Era la noche del 15 de septiembre de 1810.
Los habitantes del pueblo de Dolores descansaban tranquilos y descuidados en brazos del sueño. Nada parecia perturbar la monotonia no interrumpida por doscientos y pico de años.
Se observaba, sin embargo una que otra ventana y puerta iluminada; pero poco a poco fueron extinguiéndose las luces, los perros se hecharon a reposar, y todo quedó obscuro y silencioso, excepto el pequeño postigo de una casa situada a una calle prócima a la iglesia, donde se percibia la tenue claridad de una bujia.
El cuarto o alcoba de donde salia la luz era de un tamaño regular, y adornada de una manera que, en los tiempos de que vamos hablando, no dejaba de ser extraña.
En una mesa tosca de madera, con carpeta de paño azul, había esparcidos algunos libros que por la pasta y cantos dorados, no podia dudarse que eran pertenecientes a un eclesiástico, y junto a ellos algunos otros con forros de pargamino raido.
Sobre otra mesa se veían algunos planos y cartas geográficas confundidas y revueltas entre varios crisoles de barro, un telescopio pequeño, y algunos compases y escuadras; en la pared se veían colgados también algunos mapas, alternando con grandes pantallas de cristal; y por último, junto a un enstante de libros colgada una estola y unos relicarios de cera de "agnus", y en un costado de la mesa estaba colocado un santo Cristo y una imagen de la Virgen de Dolores.
Lo demás del cuarto no presentaba cosa de digna de llamar la atención, a no ser multitud de canastos llenos de tierra, algunos pequeños hornillos, y una colmenera de palo.
A pesar de los signos evidentes de que el que allí moraba era no sólo un buen cristiano sino un ministro de culto, cualquier habría dicho que tal habitación era propia para un astrólogo o alquimista del siglo XV.
En la habitación que hemos procurado describir se hallaba envuelto en una turca negra un anciano encorvado por los años, de frente espaciosa, nariz afilada y ojos vivos y chispeantes.
Unas veces se paseaba con grande agitación de uno a otro extremo de la pieza; otrs se sentaba delante de la mesa y con la mano en la frente, quedaba sumergido en honda cavilación; de repente tomaba la pluma y trazaba un papel rápidamente algunas líneas y vocablos. Se conocía que tenía un gran pesr o que lo ocupaba algún proyecto inmenso.
De esta agitación lo sacó el rumor lejano del galope de un caballo.
Se levantó y apróximandose lentamente al postigo, se puso a escuchar con atención.
A poco, el rumor se hizo más perceptible y finalmente, un jinite embozado se apeó en la puerta de la casa. Nuestro personaje tomo la bujía y abrió el zaguán al embozado, el cual sin ceremonia, introdujo al patio al caballo y cerró tras si la puerta.
-Estamos perdidos, señor cura -exclamó el recien llegado.
El cura iba a soltar la bujía a causa de la sorpresa; pero recobrándose, le contestó con calma.
-A lo que veo, estamos todavía libres y con vida; y siendo así, falta mucho para que nos consideremos perdidas; mas expliquese usted.
Entretanto los dos personajes entraron a la alcoba; el cura tomó asiento en su poltrona y el embozado en otra silla frente a él.
-Diga usted cuanto guste-continuó el cura con voz tranquila -que estoy dispuesto a escucharlo.
-Pues señor, la conspiración ha sido descubierta esta misma mañana en Querétaro.
-¡Descubierta!... ¿Y Cómo?
-Hace dias que, en una taberna, hubo una riña de la cual resultó un asesinato. La policía acudió y se apoderó de los agresores. Uno de ellos, temiendo ser sentenciado a muerte, ofreció descubrir secretos de importancia con tal que se le perdonase. Se le garantizó la vida y todo lo ha descubierto. En consecuencia, el señor Domónguez aunque amigo de usted y de la patria, toma en cumplimiento de su deber medidas enérgicas; y mañana a estas horas, el senor Allende, usted y otros varios caeran en poder de García Rebollo.
-Nada de esto me asombra, amigo mio, porque entre los valientes también hay cobardes, y entre los hombres leales hay traedores miserables; pero ¡como ha podido usted saber todo esto?
-La cosa es muy sencilla. La esposa del señor Domínguez que, como usted sabe, es una señora entusiasta por la libertad y generosa, y... vamos, llena de virtudes, me llamó para decirme que importaba que yo mismo pusiera en conocimiento de usted todas las noticias; o de lo contrario, la patria se perdía y usted, señor cura, seria fusilado.
-Amigo mío, cuando hay corazones tan nobles es menester confiar en que triunfará la buena causa: continúe usted…
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Y continuó, como la historia, pero sería hasta el día siguiente, domingo 16, cuando iniciaran la batalla insurgente…
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Manuel Payno nació en 1810. Fue ministro de Hacienda en 1850-51, profesor de historia y diputado durante la República restaurada. Autor de las novelas de Río Frio y El fistol del Diablo. Murió en la Ciudad de México en 1894.
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