Hoy es viernes y, como todos los viernes, termina la semana laboral y empieza lo que los trasnochadores de fin de semana llaman, no sé por qué, “el descubrimiento de América”. Será que en sus viajes etílicos buscan llegar a oriente y se topan con un continente lleno de patrullas y patrulleros con plumas, taparrabos y todo, para que la escena tenga cierta credibilidad: “La pésota, man”, dicen que dicen ellos estirando el largo brazo de la ley y poniendo una mano en posición decúbito dorsal, cosa que a mí no me consta, porque en mis tiempos de borracho callejero nomás con mirarnos feo ya sabíamos con cuánto teníamos que mocharnos con el pintzi cuico, invariablemente con un cincuentón.
Pero como el mundo ya se va a acabar, y de seguro va a ser un viernes cualquiera, pues hay que hacerle caso al son aquel que a la letra dice: “A reír y a bailar que el mundo se va a acabar”, y luego echarse un farolazo de’sos que queman por dentro, de’sos que pudren el alma —diría Alberto Cortés en su celebrada rola El vino—, hasta terminar como placa de trailer: hasta atrás y enzoquetado.
Sí, señor; sí, señor: el vino puede sacar cosas que el hombre se calla, que deberían salir cuando el hombre bebe agua, pero hoy es viernes y que no venga el mamón de Alberto Cortés a arengarnos con la abstinencia y guadalupanismos similares, que ya para eso tenemos al nuevo Telemax con su limpia y divina programación para decírnoslo… y qué ironía ¿no? justo ahora que el logo de la televisora de marras parece de casino de reserva indígena de algún condado de Arizona, por aquello de la ruleta y el montón de barajas dispuestas alrededor: ¿algún mensaje oculto ahí? Yo qué sé, hombre, justo ahora que estoy sacando una pena, que por ser pena es amarga: sobre mi palco de fuego la he puesto a bailar descalza como si fuera la Shakira… ¡brincos diera!
Hoy es viernes, pues: día para descubrir América, el continente, no la muchacha que vive a dos calles de la casa, y que no es por dárselas a desear pero… bueno, ahí les contaré el 31 de febrero. Y también es día —ya que andamos en el negocio de toparnos con el nuevo continente— de tratar de entender un poco las profecías que parece que sí parece que no dijeron los mayas (¿las mujeres de los mayos, acaso? ¡ókela!): el 21 de diciembre de 2012 se va a acabar el mundo, o al menos la humanidad tal y como la conocemos hoy mismo: una bola de hijos de Sue que ni viven ni dejan vivir, empezando por los regidores priistas del ayuntamiento de Hermosillo. Ja.
Y, bueno: ahora resulta que en un lugar de Nebraska, de cuyo nombre no puedo acordarme, habita un granjero que dicen que sabe la fecha exacta, incluyendo la hora y el minuto, en que se va a acabar el mundo. Todo el mundo, no sólo la región sur de Sonora y continentes aledaños, sino todo el mundo. “Y todo es todo”, como dijera don Sergio Romano en aquel tiempo feliz de la abundancia.
Ahora son otros tiempos de no tanta abundancia, cierto, pero es el mismo mundo en el que habitamos no sé cuántos cientos de millones de seres que a veces nos comportamos como si fuéramos una enorme familia que trata de entrar al mismo tiempo a un solo baño: unos a bañarse, otros a rasurarse, otros a sonarse la nariz y otros simplemente a aquellito, o aquellote, depende, que para eso se inventó la soledad. O sea, como salvajes. Posmodernos, sí, pero salvajes al fin.
De repente somos salvajes, pero no semos incultos, y nos comportamos de manera montonera. De repente se asoma al escenario un grupúsculo de presuntos defensores del agua yaqui blandiendo una nueva, manipulada y kafkiana doctrina Monroe a la que le cambiaron algunas palabritas para decirle al mundo y sus alrededores que el agua de Sonora es para los obregonenses y se acabó el show, como si fuera el ombligo del mundo. O quien sabe…
Eny, wey. Yo no sé si aquel granjero de Nebraska sepa realmente el día en que se va a acabar el mundo. Dicen los periódicos frívolos que sí. “Él —dicen con seguridad plena— acertó en su pronóstico de que César Nava y la Patylú” (que no es pariente del Pato de Lucas, según han dicho algunos perversos), señalan los seguidores del gringo nebraskeño con ese orgullo que otorga, por ejemplo, haber descubierto la cura del cáncer o la esquiva vacuna para erradicar el sida.
Yo me cansé de buscar señales sobre el fin del mundo en la bóveda del cielo maravilloso de los libros de filosofía, y nada. También las busqué con Walter Mercado, pero se me hizo tan ridículo el ¿hombre? que no pude tomarlo en serio, como mi prima Josefina, que lo tiene en un altar junto a Luis Miguel y Yahir... “Por si falla uno”, dice la Chepina, como si Yahir pudiera fallar después de andar bien alucinado, ¿no?
Yo conozco a dos que tres que andan más alucinados que Yahir y que suben y bajan escaleras todo el día en busca de respuestas a preguntas que ni siquiera se han formulado. Pero esos son otros alucines que nada tienen que ver con el fin del mundo. Al contrario: “Apenas va comenzando el sexenio”, dicen los tres felices tigres con la lengua de fuera y las rayas medio despintadas. Pero así es este asunto de la levantadera del brazo.
En fin, esto del fin del mundo tiene tantas aristas por dónde verlo que uno fácilmente pudiera perderse en el berenjenal de hilos que se desprenden del tema. En estas líneas de viernes casi sábado ya se han visto más de tres asuntos y ni siquiera hemos llegado a algo en claro. Pero Usted comprenderá, estimado lector, que a nadie le gusta hablar del fin del mundo, ni siquiera al ex abanderado del Partido de la Unidad Social, Óscar “El Polacas” Holguín, que en eso de elaborar teorías extrañas y argumentos increíbles es un experto.
Si aquel granjero de Nebraska habla en serio, bien pudiera poner en la internet una bibliografía básica para saber en qué sustenta su dicho, ése que a más de tres tiene acalambrados porque creen que no van a llegar ni siquiera al fin de mes; es decir, a la quincena, esa que el cielo nos tiene prometida como luz de un faro que nos indica el camino a más deudas, porque la vida también es eso: un constante reciclar de deudas con todas aquellas empresas que uno juró jamás volver a poner los pies en su interior, pero ya ven: la carne es débil, sobre todo al momento de cubrirla con ropas de diseñador, como debe de ser.
Como sea, el día que se acabe el mundo ya veremos qué hacer, porque todos aquellos que creen que se van a salvar si se van a Huásabas, están más que equivocados porque en Huásabas ya no hay cupo en el único hotel que hay por allá, y que se llama precisamente “En un rincón de Nebraska”, porque según la Auxi buena —la Tita, pues— es de un gringo gordo y borracho que llegó hace mucho y se enamoró de una vaca.
Y es que así son los gringos, medio locos: a unos les da por hacer guerras, a otros por enamorarse de vacas y a los menos por pronosticar el fin del mundo. Y como dicen allá en gringolandia: “A los mexicanos nos inventaron para creerles a los gringos”. Pero yo paso. Sí, señor. Je. O mejor dicho: But I pass. Yes, sir. Je (Esto último se dice igual en inglés: Je).
Bueno, como decía mi amigo el tres efes: el jueves es viernes chiquito, el viernes a la una de la tarde ya es sábado, y los sábados pues cada quien sabrá. Ahora es viernes, por si no se habían dado cuenta al leer el montón de incoherencias puestas y dispuestas a lo largo, ancho y alto —para cumplir con las tres dimensiones de la física, por favor—, y como a la una que se quiebre una taza y cada uno para su antro. Yo me quedo aquí a esperar que se acabe el mundo abrazado del primero que pase frente a mí, sea hombre, mujer o el Alvin, que para estos casos creo que también cuenta. Y no digan que no les dije… aunque la mayoría —como si fuera un eco divino— ya sabe… y la minoría también: ¿ya sabes, no?