Azúcar, en el fondo de la taza sólo quedaron oscuros terrones de azúcar que las hormigas del olvido devoraron sin prisa: grano a grano fueron desintegrando tu presencia y te llevaron sobre sus lomos rojizos por senderos invisibles con olor a almizcle a las profundidades de la tierra que cubrió tu cuerpo una lluviosa tarde de noviembre de hace cuarenta años…
Azúcar con un sabor lejano y amarillo que en días como hoy, nublados y tristes, fríos y cenicientos, me ahoga en el pantanal de la nostalgia: escucho un sordo bolero de amor venido desde lejos (tus besos se llegaron a recrear aquí en mi boca, llenando de pasión y de dolor mi vida loca, las horas más felices de mi amor fueron contigo…), me acomodo los lentes resquebrajados por la soledad, me aliso la gris camisa del silencio y me asomo al peltre de las tazas para buscar en sus bocas desportilladas la vaga calidez de tus labios, que fueron tan míos como tuyos en el furioso arrebatarse del amor bajo las ramas de los eucaliptos y sobre la hojarasca crujiente de nuestros cuerpos jóvenes que centelleaban como faro en la noche más oscura de los besos, rabiosos besos en lo más profundo de la felicidad, perrunos besos que mariposeaban los diversos orificios de la ternura, animales besos que dejaban senderos de humedad por donde cruzaba la babosa de nuestras ansias convertida en éxtasis: el rumor del aire que pasa por entre los resecos limoneros me grita con su polvo y sus termitas que ya no habitas estos muros de adobe ni la estancia de los sueños, y que el fuego de la cocina y de las alcobas de mi alma se apagó para siempre desde la mañana fría en que moriste a solas con un niño atravesado en el vientre que te reventó lenta, literalmente, como botón de un rosal que se desflora y se ahoga en su propia savia, en su propia fragancia de maravillas.
Te moriste a solas aquella mañana perdida en los pergaminos de la memoria, a solas como animal salvaje en un monte habitado por insectos ponzoñosos y perros sin dueño que agonizan en los basurales de la sarna, a solas como náufrago flotando a la deriva en un mar infestado de dragones y monstruos invencibles de la oscuridad.
¿Cómo saberlo entonces? ¿Cómo saber que un dios inmisericorde y frío te tenía señalada sin remedio, que tenía tu rostro dibujado en las paredes de la muerte con la tiza gris de la nostalgia?
Sólo sé que cuando regresé a las polvorientas calles de nuestro pueblo no me esperabas: nadie quiso decirme de tu aroma a jacarandas, del color arenoso de tus ojos, de la suavidad rojiza de tus labios, de tu cabello como flores silvestres de la orilla del río.
Nadie quiso señalarme los huecos del aire por los que te fuiste desgranando aquella mañana amarilla y sucia de noviembre, porque al terror de tanta ausencia en la otredad, a merced de las bestias mitológicas de la melancolía y de las sirenas terrestres del terror tendría que sumarle el dolor de tu agonía ensangrentada.
¡Dios!: ¿en qué oscuro rumbo se deshilan ahora las huellas de tus pies ajados en la memoria? ¿bajo qué árbol de frutas de mayo dejas escapar tu risa? ¿en qué recodo del pasado te has vuelto un puñado maloliente de ceniza? ¿en qué sueño habitas para siempre?
(Tu rostro me estalla en cada víscera, en cada latido, en cada instante que se me escapa presuroso hacia la muerte).
Hoy la casa ya es otra: ya no están tus manos para enderezar las fotos en las paredes, para colocar vasos con flores frescas en cada ventana, para sacudir el polvo de la tristeza que se acumula en los rincones de mi vida: en el patio, las hojas de los árboles se han secado en gruesas capas de soledad como el olor fresco y blanco y rugiente de tu cuerpo estragado por el sexo, y la hamaca que alimentaba nuestros sueños sudorosos se deshace como las telarañas de la última noche que nos tomó en sus brazos y nos meció hasta el alba de nuestros sueños fatigados por ese beso desnudo que bajó por tu pecho hasta la cintura y jugueteó en tu ombligo abombado por la esperanza y electrizó los vellos más escondidos de aquella pasión jadeante que nos llevó una y otra vez al reino de la muerte por amor... (¿qué hacer con esta nueva hamaca que traigo en las alforjas de los años?)
Sigues habitando aquella fotografía mal encuadrada en la que sonríes feliz porque las múltiples lenguas del río lamen tus pies descalzos un 24 de junio perdido en el rumor apenas perceptible de los aleteos de ese colibrí llamado melancolía. La foto y el reflejo del agua otra vez en la memoria.
Te veo cada vez más inmediata, tu rostro ancho y sonriente, blanco y feliz, tus cejas hirsutas y tus pestañas pequeñas en la inmensidad de tus ojos de paloma espantada por el soplo invisible de la vida; tu cuerpo salpicando entre mis manos cicatrizadas por el amor, desgranando cada fragmento del deseo en una harina áspera y caliente que incendia cada noche al más leve toque de nuestra piel.
¿Cómo arrancarte de esa fotografía sepia mal encuadrada que sobrevive a las telarañas del tiempo en un muro silencioso de esta casa que se ha venido derrumbando sin tu esencia simple, olorosa a jabón y a leche hervida, que el viento de la muerte me ha arrancado?
(Me dueles en el costado izquierdo como hierro de la ausencia mal clavado en la madera de mi alma...)
Salgo a las plazas a pasear mi soledad como perrito faldero y veo en el fulgor de los ojos que me miran con lástima todo el fuego antiguo que alguna vez alimentamos con nuestros deseos: cada mañana encuentro nuevos motivos para seguir recordándote.
Regreso a esta casa que se derrumba entre las calles que alguna vez caminamos de la mano, y sólo el soplo de la ausencia me saluda, me abre paso entre los muros de adobe y me señala uno a uno los rastros que dejaste tras de ti: tu nombre en los espejos y la foto mal encuadrada, manchada por el tiempo y la distancia. ¿Es necesario volver a nacer cada mañana para rescatarte de la muerte?
¿Y ahora qué hago con la materia de las tardes, cómo arrebatarte del sopor intangible de la hora del ángelus, cómo seguirte por los intransitables caminos del nunca jamás…? ¿A qué dios debo maldecir por toda la rabia acumulada, por toda la impotencia que me amargó el alma y destrozó mis vesículas, por todos estos años marchitándome a solas, soportando el paso de las hormigas que se llevaron tu cuerpo hacia las cámaras subterráneas de una reina inmóvil que devoró los gránulos de tu carne para seguir desovando alimañas de angustia que se cruzan a mi paso cada día como diminutos heraldos de la tristeza?
¿Cómo arrancarte del recuerdo que va y viene entre la pestilencia amarilla de la muerte y el goteo inacabable de los humores de tu cuerpo bajo el cajón de madera umbría que veló tu carne entumecida, amoratada por los insectos invisibles de la agonía?
¿A quién reclamarle tu ausencia, la esperanza de ese pequeño cortada de tajo en tu propio vientre, ese niño que extravió su camino en tus entrañas y en el último momento quiso tomar un atajo hacia la vida y se despeñó en los barrancos traicioneros de la muerte, llevándote de paso hacia la profundidad sin retorno?
Que me perdonen los sueños en los que no estuviste, las horas delgadas de la alegría en solitario, el ruido de la lluvia sobre las baldosas del alma, el olor a tierra mojada de tu rostro en llanto, los besos que no nos dimos, las caricias que se quedaron aguardando las noches desnudas para aflorar como peces de colores en la superficie de los cuerpos.
Que me perdone la vida porque envejecí sin ti, porque cada tarde es un latigazo que me marca el rostro, porque te busco en el fondo de cada taza de café, en el azúcar que se asienta en la tristeza y que tiene tus rasgos adoloridos y el brillo oscuro de tus ojos que iluminaban de ternura mi frágil felicidad, porque después de cuarenta años sigo extrañando tu olor y tu mirada, porque recuerdo con la misma claridad aquel día de marzo en que te metiste en mi vida como raíz de benjamina:
Ese día detuve mi marcha para observar el juego estrepitoso de los peces: el agua desgarraba con sus filos la piel áspera de las piedras del fondo y los hilillos de lama verdusca se dejaban ir por entre los labios húmedos del río como volutas de humo debajo de los cristales del agua.
De repente te vi ahí: justo en la otra orilla de mis ojos. Los ángeles del aire serpeteaban sigilosos en el reflejo oscuro de tu cabello mientras jugueteabas en las piedras milenarias de la ribera,lavabas tus manos amarillas como trozos de sol y recogías insectos de la humedad que mordisqueaban las hojas de los árboles en el ruido líquido de los pájaros parados en la ribera del río, temerosos por nuestra presencia.
Un jirón de segundo bastó para cincelar tu rostro en mi vida: un trozo del día se filtró en la oscuridad de mi alma, remojó una a una las líneas de la esperanza y enraizó tu mirada en la tierra lama de mi corazón.
¿Cómo saber que me encontraría contigo, que un soplo invisible me empujaría a tu lado para armar ese rompecabezas del futuro al que le faltaron las piezas más importantes y que se quedó para siempre inconcluso?
Se ha soltado la lluvia, Sacramento, y el golpeteo del agua en el zinc del techo me responde: me dice que no bastan 14,600 días para explicar los misterios de la muerte, que ni todo el tiempo del tiempo bastaría para moldear con precisión tu recuerdo con la arcilla de la soledad, que podrá pasar mil veces el día de San Juan pero aquella foto donde vives sonriente jamás te devolverá a mis brazos, a mis manos, a mis labios…
Y ahora que la lluvia me susurra tu nombre al oído, cuarenta años después de que la muerte te arrancara de mi lado, siento que el entramado sanguinolento de mi vida se desmorona como nido de termitas bajo los chorros del agua, entre las higueras y el mal de ojo de la desesperanza.
Voy a la cocina y me sirvo café para buscarte una vez más en el fondo de la taza, en los oscuros terrones de azúcar que me amargan el alma mientras el aire húmedo de la tarde me trae una sorda tonada que lentamente me va sofocando esta larga agonía: Tus besos se llegaron a recrear aquí en mi boca, llenando de pasión y de dolor mi vida loca, las horas más felices de mi amor fueron contigo…
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