Trova y algo más...

jueves, 23 de septiembre de 2010

'Tonces, ¿qué celebramos, eh...

La Araceli vino y me preguntó a boca de jarro:

A ver, tú que todo lo sabes —y lo que no, lo inventas, ca’ón…—, dime: si es cierto como lo es y como repiten los cronistas de televisión que la Independencia inició a las seis de la mañana de aquel domingo 16 de septiembre de 1810, después de misa, claro está; entonces… ¿por qué celebramos el 15 de septiembre? ¿acaso hay algún misterio oculto por ahí que no debamos saber los ciudadanos, o simplemente hay un error histórico que hasta el presidente, los gobernadores, los alcaldes, los reporteros y demás funcionarios repiten sin saberlo...?

Luego se volvió a la estufa y siguió guisándole unas papas a la Arlyn para que cenara como los incas mandan.

Yo, como Usted se imaginará, nomás me quedé como pensando, haciendo un cigarro de hoja, sintiendo que el barzón se me reventaba en el enorme surco de mis dos neuronas, y le empecé a contar el cuento ese del cumpleaños de Porfirio Díaz y de que algunos corifeos lo instaron para que juntara o juntase ambas celebraciones —la personal con la nacional, y así de paso le salía de gorra el fandango, ¿que no?—, pero las páginas de la historia que yo conocía eran tan pobres, que la Araceli no me creyó ni la O por lo redondo, así que me sentí obligado a rascar entre mis libros de historias ocultas de México, algunas líneas para que mi argumentación fuera o fuese más contundente... o contundente al menos...

Así, después de buscar lo necesario, encontréme —del verbo encontremear— con una breve historia que gustosamente comparto con Usted, nacionalista lector. Y a la pregunta aquella del ¿Por qué celebramos los mexicanos el 15 de Septiembre?, la respuesta no se hizo esperar:

“Los mexicanos celebramos año con año la independencia la noche del 15 y todo el 16 de septiembre. El festejo del 15, en realidad, no tiene razón histórica de ser. El cura Hidalgo llamó a la rebelión contra el régimen virreinal —y no a la Independencia, como nos enseñan desde niños— al amanecer del 16. No hubo grito en la noche del 15 de septiembre de 1810...”

Y mucho menos, digo yo, hubo cuetes, banderas agitándose, puestos con tamales y menudo, y cornetitas chillonas que nos dejan los oídos como si nos hubieran introducido un sacacorchos envuelto en ácido muriático.

Sin embargo, desde el comienzo de la vida independiente de México hubo verbenas populares la noche del 15. Estas eran un preludio del festejo formal de la Independencia, el cual se llevaba al cabo, ya con un desfile militar, el día 16. No es verdad que la fiesta nocturna del 15 haya sido establecida por Porfirio Díaz, como creen algunos, pero sí se consolidó durante su régimen, ya que el presidente cumplía años ese día y buscaba generar una identificación entre su persona y la República.

La noche del 15 de septiembre, pues, los mexicanos festejamos un llamamiento a la rebelión que en realidad tuvo lugar en la mañana del 16. Decimos que es el “Día de la Independencia”, pero esquivamos el hecho de que el cura Hidalgo nunca propuso la separación entre la Nueva España y la metrópoli colonial.

De hecho, según la generalidad de los historiadores serios y uno que otro historiador borracho, su arenga inició con estas coloniales palabras: “Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Viva Fernando VII! ¡Muera el mal gobierno!”

En contraste —¡fíjate nomás!— nos empeñamos en olvidar el 27 de septiembre, pese a que fue en esa fecha, en el año de 1821, cuando se consumó realmente la Independencia de nuestro país, según la generalidad de los historiadores serios y uno que otro bla bla bla...

No es casual este digamos olvido: El 27 de septiembre ha sido eliminado del calendario de festejos patrios oficiales porque se identifica con Agustín de Iturbide.

Pero fue esta la fecha en que entró a la ciudad de México el Ejército Trigarante, surgido del abrazo de Acatempan entre Iturbide y Vicente Guerrero. Sólo entonces se puso fin al gobierno colonial en nuestro país. Este fue el momento de la Independencia real. Este fue el momento en que el país asumió formalmente el nombre de México. Este fue el momento en que se enarboló por primera vez la bandera tricolor como símbolo nacional, no como dicen los tontitos e tontitas que salen en la televisión desgarrándose las vestiduras (¡amalaya!) y diciendo que este año cumplimos orgullosamente 200 años de ser mexicanos independientes... ¡Ja, ja y recontra ja!

Nomás un dato: en 1810 no existía el término “México” para definir al grandioso país que —gracias a que pendejamente lo hemos dejado en manos de los políticos— está inmensamente jodido, pero no acabado; saqueado, pero no vencido; agonizante, pero no muerto…

Según cuentan las crónicas antiguas, en un principio celebrábamos tanto el 16 como el 27 de septiembre: el comienzo y el fin de la guerra de Independencia.

Con el paso del tiempo, sin embargo, se politizaron las fechas: los liberales se inclinaron por el festejo del 16, mientras que los conservadores lo hicieron por el del 27.

Cuando los liberales se impusieron sobre los conservadores, a mediados del siglo XIX, privilegiaron la fiesta del 16 y soslayaron la del 27. Esto no era fácil desde el punto de vista político, porque el 27 era también la celebración del Ejército Mexicano, pues las fuerzas armadas mexicanas consideran que su origen radica en el Ejército Trigarante.

Haiga sido como haiga sido, los mexicanos encontramos siempre cohesión en el festejo de la Independencia.

En 1848, la celebración tuvo lugar en un ambiente de enorme tristeza: la ciudad de México acababa de ser tomada por las tropas estadounidenses. En Palacio Nacional no ondeaba la bandera tricolor sino el pendón estadounidense de las barras y las estrellas. Sin embargo, el pueblo no dejó de celebrar. Había furia contenida en el festejo, pero también una reafirmación de nuestra nacionalidad.

Uno de los festejos más significativos estuvo a cargo de Maximiliano. El fue el primer gobernante en ir personalmente a Dolores (hoy Dolores Hidalgo) en Guanajuato para la ceremonia del grito. Esta decisión le significó un fuerte rechazo de los conservadores que habían apoyado su llegada al país y buscaban en el Habsburgo a un gobernante que restableciera la legitimidad perdida con la Independencia. Con su decisión de celebrar el grito, Maximiliano manifestaba su propia ideología liberal, pero ésta no le sirvió para salvar la vida tras su derrota cuando fue fusilado por órdenes de Benito Juárez.

El tiempo ha pasado y el festejo se ha vuelto parte integral de la tradición cultural mexicana.

El grito se celebra en todos los confines del país y en embajadas y consulados mexicanos en todo el mundo.

Lo festejan todos los mexicanos sin importar su inclinación política y sin recordar los orígenes del acto. Recordemos, por ejemplo, que en 1968, Heberto Castillo dio el grito en la Universidad Nacional...

Y hasta la Jenny Rivera, la diva de la banda y fodonga arrabalera de marca —según me han dicho quienes han ido al palenque a escucharla— dio su particular versión del grito al entonar, en el marco de una pelea de box, el glorioso Himno Nacional como si fuera el aria “Rata de dos patas”, y hasta le cambió la letra para que le entendieran los mexicanos nacidos en Estados Unidos, justo como ella, y que ni terminan por hablar bien el inglés y mucho menos el español, que tiene más vericuetos que las leyes mexicanas.

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Y esa fue mi explicación a la pregunta de Araceli, esa nebulosidad histórica que algunos parecen pasarse por el arco del triunfo, ya por conveniencia, ya por lo etílico, ya por ignorancia —sobre todo esto último, que se repite a lo largo y a lo ancho de las pantallas de televisión, como ya se dijo y se ha repetido hasta el hastío y el enfado, que no es lo mismo pero es igual—.

Con todo, a pesar del esfuerzo por aclarar un poquito nuestro pasado nacional, no me tocó ni un platito de papas fritas.

Mtamá: si la historia, Heródoto, no sirve ni para ganarse un platito de papas fritas, entonces no sirve ni para maldita la cosa...

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