Corrían los primeros días de septiembre de 1973 cuando un puñado de mocosos ingresamos a la Escuela Preparatoria Unidad Regional Sur (la gloriosa EPURS: larga vida y a la bestia), allá por la salida hacia Huatabampo, tierra de los generales y de algún que otro soldado raso, en aquel Navojoa y aquella preparatoria que todavía recuerdo con emoción y orgullo nomás porque ahí me dio el primer beso la Elsa y me dejó todo babeado el océano, sintiéndome un molusco al que acaban de bañar en sal; o sea, retorciéndome en mi propio asquito: ¡Guácala, bróders and sísters...
No miento si les digo que todos los muchachos que íbamos al primer semestre, lo hacíamos con el técnicamente llamado “deste” en la mano.
Y es que la tradición marcaba que los novatos teníamos que pasar por la ley de la tijera; es decir, que los preparatorianos de segundo y tercer año podían con toda impunidad hacer cera de nuestras luengas melenas y pabilo de nuestro orgullo de roqueros.
Algo así como lo que hacen hoy en día los sicarios con la plebe de a pie, y que luego las autoridades en su propio jugo de estupidez califican como “ajuste de cuentas entre el narco”. Ajá. ¿Y los inocentes que quedan tirados como jamón del sándwich qué?
Bueno, el caso es que así estaba establecida aquella norma no escrita en la prepa, y parece pues que también está no escrita la norma de que el crimen organizado puede hacer y deshacer a su antojo lo que desee, que al fin y al cabo para esos están las autoridades de los tres niveles de gobierno: para no detenerlos, faltaría más...
Y pelones acabamos todos aquellos varones bien nacidos que ingresamos al primer semestre en septiembre de 1973. Hace casi 37 años de ello: uno cierra los ojos y alcanza a ver a algunos seres queridos que navegan bajo el mismo cielo y que respiran el mismo aire que toda aquella bola de navojoenses de esos días que fuimos a mucha honra, que apenas andaban gateando por los suelos del tiempo, mientras nosotros andábamos gateando pero por los tejados de una floración hormonal que no cabía en el cuerpo y que se derramaba a la menor provocación, y que ahora no son más que rüinas de la patria mía, como dice el viejo y conocido poema de Quevedo: “Miré los muros de la patria mía si un tiempo fuertes, ya desmoronados, de la carrera de la edad cansados, por quien caduca ya su valentía…”, etc. etc. dice alguien por ahí: mmmm…
Todos terminamos pelones, menos uno: Marco Espejel Yocupicio, del merito Sibiral, una comunidad de mayos que florecía a orillas de la carretera que lleva a San Ignacio Cohuirimpo, más allá de Tetanchopo, donde está situado el penal en una loma, en el que aún le echan reja a toditito el que toma (donde aún le echan reja a toditito el que tomaaaaaaa: Recordemos que ésta es la semana del corrido. “¡Qué asco!”, dirán algunas chicas nice que conozco. O sea: ¡Hello!).
El Marco Espejel, decía, fue el único que se salvó de la ley de la tijera. Una cosa simple y mundana fue lo que lo salvó: su fealdad. En serio. Ninguno de aquellos malandrines de segundo y de tercero se animó siquiera a acercársele. Y ni necesitaba que lo raparan. El Marco era tan feo que nadie le sostenía la mirada. Incluso hoy, yo con toda mi regordeta figura y mi calvicie jubilosa parecería Brad Pitt a su lado. Sin la Jolie, claro, que me cae como gorda…
Pobrecito el Marco. Según me contó una vez un tío borracho que él tenía, que cuando nació se le acercó el doctor a su mamá y le dijo: “Señora, hicimos lo que pudimos, pero el niño nació vivo. Lo sentimos”. Y es que en verdad era feísimo. Pero era muy buena gente. Es que no le quedaba de otra si quería tener amigos.
En el fondo, era un tipo noble. Medio pendejón, pero noble. Y no es que toda la gente del Sibiral fuera así, pero el Marco era algo especial. Escribía poemas, como alguien que yo conozco. Y le gustaba tocar la guitarra. Cantaba horrible. Por eso le decíamos el Sapo cancionero.
Una vez, cuando las cosas en aquel 1973 se pusieron muy feas en la prepa, y el movimiento estudiantil estaba a todo lo que daba, hubo una redada y metieron a la cárcel como a cien estudiantes. Y a todos los agarraron en una manifestación que terminó en el Mercado Municipal, donde se hacían los mítines con líderes arengando a las masas desde el techo de aquellos camiones que corrían a Huatabampo, Bacobampo, Etchojoa y puntos circunvecinos. Los Mayitos, pues.
A todos los agarraron en pleno mitin, menos al Marco. A él lo sacaron del baño de su casa, con los pantalones abajo, y se lo llevaron a rastras. Lo metieron a la cárcel sin causa alguna, pensábamos todos los del grupo de primero. Y cuando fuimos a preguntar por él a la comandancia, los policías dijeron que se lo llevaron porque les pareció un individuo sospechoso. “Es que está tan feo, que parece culpable de cualquier cosa que lo acusen”, dijo el famoso Gordo Zavala cuando lo entrevistó creo que Feliciano Guirado para el Informador del Mayo.
Pero qué va. El Marco era un pan de dios. Horrible, pero un pan de dios al fin y al cabo. Finalmente, todos llegamos a la conclusión de que si por ser feo lo iban a estar metiendo a la cárcel, pues su vida iba a ser una cadena perpetua. Y sin chance de pagar fianza. Ni siquiera iba a tener la mínima oportunidad de salir bajo palabra. Nada. Puro bote y ya. Cosa que no supimos a ciencia cierta, pues después del episodio de la cárcel, el Marco se salió de la preparatoria y nunca más volvimos a verlo. Ni siquiera su paisano el Jairo Moroyoqui Bay, habló de él en su libro de crónicas del sur de Sonora, en el que recopiló a todos los habitantes célebres de El Sibiral, que nomás son como cuatro, por lo que forzosamente tuvo que incluir la historia de dos vacas y como diez perros para poder completar las 60 cuartillas que le exigió el editor del libro. Ah, qué cosa tan hermosa es la cultura.
Por cierto, el Jairo dice que no es cierto que el referente principal de uno en la vida son los días más felices o los de mayor importancia o cuando la gente se casa o cuando bautiza a sus hijos o cuando se gradúa o cuando compra su primer carro o cuando recibe su primer quincena o cuando le ofrecen a uno la primer prueba de amor, aunque le cobren.
No, los momentos que lo marcan a uno para siempre, dice El Jairo, son —la mayoría de las veces— aquellos que ni siquiera se da cuenta uno de que suceden y que otras personas vienen a recordárnoslos, incluso, en ocasiones, muchísimos años después.
Cuando uno está con sus amigos de toda la vida, continúa El Jairo, no vienen y nos dicen “¿Te acuerdas del día que te graduaste?”; no, nunca falta alguien que venga y nos diga, a veces sin prevenirnos siquiera, “¿Te acuerdas del día aquel que te caíste en el lodo y te quedó el traje echo una verdadera basca?” o “¿A poco ya se te olvidó cuando te andabas muriendo la vez aquella que se te atravesó una aceituna en la garganta?, si desde entonces te dicen El Olivas” o “¿Qué no te acuerdas del día que fuimos a Yécora y que según tú ibas a cortar leña y te cayó un rayo justo cuando ibas a dar el primer hachazo? Yo creo que desde ese día tienes el tic ése en el ojo izquierdo y caminas medio ladeado... además se me hace que desde entonces apestas como a quemado”.
Y se queda uno pensando: “Si, ese día, esos días... todos esos días”, y uno se da cuenta que, de acuerdo con la teoría de El Jairo, de “esos días” está llena la vida, de esos días que nos señalan con su dedo flamígero diciéndonos “Yo sé que un día no aguantaste las ganas de agarrarle las destas a la Carmen en el elevador y te dio un cachetadón marca llorarás, y que todavía te gritó que para eso eran, pero que se pedían”.
Y nos repasan sin misericordia “Yo sí me acuerdo del día que te pasaste una luz roja y te detuvo un tránsito y se enojó porque tú le ofreciste 17 pesos y que te dijo que ni que fuera alcancía, y que te bajó 50 pesos y además te ensartó una infracción”. Sí, hay días así, y están repartidos por casi toda la vida.
Pasó el tiempo como suele pasar: segundo tras segundo, y años después, en la “Cantata del adelantado Don Rodrigo Díaz de Carreras”, el grupo argentino Les Luthiers explicó claramente que parecido no es lo mismo. Es decir, no es lo mismo ser que parecer. Y que lo de afuera no tiene que ser necesariamente lo que uno adentro lleva —más latino no se puede, je—.
Cuando escuché esto, me acordé del Marco, porque si bien por fuera era horrible, por dentro estaba más bonito que Elena de Troya.
Y yo por eso dejé de creerle a los legisladores tipo Josefina Vásquez Mota que parece como que sabe de lo que habla cuando arenga al gentil pueblo de a pie a que no bajemos la guardia en la lucha contra el narco, impunidad incluida, aunque parece ser la línea feroz de demagogia que marca la presente administración federal, porque entre lo que se dice y lo que se hace hay mucho trecho.
Y sí, ellos, los felices legisladores parece que saben lo que dicen. Pero ser no es lo mismo que parecer: y el que sabe es inteligente, y el que parece quiere serlo. Así nomás.
Chin: tan bien que iba lo del Marco…
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