez, un ser solitario y un ser social. Como ser solitario, procura proteger su propia existencia y la de los que estén más cercanos a él para satisfacer sus deseos personales, y para desarrollar sus capacidades naturales. Como ser social, intenta ganar el reconocimiento y el afecto de sus compañeros humanos, para compartir sus placeres, para confortarlos en sus dolores, y para mejorar sus condiciones de vida.
Solamente la existencia de estos diferentes y frecuentemente contradictorios objetivos por el carácter especial del individuo, y su combinación específica, determina el grado con el cual una persona tal (“un equis”, dicen las barbies que conozco) puede alcanzar un equilibrio interno y puede contribuir al bienestar de la sociedad. Aquí inevitablemente me pregunto ¿cuál de las dos personalidades, la solitaria o la social, es la que se autoriza autopréstamos?
Es muy posible que la fuerza relativa de estas dos pulsiones esté, en lo fundamental, fijada hereditariamente. Pero la personalidad que finalmente emerge está determinada en gran parte por el ambiente en el cual un hombre se encuentra durante su desarrollo, por la estructura de la sociedad en la que crece, por la tradición de esa sociedad, y por su valoración de los tipos particulares de comportamiento.
El concepto abstracto "sociedad" significa para el ser humano individual la suma total de sus relaciones directas e indirectas con sus contemporáneos y con todas las personas de generaciones anteriores.
El individuo puede pensar, sentirse, esforzarse, y trabajar por si mismo; pero él depende tanto de la sociedad -en su existencia física, intelectual, y emocional- que es imposible concebirlo, o entenderlo, fuera del marco de la sociedad.
Y es la suma de esas relaciones sociales las que inevitablemente nos lleva a dejar de creer en los políticos y sus discursos, en los partidos y sus candidatos de barro que igual pueden poner un pie en una orilla del río como fácilmente cruzar hacia el otro lado de las aguas de la política sin fundamente filosófico alguno, sin ideología que defender, sin propuestas que extender, sin compromiso social, más que el beneficio personal.
Pero ¿a quién le importa eso en un mundo de imágenes huecas que todos los días nos venden los medios y que nosotros compramos sin más ni más? ¿a quién le importa deternerse un momento y reflexionar sobre cuál mentira es mayor y cuál candidato hará menos daño dentro de poco, poquito? ¿valdrá a pena hacerlo?
Pos yo, así como no queriendo, me lavo los manos y trataré de dormir, no importa que no sueñe con la lluvia y sus fulgores, o los días de la infancia viendo el atardecer en los árboles del patio... que no había verdad más absoluta que esa...
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