En
alguno de sus no escasos poemas, Rubén Darío manifestaba una inocultable
envidia hacia las piedras, debido a su incapacidad de sentir. De manera
afortunada, sin embargo, no han faltado (aunque tampoco abundan, que conste)
quienes han dado vida al pétreo material a través del cincel. Por medio del
arte, la eternidad de la roca alcanza un grado de plenitud que burla almanaques
y centurias.
Merecidamente
o no, la humanidad es albacea de las esculturas de la Grecia clásica, las
pirámides de Egipto, el Palacio de Bellas Artes o las hermosas criaturas de
mármol con las que Augusto Rodin escribió su nombre cual sinónimo de
genialidad.
Desde
ese otro México que es Sur, llegó hasta Sonora un hombre que supo acercar el
arte a la vida cotidiana. Francisco Castillo Blanco era su nombre.
Nacido
en octubre de 1912 en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, el futuro artista tuvo que
superar la desventura de la orfandad cuando la infancia seguía ocupando su
cuerpo. Por aquellos años de adversidad, sin embargo, también se asomó lo que
se convertiría en su gran pasión: Su anhelo de dejar huella a través del arte.
Consigue
ingresar a la celebérrima Academia de San Carlos, nombre con el cual se conocía
a la Facultad de Arquitectura y Escuela de Artes Plásticas de la Universidad
Nacional Autónoma de México, donde estudió esmeradamente con el apoyo de una
beca no siempre puntual que le otorgó el gobierno de su estado.
Diego
Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros (los muralistas mexicanos
más sobresalientes), y del ideólogo Vicente Lombardo Toledano, intelectuales
todos ellos de reconocida orientación socialista e identificados con las
grandes luchas de la nación, orientaron al muchacho que, lejos de hacer
castillos en el aire, decidió crear una obra que fuese una especie de
gigantesca habitación donde la belleza gozara de posada por siempre.
Fue en
su tierra natal, donde Castillo Blanco imprimió las primeras huellas de su
capacidad creativa, pintando los murales del Palacio de Gobierno y algunos
planteles escolares.
Evidentemente,
tuvo que demostrar sus capacidades antes de semejante tarea. Así que desde que
era un estudiante supo atraer los asombros ajenos. La honestidad entre su
quehacer y su pensamiento quedaron plasmados en su abierto apoyo a los
estudiantes de la escuela Prevocacional de Tuxtla Gutiérrez, quienes reclamaban
mejoras tanto en la alimentación como en otros rubros.
El
maestro Castillo no solamente les brindó su apoyo de palabra, sino en los
hechos: Dio posada a varios jóvenes expulsados en represalia. El artista
tampoco se salvó de la reprimenda… y fue enviado a un lejano lugar de sol
quemante, casi perpetuo: Sonora. Era el año de 1937.
Lejos
de declararse en estéril rebeldía, el hombre siguió delante de la única forma
(y la más noble) que sabía: creando y enseñando.
Generoso
como él mismo, compartió secretos y gozos con varias generaciones de alumnos de
la Prevocacional Número 10.
Si bien
siempre hemos mostrado cierta reticencia al arte, el chiapaneco no cesó en su
lucha por compartir con nosotros su vitalidad rodeándonos del mismo en el
centro de la capital sonorense: A él debemos relieves como el de Francisco I.
Madero en el parque que lleva el nombre del coahuilense; el de José María
Morelos ubicado frente a la Escuela Cruz Gálvez y el que embellecía la entrada
de la Centro Médico del Noroeste.
Minerva; escultura que representa a la mitología grecolatina,
creación del maestro Francisco Castillo Blanco.
Las
estatuas que daban cierta elegancia al Cine Sonora (Diana y Minerva), las
cuales fueron milagrosamente rescatadas de la destrucción al que la ignorancia
y la estupidez pretendían arrojarlas (mismas que fueron restauradas por alumnos
del propio escultor, según me contó Luis Castillo Carrillo, médico e hijo del
artista).
Amante
de la justicia y la equidad, a él también debemos el gran monumento al no menos
gran mexicano Benito Juárez, mas no el que colocaron las autoridades de Sedesol
tras la remodelación del espacio público, sino aquel que sostenía con firmeza
las Leyes de Reforma (esas que tanto odian quienes anhelan seguir controlando a
la gente a través de su verdad única, indiscutible e inalterable, so pena de
infiernos y demonios). Espero y exijo que algún día vuelva al lugar que le
corresponde y del que arrebataron los siervos de la oligarquía enmascarada de
rectitud.
Su
excelsitud también se aprecia sobre las pequeñas puertas que flanquean al
edificio de Museo y Biblioteca de la Universidad de Sonora, de la cual, por
cierto, también fue miembro fundador.
Y ni
qué decir de su manera de celebrar la ya fugitiva inocencia en la escultura de
Caperucita Roja en el local que albergó una estancia infantil y que ahora
ocupan los estudios de Radio Universidad.
La
heráldica también fue de su incumbencia: diseñó el escudo de nuestra alma máter
y realizó el acabado del escudo de nuestro estado.
Francisco
Castillo Blanco dejó de existir en el año de 1973. En este mes se cumple una
centuria de su natalicio. Los golpes que dio su cincel equivalen a latidos de
vida. Solamente hay que observar esas piedras plenas de emotivas pulsaciones.
--
Fuente:
Manuel
Ramón Valdez León. Castillo Blanco: la
vida en piedra. “El Imparcial”.
--
--