Trova y algo más...

viernes, 12 de marzo de 2010

El que es inútil donde quiera se atasca…

Mi tío Teófanes “Teo” Aguirre nació un día como hoy, 12 de marzo, en Santa Rosalía de Ures. Si no lo hubiera atropellado aquel zaino moteado cuando celebraba, en absoluto estado de ebriedad (el zaino, no mi tío, quien era católico, apostólico y abstemio), un día de San Juan en el arroyo del Zamorato, y si no hubiera muerto una semana después en medio de un dolor tapizado de analgésicos, de seguro que hoy le hubiera llevado serenata a mi tío, no con rondalla, debo aclarar, porque mi tío era bastante exigente en eso de la música (“A mí me gusta la música para hombres, no joterías”, decía cuando escuchaba a la Rondalla del Chato Franco acompañar a Carmela y Rafael: Dubi-dudubi-dudú), sino con un conjunto norteño bien vestido o, ya de perdida, con un par de taca-taca, aunque después termine uno trenzado a golpes por asuntos que no se detallarán aquí.

El caso es que mi tío murió trágicamente, y del zaino, como dice la canción de Camelia la Texana, nunca más se supo nada, aunque algunos viejos pobladores de Santa Rosalía aseguran que se lo echaron en una machaca, “a la que le faltó ajo”, agregan.

Pero ni modo, de las 14,000 maneras de morir que están registradas en el libro “La muerte es un asunto serio”, del filósofo francés Oscar St’Holguìn, traducido y publicado en 1996 por el Fecas, mi tío murió de una forma que está incluida dentro del capítulo XI: “Muertes Improbables”. En serio.

A mi tío Teófanes le fascinaba el corrido de “Los Dos Amigos”, esos que venían de Mapimí, que por no venirse de oquis robaron Buenasebí, Durango (así como hicieron no hace mucho ciertos funcionarios de cierta administración de cierto estado del noroeste de México, que se llevaron hasta los clips al grito de ¡Este es el año de Hidalgo, y... etcétera). Cuando Teófanes escuchaba aquella canción, se calaba el sombrero hasta las orejas como el panzón del Edgardo; con dificultad se acomodaba el pantalón donde alguna vez tuvo cintura (mjú, también), se limpiaba las botas con la parte baja y trasera de su invariable mezclilla, y se ponía a taconear como si hubiera recibido por equivocación, en el cheque quincenal, el triple de lo que le correspondía (descuentos incluidos).

Claro que esto es un decir, porque mi tío trabajaba las tierras que fueron alguna vez de mi abuelo, Jesús Aguirre, y que dejó para quien quisiera seguir siendo hombre… hombre de campo, se entiende. Como la familia Aguirre prefirió emigrar a Hermosillo, excepto Teófanes, porque desde niño se peleó con los libros y ya no quiso saber nada de diptongos y de hiatos, pues aquella tierra y aquel ganado quedaron en manos del “Teo”, que los hizo rendir con grandes esfuerzos, mucho ingenio y pocos recursos.

Tanto se dedicó a aquellas tierras el Teófanes, que no tuvo tiempo para el amor. A la mejor de ahí le venía cierta aberración por la música extremadamente romántica, a la que calificaba como cursi (“música para bizcochones”, le decía él, pero por respeto al H. Lector no lo pongo así ni lo pongo aquí; no, señor). Y sí, el Teo, quien prefería un corrido que hablara de caballos cantado por el Charro Avitia (¡Juiya!) a una canción de Luis Miguel (como alguien que yo conozco, y que para proteger su identidad sólo escribiré sus iniciales: L —de Laura— y Y —de Yeomans—), se quedó a vestir santas, si es que se me permite la expresión.

Según muchos habladores del pueblo, a mi tío le hacía agua la canoa o “corría pa’ tercera”, como susurran los miembros de Profam y los altos dirigentes de El Yunque cuando se refieren a los gays y a los furcios, que no es lo mismo pero es igual; pero yo creo que eso no era cierto, porque ya era por todos conocido en aquellos lejanos ayeres que el Teófanes sostenía un romance con unas gallinitas coloradas del corral del vecino. Sobra decir que producto de esas relaciones furtivas, el Teo nunca tuvo descendencia. “Gracias a Dios”, dirán la ciencia y los anti transgénicos.

Bueno, el caso es que si el Teo no hubiera muerto, todavía viviría, y hoy le hubiera llevado serenata. Porque han de saber Ustedes que en el fondo a mí me gusta llevarle serenata a mis seres queridos en esas ocasiones importantes de la vida. Lo hacía el Día de la Madre, el Día del Padre, el Día del Maestro, el Día de la Mujer y el Día de las Naciones Unidas… y cuando Cupido me atizó un hiatazo con la flecha del amor, le llevé serenata a Araceli cuando vivía por la calle Reforma. Entonces, debo aclarar, yo tenía un chorro de voz y era el amo del falsete... y ahora, casi 30 años después, soy más falso que un chorrete. Qué cosas, ¿no?

Creo que la canción que más le cantaba a mis seres queridos y no tanto era “Coincidir”, aquella que dice: “Soy vecino de este mundo por un rato y hoy coincide que también tú estás aquí, coincidencias tan extrañas de la vida: Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio y coincidir. Si en la noche me entretengo en las estrellas y capturo la que empieza a florecer agobiado me detengo y no imagino: Tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio y coincidir”, y un párrafo más que ahora escapa a mi memoria, pero que en resumen es lo mismo.

Y es que las coincidencias en el amor y en la vida son asuntos que no deben tomarse a la ligera porque prácticamente son motivos de reflexiones profundas.

Coincidir en el territorio de la transitoriedad que es la vida es algo maravilloso. En tal magnitud lo es porque si cualquier día de hace 10, 20, 30 o más años uno hubiera doblado a la izquierda en vez de tomar la ruta de la derecha, de seguro que no estaría aquí y ahora rodeado de gente que casi siempre cree que somos importantes, cuando en verdad uno no es más que el reflejo de las personas que nos rodean. Así, nuestra aura de felicidad o de tristeza es en parte el aire de felicidad o de tristeza que nos transmiten los demás en un momento dado.

Por eso prefiero coincidir —la cancionera canción— y coincidir —el verbo verbal— que guitarrear las canciones de Luis Miguel porque a mí si me da miedo dejar de ser y estar. Y mejor me callo. Y es que según dice mi amigo el Tribilín, la gente sí se muere de amor. Y yo le creo, no faltaría más. De hecho, creo que hasta los cerdos se mueren de arrebatada pasión. Y también los gatos y los perros y uno que otro pájarito del amor, sin que esto necesariamente sea un albur.

O sea, morirse de amor no es nomás un pensamiento romántico plasmado en casi todas las canciones de Juan Gabriel, en el poema de José Martí —ése de La niña de Guatemala, “la que se murió de amor: Eran de lirio los ramos y las orlas de reseda...” etcétera, cantaba Óscar Chávez con un berrido caifanesco que de seguro era la envidia del Vale Elizalde—, o en las novelotas cursis de Televisa, sino una realidad bien real. Eso dice el Tribi, pues.

Y es que perder la vida por amor es tan factible como comerse un pico de gallo en la Plaza Zaragoza o un dogo en la Emiliana de Zubeldía —bacterias incluidas, claro está—, pero de cierto, en eso de morirse de amor hay muchas causas asociadas —además del amoroso amor, porsu— como la depresión, el estrés, secreciones hormonales y emociones fuertes —entre otras emociones, secreciones y humedades— que provocan no nada más la muerte: hasta una sonrisita sospechosona a la hora de quedarse más tieso que un birote en el refrigerador .

Verán: no sé en qué momento de esta columna, en lugar de escribir una palabra escribí otra, y hemos llegado hasta este punto. Empezamos con mi tío Teo, seguimos con las serenatas, sobrevolamos las coincidencias y casi aterrizamos en las muertes por amor, aunque como hoy es viernes uno se relaja tanto que aguanta esto y más: hoy es día de capirotada, pues, por si no lo recuerdan, y ése es uno de los sabores de nuestra madre, bohemios, que se guardan para siempre y desde siempre, y a veces es tan dulce que tiene el sabor de un beso, según me han dicho, porque hasta para eso hay que tener una cierta habilidad, y en mi caso, la vida me proporcionó un blindaje de inutilidad que nunca me permitió desarrollar mi intuición femenina, y a estas alturas del partido lo único que me queda es pedir que me tengan piedad, por el amor de dios, diría mi primo el cura: ya sabes, ex timado lector…

Ya lo decía mi tío Teófanes: “El que es inútil donde quiera se atasca”. Y ahí sí coincido con el Teo, y en el gusto por los corridos: “Este es el corrido del caballo blanco, que un día domingo al Teo aplastara...

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