Trova y algo más...

jueves, 23 de septiembre de 2010

El hermano siamés que siempre quisimos tener...

Entre aquella vieja canción de Mecano que dice “Ay, qué pesado, qué pesado, siempre pensando en el pasado”, a la rola no tan anciana del grupo Molotov que habla de un personaje redondito y acolchonado, a quien hipotéticamente pudiéramos llamar Casterns y compañía, y gritarle la estrofa más pegajosa de la canción: “Cerdo, no me llames cerdo (mueve tu puerco)”, hay un buen puñado de motivos para no sentirnos todo lo felices que deberíamos estar, como habitantes de un país emergente que poco a poco ha ido cambiando sus hábitos alimenticios tradicionales basados en el maíz, los frijoles, frutas, vegetales, escasa carne y productos lácteos, considerados como muy sanos, por una dieta de microondas, agua hervida y pase a la primera ventanilla con efectivo en mano.

Dicen los expertos que en nuestro país padecemos una epidemia de obesidad que contrasta diametralmente con la realidad mexicana, que está más flaca que una titubeante modelo de pasarela, a quien siempre le podría fallar el paso, y más débil que los propósitos de año nuevo. De todos los años nuevo, por cierto, entre los que resalta siempre el deseo de perder unos diez kilos antes de la llegada del verano, por aquello de que se abra la posibilidad de ir a Kino o a Peñasco y poderse poner el viejo traje de baño de rayitas ridículas y no morir en el intento.

“La obesidad es una enfermedad”, dicen los redentores quemagrasa a todas horas en sus estúpidos informerciales de cero calorías en el cerebro, luciendo una delgadez amarillenta como de paciente del Hospital General en fase terminal (dicho con todo respeto, por supuesto), y prometiéndonos esa flacura que el cielo nos tiene prometida para enfrentar a todo hueso el futuro sin el frustrante rebote de los kilos perdidos en una mano de póquer contra el diablo (que es más mentiroso que los gobernadores priistas y menos cínico que ciertos conductores de noticiarios nocturnos que defienden a los panistas). ¡Vade retro!

Como el diablo no tiene palabra de honor, dicen los arzobispos de Hermosillo hincándole el diente a una concha de vainilla remojada en una taza de chocolate espeso y caliente, pues más tardamos en perder los kilos que el diablo en regresárnoslos con iva incluido, por aquello del manejo de la esperanza y toda esa basura onírica que significa imaginarse esbelto, juvenil y arrasador con las mujeres y uno que otro aspirante a conductor de aquel bodrio llamado “Desde gay-ola”, que es algo así como un acto de fe cada tarde en punto de las siete... según me han dicho... jeje... ¡Guácala!

No es por nada, pero los genios que han descubierto este asunto de la epidemia del exceso de grasa corporal en nuestro país dicen que quienes sufren más por este negocio del escaso control en el manejo del índice de la masa corporal, que es lo que nos grita a todo pulmón lo cochi que estamos, son las maravillosas mujeres, cuyo peso se ha incrementado un 50 por ciento durante los últimos diez años, pasando de un peso inferior al normal a un estadio corporal de obesidad.

Y aquí es donde, viendo que el mercado es amplio y susceptible de atacar, los merolicos de la felicidad vienen a poner sus tenderetes en la plaza de la ilusión para vendernos baratijas y fantasías de delgadez a cambio de una mejor calidad de vida, dicen los payasos quitakilos, como si uno los hubiera invocado o como si vinieran junto a las bolsitas de catsup y de chile en las hamburguesas dobles con queso y tocino que pedimos para llevar en un negocio local.

Estos embaucadores de los metafóricos mecánicos, por aquello del exceso de grasa en el chasis, saben que nuestro país está dentro de los países en desarrollo que han ido prosperando y han adquirido como mal accesorio beneficios y problemas de las naciones industrializadas, entre ellos los nuevos alimentos y formas de vida que han propiciado la sedentaridad y la obesidad propia del primer mundo.

Ellos saben que hemos aprendido, acaso con demasiada rapidez, a consumir los alimentos procesados, la comida chatarra y los refrescos embotellados sin buscar un equilibrio entre lo que entra y lo que sale de nuestro cuerpo, sin que esto sea una loa a la escatología.

Para darnos una idea, en México existe una enorme variedad de frutas y verduras, muchas de ellas al alcance de los bolsillo populares; sin embargo, los mexicanos somos quienes a nivel mundial consumimos más refrescos embotellados, sólo superados por los gringos, claro, como siempre.

¡Chin!, ni en eso les ganamos.

Y, bien, con el rápido acceso a la modernidad maquiladorizada, sobre todo en el norte del país (y también en Sonora, faltaba más), a las nuevas costumbres que acarrean los estilos de vida rápida, se ha generado el problema de exceso de peso, y es que la transición en la nutrición de los viejos hábitos alimenticios a las dietas lights está ligada a la importación (y consumo, desde luego) de alimentos con una mayor cantidad de elementos engordativos que nos hacen parecer por detrás al oso cachondón del papel higiénico Charmín, y por delante, a las esculturas de Botero, toda proporción guardada.

Este es el caldo de cultivo que han aprovechado los psíquicos de la grasa corporal, los saltimbanquis de la ficción, los malabaristas del discurso fácil que no se presentan como heraldos del progreso, de una mejor calidad de vida y del acceso a mejores estados culturales, sino como verdaderos mercachifles de diversiones para venir a ofrecernos recetas absurdas de tres semanas y aparatos cuyo simple uso es mucho más complicado que la práctica de las posiciones más inverosímiles que sugiere el Kamasutra, lo que no es poco decir.

Con todo, y como dicen los orientales (y alguno que otro chino), en toda pérdida hay una ganancia, y en toda ganancia hay una pérdida. Y cuando uno observa cuidadosamente a estos tiburones del comercio que se parten el alma por vendernos los métodos más increíbles para adelgazar, uno está más conforme con su digamos gordura. Que, al fin y al cabo, es como el hermanito siamés que siempre quisimos traer pegado pero que la naturaleza nos lo negó. Pero el tiempo, sabio como es, y los trasnochados hábitos alimenticios nos lo han vuelto realidad. ¡Mjú!

Al final, a uno le queda la duda, honesta y transparente, de si, en virtud de lo inoperante y falso de las propuestas reductivas de los cientos de productos que se ofrecen para eliminar “unos kilitos” (desde libros mágicos hasta bailables exóticos, pasando por aparatos complicados que sólo podría utilizar el hombre araña), estos empresarios de la flacura no estarán practicando el smurfing; es decir, lo que en lengua ópata se conoce como vulgar lavado de dinero? ¡Pos sabrá!

Y es que no por nada padecemos una epidemia de obesidad en México, que es algo así como se supone que debía ser el voto popular: una decisión libre y razonada. Si no me cree, estimado lector, pregúntele al primer obeso que se encuentre si está conforme con su sobrepeso (el de él, no el de usted, eh) y qué piensa de los comerciantes de la delgadez ajena.

Si como respuesta le regala a usted unas zapatillas de ballet para que se vaya de puntitas a ya sabe dónde, no me eche a mí la culpa. Es que los gorditos así somos: veleidosos como un pay de queso... con café, claro...

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