Si algo caracteriza a la nacoburguesía que hoy nos gobierna, es su analfabetismo histórico, su incapacidad de verse en el pasado, su ausencia de identidad; incluso, su falta de habilidad para montar una retórica rimbombante y fraudulenta al viejo estilo priísta.
Sus escasas e inconfesables nostalgias los aproximan (a los menos lerdos de ellos) al obispo Labastida (aquel que organizaba tedeums para el ejército imperial), al príncipe Félix de Salm-Salm (quien a pesar del apellido ridículo usaba una casaca chingoncísima bordada en oro), al ecuánime José Yves Limantour (banquero de banqueros y además con apellido francés) y a Ramón Corral (self made norteño que instrumentó el genocidio yaqui); difícilmente los acercan al cura ilustrado e indios Miguel, que puso en armas en 15 días a 25 mil indígenas, al irónico y lúcido Guillermo Prieto, quien tras haber cuidado de los dineros del país fue enterrado con un gabán al que le faltaban dos botones, o al iluminado Ricardo Flores Magón que llegó a decir que el abismo no le molestaba, que era más bella el agua despeñándose.
De tal manera que situados ante la incómoda obligación patria de celebrar el doble centenario (en México un gobernante puede comprar castillos en Francia, ser asesino, pedófilo, pero no ignorar las rutinas de las tradiciones), apelaron a sus escasos recuerdos de la educación primaria (Lujambio incluido) y los mezclaron con los viajes que habían hecho con sus papás a Disneylandia y con la otra gran tradición nacional, el estilo de los brujos del espectáculo más real que la realidad, según ha afirmado por los siglos de los siglos Televisa.
Con este sorprendente material entre las manos, a trompicones les fue saliendo un seudo fastuoso conjunto de actos en los que se han consumido y habrán de quemarse, muchísimos millones, que incluyen partidos de futbol, renombramiento de calles ya nombradas, espectáculos pirotécnicos, exposiciones como las que se hacen en galerías inglesas, iluminación de santuarios en Guanajuato, celebraciones del águila calva, libros sobre la biodiversidad en Campeche y partidos de la NBA en Chihuahua (si Villa viviera capaz le entraba a tiros hasta al árbitro).
Y usaron al fiel compañero de toda propuesta televisiva, que Paul Joseph Goebbels ya les había diseñado: reiteración hasta el hastío.
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Hace 100 años sólo gastó 20 millones de pesos, pero eran de los pesos de entonces. Y propietario de la locura senil del viejo régimen, Porfirio Díaz decidió tirar la casa por la ventana (total, si el país era suyo) y ofreció telégrafo gratis a los ilustres visitantes, iluminó la ciudad y organizó bailes en los que los ricos bailaban y los pobres miraban, y creó desfiles y arcos triunfales, y sacó a mil 200 mendigos y sifilíticos de la zona asfaltada con ayuda de la policía, y a los que no estaban bien vestidos no los dejó pasar a los festejos. Un compendio de derroche y buenas costumbres. De España retornó la casaca de Morelos y el Shah de Persia envió embajador.
En el baile de Palacio Nacional se colocaron 30 mil estrellas eléctricas y sonó la campana traída de Dolores.
Por cierto que los jolgorios se iniciaron, en septiembre de 1910, con la creación de un asilo para locos, una cárcel y una estación sismográfica. Para que luego digan que en México lo simbólico no juega en primera división.
Hace 100 años y, sin embargo, uno no puede de evitar sonreírse ante el parecido de las maneras de entender la fiesta de la Independencia de aquel y de estos.
En esta repetición como farsa del pasado. ¿Lo que era farsa se vuelve superfarsa?
El último acto de nuestros federales en esta poco sutil imitación porfiriana, fue una pieza peculiar: ¿Y por qué no pasear la osamenta nacional? Queda bonito, con cadetes del Colegio Militar en uniforme de gala. Sacar a pasear los restos de los caudillos de la Independencia.
Y los sacaron.
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Pero más allá de las inexistentes virtudes del culto a los huesos, que no a las ideas, había algo torcido en la osamenta de esa urna.
El ceremonial se había producido originalmente en 1823, pero tenía un sentido profundo, reivindicar a Hidalgo, Morelos, Allende, Matamoros, Abasolo, Jiménez como autores de la Independencia, contraponiéndolos a la figura de Iturbide.
El 19 de julio 1823 se exhumaron los restos, en el panteón de Chihuahua, de Hidalgo, Allende, Aldama, Jiménez, y del panteón de San Sebastián, en Guanajuato, se sacaron de la tumba los cráneos de los cuatro fusilados. Por primera vez esqueleto y cráneos se reunieron. En el camino se recogieron los restos de Francisco Javier Mina y de Pedro Moreno. De Ecatepec fueron traídos a la ciudad de México los restos de Morelos.
Hay constancia de que se trataba de una sola urna con los restos mezclados (una caja que se conducirá a esta capital, cuya llave se custodiará en el archivo del Congreso), no hubo mucho rigor en los desentierros, huesos mezclados, pérdidas. Poco después la urna se depositó en la capilla de San Felipe de Jesús y luego pasó al altar de los Reyes, siempre en la Catedral metropolitana.
Casi 100 años más tarde, en 1911, una exploración de los restos encabezada por funcionarios del Museo Nacional y probablemente ordenada por Porfirio Díaz, descubrió un gran desorden, donde encontraron un ataúd negro con cordeles, una urna negra vacía, una urna destrozada y una más cubierta por restos de albañilería.
Supuestamente se habían sumado a los restos originales a lo largo de los años nuevas osamentas, pero en el proceso se había producido más de un desastre:
Los restos de Matamoros fueron olvidados en el traslado original, más tarde supuestamente recuperados, pero faltando el cráneo, que luego y de nuevo supuestamente apareció muchos años después en manos de un presbítero, que dijo lo había guardado para que no lo dañaran los albañiles. Cráneo al que se grabaría una M con buril.
Es muy posible que se encuentren desaparecidos los restos de Morelos, probablemente robados en la etapa imperial por su hijo Juan Nepomuceno Almonte. El que se dice era el cráneo de Hidalgo, sin duda no lo es, porque muestra un tiro de gracia y según narración de su ejecutor, Pedro de Armendáriz, la culminación de su fusilamiento en Chihuahua le fue dada por dos soldados poniendo la boca del fusil sobre el corazón; el cuerpo de Hermenegildo Galeana nunca llegó a la columna de la Independencia y desapareció de la lista de los caudillos de la Independencia, porque su cadáver decapitado había sido abandonado en pleno campo y fue enterrado por compañeros en las proximidades del salitral, cerca de Coyuca, y los que lo hicieron fueron capturados y luego fusilados, dejando en misterio el paradero.
Otro tanto sucedió con la desaparecida urna que llegó en 1843 del panteón de Oaxaca con los restos de Vicente Guerrero. Y por si esto fuera poco, hay registro que otra de las urnas de cristal fue perdida en 1895.
Para acabar con esta chapuza histórica los nombres enlistados en la columna fueron 12 y no 14 omitiéndose los de Víctor Rosales y Pedro Moreno. Habían quedado fuera, sin razones claras, los de Guadalupe Victoria, Albino García e Ignacio Rayón, junto a tantos otros que merecían el reconocimiento.
Y aun así, dispusieron el paseo.
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Si querían poner orden en los desastres originales, no lo hicieron, no se intentaron los largos procesos de reconocimiento usando técnicas de reconstrucción facial a partir de los cráneos o el intentar pruebas de ADN (tedioso trabajo que implicaba buscar a los herederos). El INAH se limitó a darles tratamiento a los huesos antes de que se volvieran polvo y la reconstrucción histórica, y qué es lo que allí había... no se hizo pública.
Eso sí, el secretario de Educación aseguró que toda la evidencia documental confirmaba la correspondencia entre los huesos y los 14 nombres. Y el Presidente se declaró regocijado.
Más allá que hay mucho más de Hidalgo en la anécdota que cuenta que trató de poner en armas a los comanches, que en sus huesos; que hay mucho más de Matamoros en las frases que pronuncia cuando lo van a fusilar reconociendo que a pesar de haber manejado los fondos de las columnas de Morelos no tiene dinero para que le corten el pelo y que pide como última voluntad a sus verdugos que lo hagan, que en su supuesto cráneo.
Más allá de que los huesos se desvanecen y las ideas no, vaya chapuza.
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(Tomado de: De Celebraciones, restos y oropeles. Paco Ignacio Taibo II)
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